Good morning,
Spain, que es different
El
nacionalismo, que aduce inspirarse en la historia y en la naturaleza (en los
vínculos con la tierra, en comunidades originarias, en sentimientos primigenios
y en tradiciones ancestrales), parte de varios supuestos que son históricamente
falsos.
El
primero es creer que la existencia de las naciones genera en sus habitantes el
sentimiento nacional, lo cual no siempre es cierto, y en particular en los
nacionalismos emergentes de naciones sin Estado, como el catalán o el vasco (o
el padano o el bretón), donde el sentimiento nacional precede a la nación,
sirve para fundar la nación (aglutinar a los adictos) y después para sustentar
la reclamación de un Estado propio en nombre de la nación fundada. Lo señala
Anthony D. Smith: primero, el nacionalismo; luego, la nación.
El
segundo error es creer que a cada nación le corresponde un estado propio e
independiente, que responde a la idea de la nación soberana.
El
tercero es creer que los grandes estados surgidos en el Renacimiento (Austria,
España, Francia, Inglaterra, Rusia, Suecia) son estados nacionales, montados
sobre la base de un sentimiento nacional previo.
Así,
los nacionalistas imaginan que su pretensión de fundar un estado propio sigue
el camino que antes emprendieron los estados o países hoy existentes. Pero están equivocados, pues tales estados
(término renacentista que alude a lo estable, a lo que permanece como aparato
de dominación y administración por encima de las circunstancias vitales de los
dirigentes) no se fundaron sobre la base de un solo pueblo, ni étnica ni
lingüísticamente puro, sino, tras guerras y uniones dinásticas y matrimoniales),
sobre la lealtad de los súbditos a la religión y a la corona; de ahí la
importancia que cobraron las dinastías (y las luchas dinásticas) y la religión
(las luchas religiosas), pues si la religión era una de las bases del Estado,
el individuo que profesase otra religión no sólo era un hereje, era un
desafecto, un súbdito desleal; tan traidor como el que conspirase contra el
rey.
“Cuius
regio, eius religió” es el lema por el cual la confesión religiosa del príncipe
debe ser la de sus gobernados, que estuvo vigente hasta el Tratado de
Westfalia, que, en 1648, puso fin a la guerra de los 30 años en Europa y a la
de los 80 años entre España y los Países Bajos, y dejó sentados dos principios
(en letra grande, digamos) -la religión dejó de ser causa de guerra y la
integridad territorial como fundamento de la soberanía-, que estuvieron en
vigor hasta las revoluciones y movimientos nacionalistas del siglo XIX.
Por
otra parte, dada la vocación imperial de todas estas monarquías, lo de menos
era la raza o la lengua de sus habitantes, pues lo que importaba era la
extensión del territorio a dominar y la cantidad de súbditos que contuviera,
para trabajar, nutrir las huestes reales en caso de guerra y pagar impuestos.
Pero
aunque el origen de los estados citados hubiera sido la nación étnica, que no
lo fue, hoy, en Europa, fundar una nación sobre tal supuesto no sería posible,
pues las gentes están mezcladas en sociedades muy complejas, a no ser que se
haga una depuración interna de individuos para formar la nación pura, la nación
nacionalista. Es decir, desagregar a los grupos, deshacer los lazos y las
relaciones existentes, romper la sociedad, en suma, y separar lo que lleva unido
muchos años para volver unirlo con otros criterios. Pero tal operación,
realizada siempre con tensiones y a veces brutalmente (limpieza ética), no es
natural ni históricamente lógica, ni
tampoco lo es desde el punto de vista económico, sino la aplicación de un
programa político y, por tanto, tan artificial como cualquier otro programa
político aplicado sobre la sociedad.
El
nacionalismo así entendido es como una ortopedia social, como un molde, una
depuración en la sociedad existente y la reconfiguración de otra, montada sobre
el modelo de sociedad homogénea que los nacionalistas tienen en mente, que Milosevic
llevó a cabo de forma brutal en Yugoslavia.
Esta
concepción del nacionalismo es heredera del modelo de construcción de naciones
de los años sesenta, surgido de las guerras de descolonización en África y
Asia, después de la IIª Guerra Mundial. Modelo que durante años ha inspirado a
los partidos de izquierda, entre ellos a los españoles, que conviene revisar
para analizar el fenómeno del nacionalismo desde otra perspectiva, que, al
menos, tenga en cuenta lo siguiente.
Primero.
Las dificultades para definir de modo preciso el concepto “nación”, en términos
que permitan discutir sobre el problema político de la autodeterminación Lo
mismo sucede con la palabra “pueblo”, de validez en el campo de la antropología
pero poco útil como concepto político.
Segunda.
La compulsiva búsqueda de identidad, tanto personal como colectiva, que, con un
sentido fuerte y duradero, cobije a las personas del individualismo imperante, como uno de
los fenómenos de las sociedades actuales, en las que existe una añoranza de los valores de grupo, de comunidad, de sentimientos compartidos ante la soledad establecida
por la competencia en todas las escalas, donde la sociedad parece que ha sido
“ocupada” por el mercado.
Tercera. El análisis de las
consecuencias sociales y políticas de la globalización y, en suma, de la
evolución de un capitalismo extendido a escala mundial, agresivo y desbocado,
impulsado por el dinámico sector financiero.
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