Este otoño se han cumplido cien años del suceso
que conmocionó el naciente siglo XX: la Revolución de octubre de 1917, que, en
medio de la Iª Guerra Mundial, puso fin al imperio zarista e instauró un nuevo régimen
político.
Pareció entonces que empezaba el principio del
fin del mundo conocido y en gran medida así fue, pues, con el desenlace de la guerra,
otros imperios siguieron el camino del zarista -el alemán, el austro-húngaro y
el otomano-. El imperio británico permanecía, el francés se resentía y el
americano emergía como la futura gran potencia que llegaría a ser. En China, el
imperio manchú, bajo la dinastía Ching (o Qing) había caído poco antes, en
1911. Concluía políticamente el siglo XIX y el mundo cambiaba.
En la enorme Rusia, se había erigido, por la
fuerza pero con escaso vertido de sangre, el primer gobierno obrero del mundo,
el primer sistema económico alternativo al capitalismo, que inauguraba la gran
oposición ideológica y política entre los dos sistemas -capitalista y
socialista- que habría de marcar el siglo.
Era una idea llevada a la práctica; una utopía
con visos de ser realizada. El mundo civilizado, el mundo capitalista, la
sociedad burguesa la veían con estupor y se resistieron a permitirlo. Del temor
a que el ejemplo se extendiera y pusiera en peligro el orden dominante vino el
apoyo de la burguesía internacional al ejército de los blancos para tratar de
derribar el poder soviético. Después de tres años de participar en la I Guerra
Mundial, la guerra civil supuso una gran sangría para el pueblo ruso y el
primer gran obstáculo para la Revolución.
La Revolución de Octubre tuvo consecuencias internacionales,
pero también internas en países contendientes o neutrales, hubieran resultado
vencedores o sido vencidos en la guerra, pues uno de sus efectos fue señalar que
el enemigo podía estar dentro de cada país.
Octubre
indicó a las clases dominantes el potencial peligro que residía en las clases
subalternas, en las clases menesterosas, ahora peligrosas, en la posible rebelión
de los pobres y de los trabajadores. Avisaba que la revolución podía estallar dentro
de cada país, movida por fuerzas interiores animadas por el nuevo poder
soviético, que pretendía extender esa rebelión a escala internacional, tal como
trabajadores, soldados y campesinos habían hecho en Rusia, volviendo las
bayonetas contra sus amos. Se preparaba la revolución mundial y se había
fundado en 1919 la organización que la haría posible, la Internacional Comunista
o Komintern, y los instrumentos para promoverla y llevarla a cabo, los partidos
comunistas, dirigidos por ella.
Octubre desató
el miedo en las clases poseedoras de todo el mundo, el temor a la súbita
politización de los trabajadores, de los sindicatos, de los funcionarios, del
ejército, que podían ser captados por el comunismo, como había sucedido en
Rusia, un imperio dirigido, desde 1613[i], con mano de hierro por la
dinastía de los Romanov, apoyada por una nutrida aristocracia. Si eso había
sucedido en un régimen dictatorial con abundantes residuos feudales, era lógico
pensar que pudiera repetirse con más facilidad en los regímenes parlamentarios,
donde las clases subalternos disfrutaban de más libertad. Con el miedo a los
“rojos” se desató el “terror blanco” y se instauró en los gobiernos la obsesión
por la seguridad interna, por la vigilancia, la persecución de agentes
subversivos, la búsqueda y captura de comunistas y el deseo de acabar, como
fuese, con el experimento soviético y con intentos similares que pudieran
aparecer en el futuro. Había nacido una nueva versión del Congreso de Viena,
pero lo cierto es que el recuerdo de Octubre
contuvo el capitalismo durante décadas.
Decir que desde entonces ha pasado un siglo no
es ocioso, porque en estos cien años han sucedido muchas cosas, y una de las más
importantes es el fracaso de aquella revolución en su principal objetivo
-liberar a los oprimidos, permitir el gobierno de los trabajadores y ofrecer
una alternativa al modo de producción capitalista-, fracaso que llevó, en 1991,
a la implosión del sistema económico, político y militar (la URSS, el COMECON y
el Pacto de Varsovia) generado por ella.
Durante mucho tiempo, en las filas de la
izquierda se creyó que la instauración del socialismo era un proceso
irreversible hacia el futuro, una etapa a superar sin posible vuelta atrás; no
ha sido así.
En el siglo soviético -no llega a un siglo,
sólo 70 años-, el mundo ha estado influido por el comunismo, ese temible
adversario del sistema capitalista surgido en Rusia y continuado después en
otros lugares, como China, Cuba, Vietnam o Camboya. Revoluciones que, a pesar
de haber promovido el crecimiento económico mediante una industrialización
acelerada, también han degenerado en colectivismo burocrático, en el poder de
un nuevo estamento social, en la dictadura de un partido y en despotismo
estatal; justo lo opuesto de lo que pretendían ser. Grotescas deformaciones de una
teoría que pretendía liberar de sus cadenas a los trabajadores y, como efecto, a
toda la humanidad. Y algo semejante ocurre con el pasado.
A la vista de los acontecimientos ocurridos en
Rusia (y en otros lugares, claro) desde la destrucción de la URSS, se puede
afirmar que la idea de totalidad que acompañó a la Revolución de Octubre (y a
otras) no ha resistido la prueba del paso del tiempo.
La revolución no fue total, no inauguró un mundo
completamente nuevo, pues no pudo borrar del todo el pasado; lo atemperó, lo modificó,
lo constriñó o lo sepultó, pero no lo pudo suprimir, porque no logró borrarlo
de la imaginación colectiva, aunque en la forma política, legalmente, quedase
abolido.
Más difícil que transformar el sistema económico
y las estructuras políticas ha sido el cambiar mentalidades. La gran ambición
de los revolucionarios había sido fundar un orden nuevo poblado por ciudadanos
nuevos, pero la tarea se mostró más ardua de lo pensado, pues es muy difícil cambiar,
y más si es con prisa y en medio de grandes dificultades, las costumbres y las
cabezas. Ni aún con el apoyo de una dictadura, el hombre nuevo (y la mujer
nueva) salen del horno a demanda.
La
vieja Rusia emergió en 1991, porque en realidad siempre había estado allí,
disfrazada en los despóticos modos imperiales de la nomenklatura, de la oficialidad zarista de los boyardos del PCUS, de
la nueva aristocracia obrera y funcionarial y de los ciudadanos llanos tratados
como nuevos siervos, bajo la atenta mirada de la policía política en sus
distintas versiones a lo largo de los años, la Vecheka, GPU, NKVD y KGB, no tan
alejadas en su propósito de la Ojrana
zarista.
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