En las
manifestaciones a favor de la independencia de Cataluña no se han visto
personas llevando barretinas en la cabeza ni calzando espardenyes, como hubiera
sido lo esperado en ocasiones donde tanta importancia se concede a las señas de
identidad, a los llamados “hechos diferenciales”, señalados con machacona
insistencia por los promotores del nacionalismo catalán.
Muy al
contrario, la vestimenta de los asistentes a estos actos de afirmación nacional
puede calificarse de cosmopolita, de nacionalmente indiferenciada, de similar a
la del resto de España y de Europa (y quizá del mundo); es decir, la propia de
la clase media urbana, ropa informal, cómoda y moderna, impuesta por las normas
del consumo de masas y las modas dictadas por las grandes marcas de ropa y
calzado. Camisetas y sudaderas, pantalón vaquero, por lo general en chicos y
chicas, o faldas actuales, calzado cómodo, sandalias y sobre todo, zapatillas
deportivas de marca extranjera; cabezas con gorras, incluso con la visera hacia
atrás “american style”. O como la llevan las “top models influencers”. Todo ello
confeccionado en China, la fábrica del mundo.
Los
más radicales han adoptado una estética batasunizante, pero igualmente moderna,
nada de gorra, sino pelo cortado con hacha, camisetas superpuestas, imitando a
Sheldon Cooper (otro “influencer”), pantalón vaquero y zapatillas deportivas de
marca extranjera, todo ello confeccionado en el mismo lugar, así que de
diferenciarse, pues más bien poco, pues lucen el uniforme universal dictado por
la globalización.
El
único signo distintivo eran las banderas esteladas -confeccionadas ¿dónde?
Adivinen-, el propósito y las consignas, porque quitando eso, las
concentraciones han sido semejantes a las de cualquier otro lugar de España
donde concurran multitudes por los motivos más diversos.
También
es distintivo el cántico de “Els segadors”, un himno que alude a unos hechos
pretéritos y a una profesión que ya no existe, porque ahora segar, trillar y empacar el cereal lo hace, sin tradición ni poesía, una sola
máquina, que trabaja destajo sin parar para comer, dar sombra al botijo y mucho
menos para rezar el ángelus -¿Qué haría hoy el pintor Jean Millet?- cuando tañe
la campana de la iglesia más cercana, porque las cosechadoras, que tienen alma
de metal y sangre de hidrocarburo, no creen en Dios, como los cipreses de
Gironella. No, el campo ya no es lo que era.
Hace siglos, con un cop de falç se podía degollar al
adversario, a un cacique, a un terrateniente, o a un mensajero del Conde Duque,
pero hoy para proclamar la república hace falta un cop de sort i sobretot un cop de seny.
I d’aixó hi ha molt poc.
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