martes, 3 de octubre de 2017

Mal, muy mal

Por aludir solamente a lo más reciente y, en definitiva a lo accidental, mal, muy mal me parece lo sucedido el pasado domingo. Mal por todas partes.
Mal por parte de la Generalitat, al mantener la convocatoria de un referéndum que estaba prohibido, que el 61% de los ciudadanos admite como no válido, y al animar a la gente participar. Mal por parte de quienes se pusieron de perfil para participar en lo que llamaron una “movilización”. Y mal, muy mal, por parte del Gobierno, al utilizar a las fuerzas del orden para impedir un refrendo que era ilegal en su irregular tramitación parlamentaria, en su chapucera ejecución, carente de las mínimas garantías democráticas, y en su propósito, que era buscar respaldo social a la autodeterminación, con un acto que excede las competencias de la Generalitat.
El ilegal refrendo realizado sin intervención de la fuerza pública hubiera carecido igualmente de validez, pero se habrían evitado actuaciones violentas, con más de 800 heridos de diversa consideración (se desconocen los hospitalizados), recogidas en fotografías que producen sonrojo, porque recuerdan tiempos pasados, y publicadas en la primera plana de muchos periódicos nacionales y extranjeros. En cualquier caso, deben depurarse las responsabilidades en los casos donde haya habido excesos y el Gobierno debería deponer de su cargo al ministro del Interior, último responsable político de la desafortunada operación.
El Gobierno central tendría que haber intervenido antes, cosa difícil teniendo al frente a Rajoy, incapaz de hablar e incapaz de hacer, antes de intentar impedir por la fuerza las votaciones que pudieran producirse en los hipotéticos lugares donde los activistas, que demostraron organización e imaginación, hubieran podido esconder las urnas, pues era como buscar agujas en un pajar.
El de Rajoy era un intento vano, además insensato por las reacciones que hubiera podido producir y que finalmente ha producido, y que le ha colocado en el lugar donde quería Puigdemont: mostrando la cara más hosca del Gobierno de España, que es la represión desatada por cuerpos armados llegados desde fuera de Cataluña.
En su día, tampoco Zapatero estuvo acertado, pues el momento de intervenir hubiera sido en septiembre de 2009, cuando el Ayuntamiento de Arenys de Munt realizó una consulta de ámbito municipal, ilegal y no vinculante, con una pregunta trampa -¿Está de acuerdo en que Cataluña se convierta en un Estado de derecho, independiente, democrático y social, integrado en la Unión Europea?”- cómo podía haber preguntado si era partidario de que lloviera a gusto de todos.
La iniciativa fue del concejal de la CUP, apoyada por los 4 concejales del grupo local Arenys de Munt 2000, 3 de ERC y 3 de CiU. La consulta recibió el apoyo de casi 90 personalidades de la vida pública catalana, entre ellos Pascual Maragall y algunos militantes del PSC, y por supuesto de CiU, ERC, la CUP y de Iniciativa per Catalunya-Verds. Los concejos de casi doscientas localidades catalanas se mostraron dispuestos a repetirlo y sirvió de experiencia para montar el “refrendo” del 9 de noviembre de 2014, simulacro de infausta memoria, que costó 13 millones de euros, que tardíamente se reclaman a los organizadores, entre ellos a Artur Mas, que anda pidiendo solidaridad para reunir la parte del dinero que le toca aportar.
Desde entonces no ha cesado el desafío, que, entre bromas y veras, ha ido creciendo y sumando apoyos, pues desde la Generalitat y sus organizaciones afines se ha sembrado la impresión de que de partir un país -la odiosa España- y crear otro a voluntad de los promotores es una fiesta callejera de banderas y camisetas de colores, y que desafiar a un Estado (presuntamente) opresor es un es un juego en que hacerse el valiente sale gratis.
Y muchas personas, en particular jóvenes, que no conocieron el régimen de Franco ni las convulsiones de la Transición, imaginan que están luchando alegremente contra una dictadura, pero conservando todos los derechos, incluso los ejercidos en exceso contra los de conciudadanos suyos que no comulgan con las mismas ideas.
Mucha gente ha creído el relato feliz de los beneficios sin cuento que traerá la independencia y el cuento no menos feliz de lo fácil que iba a ser llegar a ella. Y lo han creído a pesar de la intención de los propios mandamases de ignorar la legalidad. Ya advirtió Artur Mas, en su investidura como President, en 2012, que “ponía rumbo de colisión” con el Gobierno central y después ha afirmado que se trata de ir “más allá de la legalidad” y de “poner al Estado contra las cuerdas”. Y lo mismo ha hecho Puigdemont, apoyado por Junqueras y azuzado por la CUP.
Lo que también ha sucedido, es que por parte del Gobierno de Rajoy no había respuesta, salvo que, ante cada paso que dado por los independentistas, sonaba la voz de la grabadora que decía que se aplicaría la ley, pero como la ley no se aplicaba, o se aplicaba “pero flojito”, como diría Gila, cundía la sensación de que la impunidad era el premio de los osados. Hasta el domingo.
¿Se puede desafiar la legalidad?, Claro, no seré yo quien lo niegue. ¿Se puede ser rebelde y desafiar al Estado? Por supuesto; muchas personas lo asumieron durante la dictadura y la Transición para llevar lo más lejos posible las reformas del cambio de régimen, pero sabían a lo que se exponían y estaban dispuestas a arrostrar las consecuencias.
En todo este asunto del “procés”, mucha gente con escasa cultura política y poca información y quizá con una visión bastante deformada de la historia de Cataluña y de España no sabía bien donde se estaba metiendo y creía de buena fe que desafiar la fuerza del Estado era un alegre ejercicio de ciudadanía que sólo podía reportar ventajas. Se les puede disculpar.
Quienes carecen de cualquier disculpa, y a quienes sus ciudadanos deberán exigir que asuman sus responsabilidades, son los patrocinadores de esta aventura, porque ellos, como profesionales de la política y familiarizados con el ejercicio del poder, sí lo saben. 




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