miércoles, 17 de febrero de 2016

La nueva utopía (I)

El triunfo de la voluntad
Estamos asistiendo, en una fase bastante avanzada, a la construcción de un orden mundial que se nos presenta como resultado de una lógica tan inevitable como lo son las leyes de la naturaleza, ante el cual las personas debemos doblegarnos y aceptarlo como si fuera un fatal destino, pero que, en realidad, responde a un diseño humano (no humanitario, pero sí pergeñado por seres humanos), a un proyecto llevado adelante con la firmeza necesaria para tratar de imponerlo en todo el mundo, que, por los resultados, y tomando el título de una de las películas de Leni Riefensthal, la propagandista del III Reich, podemos calificar de triunfo de la voluntad.
Se trata del último proyecto utópico de matriz occidental del siglo XX, un siglo pródigo en utopías fracasadas, en intentos de erigir sociedades ideales, en unos casos mejores que las precedentes y, en otros, experimentos aterradores por su crueldad.
La nueva utopía está impulsada con menos ruido pero con más recursos y más determinación que la efímera utopía precedente, que rompió la glaciación de los años de la guerra fría, sacudiendo Oriente y Occidente. 
La utopía de los años sesenta, pues a esa me refiero, era la bulliciosa utopía de gente que, desde el punto de vista político y económico, contaba poco o no contaba nada; era una utopía de jóvenes airados, de hippies y melenudos, de cantautores protestones y estrellas del rock, del poder negro, de guetos y barrios pobres, de estudiantes revoltosos y de trabajadores insumisos, de mujeres, gays y lesbianas, de minorías raciales y sociales, de ecologistas, de antinucleares y de pacifistas.
Aquello parecía lo que hoy, tomando el calificativo de los movimientos sociales del norte de África, llamaríamos “una primavera”, porque lo fue durante casi una década en los Estados Unidos, lo fue en Berlín (1967), en Praga (en el 68, el efímero experimento del socialismo con rostro humano), en París en el famoso mayo del 68, y que luego, en Italia, en el año 69, fue un otoño caliente, obrerista y sindical.
También se dejó notar en Méjico, en América Latina, en Japón y en otros lugares la oleada liberadora, que quiso poner en marcha formas de vida alternativas, proyectos solidarios, comunitarios, cooperativos; sueños colectivos. Amanecía un nuevo mundo, pero las cosas tomaron un rumbo imprevisto.
Chocando contra el orden existente, la oleada fue perdiendo fuerza y a mediados de la década del setenta aparecieron los primeros fríos de lo que habría de ser una nueva y larga glaciación política, que empezó en los años ochenta, bajo los mandatos de Ronald Reagan, en los Estados Unidos y de Margaret Thatcher, en Gran Bretaña, quienes “urbi et orbi” proclamaron el nacimiento de la nueva utopía neoliberal y conservadora. Pero a diferencia de la utopía de los años sesenta y de las utopías del siglo XIX, provenientes de los trabajadores, de las clases subalternas, de los condenados de la Tierra, como decía Frantz Fanon, que hablaban de un mundo sin explotadores ni explotados, sin capitalismo…la utopía neoliberal surgía precisamente del corazón del capitalismo, de los barrios ricos, de los foros de los poderosos, pensada por los que manejan los hilos de la economía y gobiernan el mundo.
La nueva utopía está diseñada e impulsada por el Consenso de Washington, el Fondo Monetario Internacional, la Organización Mundial del Comercio, por Wall Street y la bolsa de materias primas de Chicago, por la City londinense, el Deutsche Bank y el BCE, por Bruselas; por la Trilateral, el Club Bilderberg y el foro de Davos, y persigue fundar el nuevo reino de Jauja, que es el mercado libre y desregulado en todo el planeta.
En teoría, sus defensores quieren hacer realidad la metáfora de la mano invisible, con que Adam Smith defendía en el siglo XVIII las ventajas del capitalismo naciente; el mercado era, según el escocés, el ámbito en el que oferentes y demandantes, compradores y vendedores satisfacían sus necesidades, de lo cual resultaba el bienestar general. Pero el mito del mercado libre, que nunca existió, esconde las aviesas intenciones de sus patrocinadores, que no son tenderos ni pequeños comerciantes, sino monopolios, oligopolios, empresas transnacionales y grandes corporaciones, que no aspiran a utilizar el mercado para satisfacer necesidades ajenas con un beneficio razonable, sino a satisfacer, por encima de otras consideraciones, su propio interés; no aspiran a competir en el mercado sino a dominar el mercado, por las buenas o por las malas.
Lo que se esconde detrás de la etiqueta del mercado libre o desregulado es el capitalismo global, el capitalismo salvaje, que no reconoce fronteras nacionales ni regionales; el capitalismo desatado, sin frenos legales ni morales, ante el cual, los países deben abrir sus puertas de par en par y abandonar cualquier limitación que dificulte el tránsito de mercancías y sobre todo el paso del capital financiero al moverse por todo el mundo buscando la máxima rentabilidad (“La codicia es buena”, dice Gordon Gekko, el especulador financiero interpretado por Michael Douglas en la película Wall Street), en un mercado bursátil que funciona las 24 horas, todos los días del año para facilitar una especulación constante; un flujo inmediato, inmaterial, permanente y planetario, que, según el director de “Le monde diplomatique”, Ignacio Ramonet, son rasgos propios del mismo dios.

Primera parte de mi intervención en el acto de ayer en el Centro Cultural Galileo: "Queremos respirar. Por el cambio, ¡Entendeos!", a favor de un gobierno de izquierdas.


No hay comentarios:

Publicar un comentario