Al
examinar la grave situación política en Cataluña, mucha gente se pregunta, con
razón y preocupación, cómo hemos llegado hasta aquí. Y la respuesta es
sencilla: hemos llegado hasta aquí porque, de modo consciente o inconsciente,
hemos seguido el camino más adecuado para llegar hasta aquí.
Hemos
alcanzado esta situación porque los medios que, por acción u omisión, han
utilizado los actores políticos implicados en este proceso, han conducido paso
a paso, durante décadas, a este fin, que no es, en principio, el preferido por
cada uno de ellos en particular, pero es el resultado general de las acciones
(o inacciones) de todos; algo así como el producto de una suma de vectores.
Agrupando
las fuerzas en liza en grandes tendencias, los actores han sido tres: los
partidos nacionalistas, operando como fuerzas centrífugas, por un lado; los
partidos no nacionalistas (o españolistas), en particular los dos grandes
partidos -PSOE y PP- actuando como fuerza centrípeta desde el Gobierno central,
por otro, y finalmente, la izquierda (las izquierdas) como tercer actor, sin
una estrategia clara ante la presión nacionalista, cuya causa se ha convertido
en motivo de controversia en todo el país y, desde luego, de conflicto en todos
los partidos y, particularmente, en los partidos de la izquierda.
El
actor más consecuente o, mejor dicho, él único actor consecuente con sus fines
ha sido el bloque nacionalista, cuya táctica, aún con errores y divisiones, ha
estado subordinada a su fin estratégico, que es alcanzar la independencia. La
lógica de exigir siempre más en las negociaciones con el gobierno central ha
ido aproximando a los nacionalistas al objetivo final, al programa máximo, a la
secesión, devenida en permanente amenaza a la hora de negociar y, llegado el
momento oportuno, en el paso inexcusable y decisivo. Ya sucedió, en 2004, con
el plan del lendakari Ibarretxe de convertir Euskadi en un estado independiente
asociado a España. Fracasó, pero se intentó.
Y
esto ha estado claro para los nacionalistas catalanes más radicales durante los tiempos de la Transición -hoy paciencia, mañana independencia- y,
sobre todo, desde que Pujol llegó a la presidencia de la Generalitat, cuando
comenzó un permanente tira y afloja con el Gobierno central. En parte
explicable por la resistencia del Gobierno a ceder parcelas del poder del
Estado en favor de una descentralización y por la prisa de los partidos nacionalistas
en asumir más competencias.
En
los treinta años de gobierno nacionalista (CiU), el resultado de tales
tensiones ha sido, por un lado, la pérdida de presencia pública del Estado
español en Cataluña, al haber logrado los nacionalistas transmitir a los
ciudadanos la idea de que la Generalitat no es parte del Estado español sino un
poder casi soberano emanado de la ciudadanía catalana, cuya función es oponerse
al Estado antes que representarlo. Tendencia comenzada en los mandatos de Jordi
Pujol (1980-2003) y acelerada, tras el Gobierno Tripartido (2006-2010), por
Artur Mas y Carles Puigdemont, que es donde estamos ahora.
Por
otro lado, gracias a la ley electoral, que concede a los partidos nacionalistas
una desproporcionada representación parlamentaria en relación con el número de
votantes que les respaldan, los partidos nacionalistas catalanes y también los
vascos se han convertido en imprescindibles apoyos del PSOE y del PP cuando
estos no han obtenido mayoría absoluta en las elecciones generales, pactando
con uno u otro, cobrando el favor, según lo aconsejara la coyuntura y
deviniendo, por tanto, en árbitros de la situación. Circunstancia que los
nacionalistas suelen olvidar en sus quejas.
Desde
el final de la Transición y durante casi cuarenta años, en España no se ha
dejado de percibir el esfuerzo constante de los nacionalistas catalanes (y de
los vascos) para hacerse oír. Un bien propagado victimismo ha unido una queja
continua a la exigencia de satisfacer pasadas afrentas, como si el resto del
país e incluso una parte de la población de los territorios gobernados por
ellos hubiera contraído una deuda histórica imposible de pagar. De ahí vendría la
permanente reclamación de más gobierno y mejor financiación y el sentimiento de
padecer un continuo agravio si tales demandas no eran atendidas.
