miércoles, 25 de octubre de 2017

¿Cómo hemos llegado a esto?

Al examinar la grave situación política en Cataluña, mucha gente se pregunta, con razón y preocupación, cómo hemos llegado hasta aquí. Y la respuesta es sencilla: hemos llegado hasta aquí porque, de modo consciente o inconsciente, hemos seguido el camino más adecuado para llegar hasta aquí.
Hemos alcanzado esta situación porque los medios que, por acción u omisión, han utilizado los actores políticos implicados en este proceso, han conducido paso a paso, durante décadas, a este fin, que no es, en principio, el preferido por cada uno de ellos en particular, pero es el resultado general de las acciones (o inacciones) de todos; algo así como el producto de una suma de vectores.
Agrupando las fuerzas en liza en grandes tendencias, los actores han sido tres: los partidos nacionalistas, operando como fuerzas centrífugas, por un lado; los partidos no nacionalistas (o españolistas), en particular los dos grandes partidos -PSOE y PP- actuando como fuerza centrípeta desde el Gobierno central, por otro, y finalmente, la izquierda (las izquierdas) como tercer actor, sin una estrategia clara ante la presión nacionalista, cuya causa se ha convertido en motivo de controversia en todo el país y, desde luego, de conflicto en todos los partidos y, particularmente, en los partidos de la izquierda.
El actor más consecuente o, mejor dicho, él único actor consecuente con sus fines ha sido el bloque nacionalista, cuya táctica, aún con errores y divisiones, ha estado subordinada a su fin estratégico, que es alcanzar la independencia. La lógica de exigir siempre más en las negociaciones con el gobierno central ha ido aproximando a los nacionalistas al objetivo final, al programa máximo, a la secesión, devenida en permanente amenaza a la hora de negociar y, llegado el momento oportuno, en el paso inexcusable y decisivo. Ya sucedió, en 2004, con el plan del lendakari Ibarretxe de convertir Euskadi en un estado independiente asociado a España. Fracasó, pero se intentó.
Y esto ha estado claro para los nacionalistas catalanes más radicales durante  los tiempos de la Transición -hoy paciencia, mañana independencia- y, sobre todo, desde que Pujol llegó a la presidencia de la Generalitat, cuando comenzó un permanente tira y afloja con el Gobierno central. En parte explicable por la resistencia del Gobierno a ceder parcelas del poder del Estado en favor de una descentralización y por la prisa de los partidos nacionalistas en asumir más competencias.
En los treinta años de gobierno nacionalista (CiU), el resultado de tales tensiones ha sido, por un lado, la pérdida de presencia pública del Estado español en Cataluña, al haber logrado los nacionalistas transmitir a los ciudadanos la idea de que la Generalitat no es parte del Estado español sino un poder casi soberano emanado de la ciudadanía catalana, cuya función es oponerse al Estado antes que representarlo. Tendencia comenzada en los mandatos de Jordi Pujol (1980-2003) y acelerada, tras el Gobierno Tripartido (2006-2010), por Artur Mas y Carles Puigdemont, que es donde estamos ahora.
Por otro lado, gracias a la ley electoral, que concede a los partidos nacionalistas una desproporcionada representación parlamentaria en relación con el número de votantes que les respaldan, los partidos nacionalistas catalanes y también los vascos se han convertido en imprescindibles apoyos del PSOE y del PP cuando estos no han obtenido mayoría absoluta en las elecciones generales, pactando con uno u otro, cobrando el favor, según lo aconsejara la coyuntura y deviniendo, por tanto, en árbitros de la situación. Circunstancia que los nacionalistas suelen olvidar en sus quejas.
Desde el final de la Transición y durante casi cuarenta años, en España no se ha dejado de percibir el esfuerzo constante de los nacionalistas catalanes (y de los vascos) para hacerse oír. Un bien propagado victimismo ha unido una queja continua a la exigencia de satisfacer pasadas afrentas, como si el resto del país e incluso una parte de la población de los territorios gobernados por ellos hubiera contraído una deuda histórica imposible de pagar. De ahí vendría la permanente reclamación de más gobierno y mejor financiación y el sentimiento de padecer un continuo agravio si tales demandas no eran atendidas.
