domingo, 8 de octubre de 2017

Octubre 1917

Este otoño se han cumplido cien años del suceso que conmocionó el naciente siglo XX: la Revolución de octubre de 1917, que, en medio de la Iª Guerra Mundial, puso fin al imperio zarista e instauró un nuevo régimen político.
Pareció entonces que empezaba el principio del fin del mundo conocido y en gran medida así fue, pues, con el desenlace de la guerra, otros imperios siguieron el camino del zarista -el alemán, el austro-húngaro y el otomano-. El imperio británico permanecía, el francés se resentía y el americano emergía como la futura gran potencia que llegaría a ser. En China, el imperio manchú, bajo la dinastía Ching (o Qing) había caído poco antes, en 1911. Concluía políticamente el siglo XIX y el mundo cambiaba.
En la enorme Rusia, se había erigido, por la fuerza pero con escaso vertido de sangre, el primer gobierno obrero del mundo, el primer sistema económico alternativo al capitalismo, que inauguraba la gran oposición ideológica y política entre los dos sistemas -capitalista y socialista- que habría de marcar el siglo.
Era una idea llevada a la práctica; una utopía con visos de ser realizada. El mundo civilizado, el mundo capitalista, la sociedad burguesa la veían con estupor y se resistieron a permitirlo. Del temor a que el ejemplo se extendiera y pusiera en peligro el orden dominante vino el apoyo de la burguesía internacional al ejército de los blancos para tratar de derribar el poder soviético. Después de tres años de participar en la I Guerra Mundial, la guerra civil supuso una gran sangría para el pueblo ruso y el primer gran obstáculo para la Revolución. 
La Revolución de Octubre tuvo consecuencias internacionales, pero también internas en países contendientes o neutrales, hubieran resultado vencedores o sido vencidos en la guerra, pues uno de sus efectos fue señalar que el enemigo podía estar dentro de cada país.
Octubre indicó a las clases dominantes el potencial peligro que residía en las clases subalternas, en las clases menesterosas, ahora peligrosas, en la posible rebelión de los pobres y de los trabajadores. Avisaba que la revolución podía estallar dentro de cada país, movida por fuerzas interiores animadas por el nuevo poder soviético, que pretendía extender esa rebelión a escala internacional, tal como trabajadores, soldados y campesinos habían hecho en Rusia, volviendo las bayonetas contra sus amos. Se preparaba la revolución mundial y se había fundado en 1919 la organización que la haría posible, la Internacional Comunista o Komintern, y los instrumentos para promoverla y llevarla a cabo, los partidos comunistas, dirigidos por ella.
Octubre desató el miedo en las clases poseedoras de todo el mundo, el temor a la súbita politización de los trabajadores, de los sindicatos, de los funcionarios, del ejército, que podían ser captados por el comunismo, como había sucedido en Rusia, un imperio dirigido, desde 1613[i], con mano de hierro por la dinastía de los Romanov, apoyada por una nutrida aristocracia. Si eso había sucedido en un régimen dictatorial con abundantes residuos feudales, era lógico pensar que pudiera repetirse con más facilidad en los regímenes parlamentarios, donde las clases subalternos disfrutaban de más libertad. Con el miedo a los “rojos” se desató el “terror blanco” y se instauró en los gobiernos la obsesión por la seguridad interna, por la vigilancia, la persecución de agentes subversivos, la búsqueda y captura de comunistas y el deseo de acabar, como fuese, con el experimento soviético y con intentos similares que pudieran aparecer en el futuro. Había nacido una nueva versión del Congreso de Viena, pero lo cierto es que el recuerdo de Octubre contuvo el capitalismo durante décadas.
Decir que desde entonces ha pasado un siglo no es ocioso, porque en estos cien años han sucedido muchas cosas, y una de las más importantes es el fracaso de aquella revolución en su principal objetivo -liberar a los oprimidos, permitir el gobierno de los trabajadores y ofrecer una alternativa al modo de producción capitalista-, fracaso que llevó, en 1991, a la implosión del sistema económico, político y militar (la URSS, el COMECON y el Pacto de Varsovia) generado por ella.
Durante mucho tiempo, en las filas de la izquierda se creyó que la instauración del socialismo era un proceso irreversible hacia el futuro, una etapa a superar sin posible vuelta atrás; no ha sido así.
En el siglo soviético -no llega a un siglo, sólo 70 años-, el mundo ha estado influido por el comunismo, ese temible adversario del sistema capitalista surgido en Rusia y continuado después en otros lugares, como China, Cuba, Vietnam o Camboya. Revoluciones que, a pesar de haber promovido el crecimiento económico mediante una industrialización acelerada, también han degenerado en colectivismo burocrático, en el poder de un nuevo estamento social, en la dictadura de un partido y en despotismo estatal; justo lo opuesto de lo que pretendían ser. Grotescas deformaciones de una teoría que pretendía liberar de sus cadenas a los trabajadores y, como efecto, a toda la humanidad. Y algo semejante ocurre con el pasado.
A la vista de los acontecimientos ocurridos en Rusia (y en otros lugares, claro) desde la destrucción de la URSS, se puede afirmar que la idea de totalidad que acompañó a la Revolución de Octubre (y a otras) no ha resistido la prueba del paso del tiempo.
La revolución no fue total, no inauguró un mundo completamente nuevo, pues no pudo borrar del todo el pasado; lo atemperó, lo modificó, lo constriñó o lo sepultó, pero no lo pudo suprimir, porque no logró borrarlo de la imaginación colectiva, aunque en la forma política, legalmente, quedase abolido.
Más difícil que transformar el sistema económico y las estructuras políticas ha sido el cambiar mentalidades. La gran ambición de los revolucionarios había sido fundar un orden nuevo poblado por ciudadanos nuevos, pero la tarea se mostró más ardua de lo pensado, pues es muy difícil cambiar, y más si es con prisa y en medio de grandes dificultades, las costumbres y las cabezas. Ni aún con el apoyo de una dictadura, el hombre nuevo (y la mujer nueva) salen del horno a demanda.
La vieja Rusia emergió en 1991, porque en realidad siempre había estado allí, disfrazada en los despóticos modos imperiales de la nomenklatura, de la oficialidad zarista de los boyardos del PCUS, de la nueva aristocracia obrera y funcionarial y de los ciudadanos llanos tratados como nuevos siervos, bajo la atenta mirada de la policía política en sus distintas versiones a lo largo de los años, la Vecheka, GPU, NKVD y KGB, no tan alejadas en su propósito de la Ojrana zarista.




[i] Comenzó la dinastía Miguel I, nieto de Iván IV, el Terrible.

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