Durante
décadas, los nacionalistas catalanes y vascos han podido imponer su voz en la
opinión pública sobre otros colectivos más numerosos, al lograr que buena parte
de los debates nacionales y los temas preferentes en los medios de información
hayan girado en torno a los intereses de una minoría, pero de una minoría
estruendosa.
La
disposición contraria ha presidido los actos del Gobierno central, quien quiera
que haya sido el inquilino de la Moncloa, pues, desde el punto de vista
ideológico, la actuación ha sido ideológicamente pacata y con frecuencia políticamente
tosca, aunque ha atendido, claro está, hasta derrotarla, la manifestación más
fanática del nacionalismo vasco, como ha sido el terrorismo, fenómeno que ha
condicionado las respuestas políticas y sociales al nacionalismo en general. Pero,
en lo referente al discurso nacionalista, a lo que ahora se llama el “relato”
de los hechos, lo que ha existido es la apelación al diálogo y a respetar la
ley y las normas de la democracia, pero ha faltado la respuesta a los
argumentos más pertinaces de los partidos nacionalistas, a las últimas y más
profundas razones para justificar la secesión, tanto desde el punto de vista de
la situación actual como desde una perspectiva histórica notoriamente falseada.
En
no pocas ocasiones, ha dado la impresión de ser un Estado acomplejado ante la
inculpación de centralismo, cuando hemos asistido a una descentralización
acusada y a la pérdida de soberanía estatal en beneficio de los gobiernos autonómicos
y de la Unión Europea, aspecto en el que Estado español ha reducido su poderío
en fuerzas y competencias en favor de terceros.
En
otras ocasiones ha parecido que, preso de una visión a corto plazo, el Estado
central se conformaba con hacer concesiones para ir calmando las demandas de
los partidos nacionalistas, demandas que por la propia naturaleza del
nacionalismo son difíciles de colmar. Y en otros casos ha actuado con tosquedad
y con brutalidad.
En
los últimos diez años, a las dudas del PSOE (y de sus baronías) ante el
incremento de la pulsión nacionalista en Cataluña, se han sumado dos tácticas,
las dos igual de equivocadas, del Partido Popular.
La
primera, estando en la oposición y como un factor de desgaste del gobierno de
Zapatero. Cuando el Govern tripartit acometía, entre grandes tensiones, la
elaboración del Estatut, el Partido Popular incentivó el sentimiento nacionalista
al desatar una campaña no sólo contra CiU y ERC (y el PSC), sino claramente
anticatalana. Después, finiquitado el Govern en 2010 y con CiU de nuevo en la
Generalitat, la posición del Partido Popular fue la contraria. Habiendo llegado
al Gobierno central en diciembre de 2011,
recibió el apoyo de CiU en el Congreso para sacar adelante las drásticas
medidas de austeridad contra la crisis y, a su vez, prestó apoyo a CiU en el
Parlament, y desde 2012 ignoró desdeñosamente lo que estaba sucediendo en
Cataluña, a pesar de los claros avisos, incluso desde Unió Democrática de Catalunya,
sobre lo que se preparaba, como si el Gobierno (y el Partido) hubiera sido
atacado por el virus de un liberalismo suicida, que, en este tema, cuando CiU
se había colocado, según Artur Mas, en “rumbo de colisión”, le aconsejara
“dejar hacer, dejar pasar”. Pero, en política, dejar hacer es dejar la
iniciativa a otros y además sancionarla con el silencio, porque no actuar
también es decidir, y no actuar es ceder y conceder.
El
último factor es la defección del tercer actor, las izquierdas, que han
concedido a los partidos nacionalistas un plus de legitimidad en sus proyectos.
El caso viene de atrás, de los
tiempos de la Transición, cuando las izquierdas de diversas tendencias decidieron
asumir el derecho de autodeterminación y con él la parte fundamental de los
programas nacionalistas hasta quedar subsumidas por ellos. Pero este tema, que
es largo y complicado, queda para otro día.
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