Durante décadas, los nacionalistas catalanes y vascos han podido imponer su voz en la opinión pública sobre otros colectivos más numerosos, al lograr que buena parte de los debates nacionales y los temas preferentes en los medios de información hayan girado en torno a los intereses de una minoría, pero de una minoría estruendosa.
La disposición contraria ha presidido los actos del Gobierno central, quien quiera que haya sido el inquilino de la Moncloa, pues, desde el punto de vista ideológico, la actuación ha sido ideológicamente pacata y con frecuencia políticamente tosca, aunque ha atendido, claro está, hasta derrotarla, la manifestación más fanática del nacionalismo vasco, como ha sido el terrorismo, fenómeno que ha condicionado las respuestas políticas y sociales al nacionalismo en general. Pero, en lo referente al discurso nacionalista, a lo que ahora se llama el “relato” de los hechos, lo que ha existido es la apelación al diálogo y a respetar la ley y las normas de la democracia, pero ha faltado la respuesta a los argumentos más pertinaces de los partidos nacionalistas, a las últimas y más profundas razones para justificar la secesión, tanto desde el punto de vista de la situación actual como desde una perspectiva histórica notoriamente falseada.
En no pocas ocasiones, ha dado la impresión de ser un Estado acomplejado ante la inculpación de centralismo, cuando hemos asistido a una descentralización acusada y a la pérdida de soberanía estatal en beneficio de los gobiernos autonómicos y de la Unión Europea, aspecto en el que Estado español ha reducido su poderío en fuerzas y competencias en favor de terceros.
En otras ocasiones ha parecido que, preso de una visión a corto plazo, el Estado central se conformaba con hacer concesiones para ir calmando las demandas de los partidos nacionalistas, demandas que por la propia naturaleza del nacionalismo son difíciles de colmar. Y en otros casos ha actuado con tosquedad y con brutalidad.
En los últimos diez años, a las dudas del PSOE (y de sus baronías) ante el incremento de la pulsión nacionalista en Cataluña, se han sumado dos tácticas, las dos igual de equivocadas, del Partido Popular.
La primera, estando en la oposición y como un factor de desgaste del gobierno de Zapatero. Cuando el Govern tripartit acometía, entre grandes tensiones, la elaboración del Estatut, el Partido Popular incentivó el sentimiento nacionalista al desatar una campaña no sólo contra CiU y ERC (y el PSC), sino claramente anticatalana. Después, finiquitado el Govern en 2010 y con CiU de nuevo en la Generalitat, la posición del Partido Popular fue la contraria. Habiendo llegado al  Gobierno central en diciembre de 2011, recibió el apoyo de CiU en el Congreso para sacar adelante las drásticas medidas de austeridad contra la crisis y, a su vez, prestó apoyo a CiU en el Parlament, y desde 2012 ignoró desdeñosamente lo que estaba sucediendo en Cataluña, a pesar de los claros avisos, incluso desde Unió Democrática de Catalunya, sobre lo que se preparaba, como si el Gobierno (y el Partido) hubiera sido atacado por el virus de un liberalismo suicida, que, en este tema, cuando CiU se había colocado, según Artur Mas, en “rumbo de colisión”, le aconsejara “dejar hacer, dejar pasar”. Pero, en política, dejar hacer es dejar la iniciativa a otros y además sancionarla con el silencio, porque no actuar también es decidir, y no actuar es ceder y conceder.
El último factor es la defección del tercer actor, las izquierdas, que han concedido a los partidos nacionalistas un plus de legitimidad en sus proyectos.
El caso viene de atrás, de los tiempos de la Transición, cuando las izquierdas de diversas tendencias decidieron asumir el derecho de autodeterminación y con él la parte fundamental de los programas nacionalistas hasta quedar subsumidas por ellos. Pero este tema, que es largo y complicado, queda para otro día.  

25 de octubre de 2017





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