Good morning, Spain, que es different
La Conferencia Episcopal solicita que la administración de justicia castigue el “meterse con las convicciones religiosas” (católicas), pues las considera un derecho fundamental que se transgrede con la libertad de expresión.
Con las posibles
interpretaciones que puedan merecer unos términos tan laxos como “meterse con las
convicciones religiosas”, los diligentes obispos se suman a la lógica de la
justicia preventiva de la ley mordaza, tan propia de un gobierno autoritario y,
por ende, confesional, que recomienda la autocensura como virtud ciudadana.
La insaciable Curia hispánica
debería conformarse con el favorable trato recibido del gobierno de Rajoy, católico,
pero presuntamente corrompido -“errare humanum est, et quoque “forrare” ipsum”-,
que ha atendido sus reclamaciones políticas (eso es la asignatura de religión),
superado, en tiempo de crisis, las dádivas económicas de Zapatero, ratificado
las exenciones fiscales y facilitado la inmatriculación de propiedades a su
nombre. Pero no por ello cejan los obispos en su propósito de reevangelizar
España (que no al Gobierno, que bien lo necesita), devenida tierra de misión por
la doctrina pontificia de Karol Woijtila, que desconocemos si se mantiene
vigente, teniendo en cuenta los nuevos aires que soplan en la plaza de San
Pedro.
Monseñor Ratzinger, antaño
celoso guardián del dogma desde su cargo de Prefecto de la Congregación para la
Doctrina de la Fe, que sucedió a Juan Pablo II como Benedicto XVI y hoy Papa
emérito, consideró que España era un laboratorio del laicismo en Europa, por lo
cual se propuso resistir la avasalladora oleada de secularización fundando un
nuevo dicasterio (organismo especializado) destinado a combatir, con al aplauso
de la Curia hispana, la ponzoñosa influencia del laicismo, del relativismo, del
feminismo y las políticas de género (cherchez
la femme, per saecula saeculorum).
Pero yerran sus eminencias
reverendísimas al atribuir la decreciente fe de los españoles a esos fenómenos
sociales, que son propios de las abiertas y complejas sociedades modernas, donde
las personas, tras largos siglos de sometimiento al poder temporal y eclesiástico,
pueden aspirar a vivir como seres autónomos y auténticos, aunque no lo consigan
del todo. Deberían mirar más cerca, hacia dentro de la propia institución, cuyo
abstruso discurso es cada día menos útil para orientar la vida de los creyentes
en el mundo actual, y deberían mirarse también a sí mismos, cuyas formas de
vida desmienten la humildad y la sencillez que brotan del mensaje evangélico, y
cuyas funciones están más atentas a las componendas con el poder político que a
la labor pastoral con las ovejas presuntamente descarriadas y además
desatendidas.
Si sus eminencias prestaran más
atención a los asuntos verdaderamente humanos, dejarían de considerar perversiones,
que merecen condena, o incluso enfermedades lo que son, sobre todo, problemas sociales,
y podrían percibir el sufrimiento que hay detrás de la decisión de poner fin a
un matrimonio infeliz o a un embarazo no deseado, a la percepción de un cuerpo no
percibido como propio, a no ser tenido como una “persona normal” a causa de la
orientación sexual o al deseo de llevar una vida al margen del modelo patriarcal
sin sentirse culpable.
Y, naturalmente, podrían percibir el enorme sufrimiento, que puede degenerar en traumas psíquicos durante años, que existe detrás de los abusos con niños perpetrados por sacerdotes -eso sí que es perversión-, con el doble agravante de que, por un lado, se realizan utilizando la autoridad moral que ostentan los clérigos y, por otro, de que se perpetran con menores entregados a su educación y custodia, sin que en este caso se tenga en cuenta “la libertad de los padres”, que la Curia aduce belicosamente cuando trata de obtener fondos públicos para financiar colegios confesionales y de imponer el dogma católico como materia docente.
Respecto a la asignatura de religión, los padres pueden y deben elegir, y la Curia les insta a ello, pero respecto a forzar la voluntad de sus hijos con unas relaciones sexuales no deseadas ni consentidas, no sólo no existe elección paterna, sino que es mejor que los padres de los afectados no sepan que sus vástagos son víctimas de un delito perpetrado por sus presuntos custodios y educadores, protegidos, además, por sus superiores.
Y, naturalmente, podrían percibir el enorme sufrimiento, que puede degenerar en traumas psíquicos durante años, que existe detrás de los abusos con niños perpetrados por sacerdotes -eso sí que es perversión-, con el doble agravante de que, por un lado, se realizan utilizando la autoridad moral que ostentan los clérigos y, por otro, de que se perpetran con menores entregados a su educación y custodia, sin que en este caso se tenga en cuenta “la libertad de los padres”, que la Curia aduce belicosamente cuando trata de obtener fondos públicos para financiar colegios confesionales y de imponer el dogma católico como materia docente.
Respecto a la asignatura de religión, los padres pueden y deben elegir, y la Curia les insta a ello, pero respecto a forzar la voluntad de sus hijos con unas relaciones sexuales no deseadas ni consentidas, no sólo no existe elección paterna, sino que es mejor que los padres de los afectados no sepan que sus vástagos son víctimas de un delito perpetrado por sus presuntos custodios y educadores, protegidos, además, por sus superiores.
Lo
que, junto con el maltrato infantil y el trabajo degradante en hospicios e
internados, aparece fuera de España como una extendida plaga en el seno de la
Iglesia católica, aquí se va desvelando lentamente pese a la obstrucción de la
Curia, por lo cual no deja de sorprender una reciente instrucción del Vaticano
afirmando que los obispos no están obligados a denunciar ante la ley a los
sospechosos de pederastia, tarea que debe quedar para familiares y conocidos de
las víctimas, con lo cual, de cara a la sociedad, los obispos quedan como
protectores de una perversión consentida.
Paradójica
situación, por la que los obispos, que son muy exigentes para cumplir el Concordato
(y, si es posible, ir más allá), se consideran exentos de cumplir las leyes
civiles del Estado que les mantiene. Pero aún va más lejos la petición de la
Conferencia Episcopal para que las leyes del Estado castiguen las opiniones que
pudieran “meterse con las convicciones religiosas”, pues se trata, por un lado,
de imponer silencio sobre los excesos de los funcionarios eclesiásticos y, por
otro, de que el Estado se constituya en celador de la hipócrita moral de la
Curia.
Se percibe en todo ello la nostalgia
del franquismo, cuando la Iglesia era uno de los más firmes baluartes de la
dictadura, y el dictador fungía como un celoso defensor (militar) de los planes
de la Iglesia.
27 de febrero de 2016
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