El triunfo de la voluntad
Estamos asistiendo, en una fase bastante
avanzada, a la construcción de un orden
mundial que se nos presenta como resultado de una lógica tan inevitable como lo
son las leyes de la naturaleza, ante el cual las personas debemos doblegarnos y
aceptarlo como si fuera un fatal destino, pero que, en realidad, responde a un
diseño humano (no humanitario, pero sí pergeñado por seres humanos), a un
proyecto llevado adelante con la firmeza necesaria para tratar de imponerlo en
todo el mundo, que, por los resultados, y tomando el título de una de las películas de Leni Riefensthal, la propagandista del III
Reich, podemos calificar de triunfo de la voluntad.
Se trata del
último proyecto utópico de matriz occidental del siglo XX, un siglo pródigo en
utopías fracasadas, en intentos de erigir sociedades ideales, en unos casos mejores que
las precedentes y, en otros, experimentos aterradores por su crueldad.
La nueva utopía está impulsada con menos ruido pero con más recursos y más determinación que la efímera utopía precedente, que rompió
la glaciación de los años de la guerra fría, sacudiendo Oriente y Occidente.
La utopía de los años sesenta, pues a esa me refiero, era la bulliciosa utopía de gente que, desde el punto de vista político y económico, contaba poco o no contaba nada; era una utopía de jóvenes airados, de hippies y melenudos, de cantautores protestones y estrellas del rock, del poder negro, de guetos y barrios pobres, de estudiantes revoltosos y de trabajadores insumisos, de mujeres, gays y lesbianas, de minorías raciales y sociales, de ecologistas, de antinucleares y de pacifistas.
La utopía de los años sesenta, pues a esa me refiero, era la bulliciosa utopía de gente que, desde el punto de vista político y económico, contaba poco o no contaba nada; era una utopía de jóvenes airados, de hippies y melenudos, de cantautores protestones y estrellas del rock, del poder negro, de guetos y barrios pobres, de estudiantes revoltosos y de trabajadores insumisos, de mujeres, gays y lesbianas, de minorías raciales y sociales, de ecologistas, de antinucleares y de pacifistas.
Aquello parecía lo que hoy, tomando el
calificativo de los movimientos sociales del norte de África, llamaríamos “una
primavera”, porque lo fue durante casi una década en los Estados Unidos, lo fue en
Berlín (1967), en Praga (en el 68, el efímero experimento del socialismo con
rostro humano), en París en el famoso mayo del 68, y que luego, en Italia, en el año
69, fue un otoño caliente, obrerista y sindical.
También se dejó notar en Méjico, en América
Latina, en Japón y en otros lugares la oleada liberadora, que quiso poner en
marcha formas de vida alternativas, proyectos solidarios, comunitarios,
cooperativos; sueños colectivos. Amanecía un nuevo mundo, pero las cosas
tomaron un rumbo imprevisto.
Chocando contra el orden existente, la oleada fue
perdiendo fuerza y a mediados de la década del setenta aparecieron los primeros
fríos de lo que habría de ser una nueva y larga glaciación política, que empezó
en los años ochenta, bajo los mandatos de Ronald Reagan, en los Estados Unidos y de Margaret Thatcher, en Gran Bretaña, quienes
“urbi et orbi” proclamaron el nacimiento de la nueva utopía neoliberal y
conservadora. Pero a diferencia de la utopía de los años sesenta y de las utopías
del siglo XIX, provenientes de los trabajadores, de las clases subalternas, de
los condenados de la Tierra, como decía Frantz Fanon, que hablaban de un mundo
sin explotadores ni explotados, sin capitalismo…la utopía neoliberal surgía precisamente
del corazón del capitalismo, de los barrios ricos, de los foros de los poderosos, pensada por los que manejan los hilos de la economía y gobiernan el mundo.
La nueva utopía está diseñada e impulsada por
el Consenso de Washington, el Fondo Monetario Internacional, la Organización
Mundial del Comercio, por Wall Street y la bolsa de materias primas de Chicago,
por la City londinense, el Deutsche Bank y el BCE, por Bruselas; por la
Trilateral, el Club Bilderberg y el foro de Davos, y persigue fundar el nuevo
reino de Jauja, que es el mercado libre y desregulado en todo el planeta.
En teoría, sus defensores quieren hacer
realidad la metáfora de la mano invisible, con que Adam Smith defendía en el
siglo XVIII las ventajas del capitalismo naciente; el mercado era, según el
escocés, el ámbito en el que oferentes y demandantes, compradores y vendedores satisfacían
sus necesidades, de lo cual resultaba el bienestar general. Pero el mito del mercado
libre, que nunca existió, esconde las aviesas intenciones de sus
patrocinadores, que no son tenderos ni pequeños comerciantes, sino monopolios, oligopolios,
empresas transnacionales y grandes corporaciones, que no aspiran a utilizar el
mercado para satisfacer necesidades ajenas con un beneficio razonable, sino a
satisfacer, por encima de otras consideraciones, su propio interés; no aspiran
a competir en el mercado sino a dominar el mercado, por las buenas o por las
malas.
Lo que se esconde detrás de la etiqueta del mercado
libre o desregulado es el capitalismo global, el capitalismo salvaje, que no
reconoce fronteras nacionales ni regionales; el capitalismo desatado, sin
frenos legales ni morales, ante el cual, los países deben abrir sus puertas de
par en par y abandonar cualquier limitación que dificulte el tránsito de
mercancías y sobre todo el paso del capital financiero al moverse por todo el
mundo buscando la máxima rentabilidad (“La codicia es buena”, dice Gordon
Gekko, el especulador financiero interpretado por Michael Douglas en la película
Wall Street), en un mercado bursátil que
funciona las 24 horas, todos los días del año para facilitar una especulación constante;
un flujo inmediato, inmaterial, permanente y planetario, que, según el director
de “Le monde diplomatique”, Ignacio Ramonet, son rasgos propios del mismo dios.
Primera parte de mi intervención en el acto de ayer en el Centro Cultural Galileo: "Queremos respirar. Por el cambio, ¡Entendeos!", a favor de un gobierno de izquierdas.
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