Good morning, Spain, que es different
... un excluido, una suplente y un ausente
Celebrado
el esperado debate electoral “a cuatro bandas” (Sánchez, Iglesias, Rivera y
Sáenz de Santamaría), en dos cadenas de televisión privadas -Antena Tres y la
Sexta-, hay que decir que fue un buen espectáculo, ágil, interesante y
entretenido; en cualquier caso, necesario.
Habiendo
renunciado TVE a su función esencial de ser un servicio público para
convertirse en un órgano de propaganda del Partido Popular, la labor de alentar
la controversia entre partidos políticos durante la campaña electoral ha sido
asumida por canales privados, los cuales eligen a los componentes con criterios
que combinan el interés comercial -la cuota de pantalla- con el interés
político nacional. Y eso se notó en el debate celebrado anoche, pues la
elección de los ponentes se debía más a las expectativas de voto ofrecidas por
las encuestas, que a la representación parlamentaria que ostentaban sus
partidos.
De
haberse tenido en cuenta esta circunstancia, Alberto Garzón, representando al
tercer partido nacional, habría sido el quinto -no hay quinto malo- ponente de
la noche. Lo cual abunda en la ya habitual exclusión de Izquierda Unida de los
grandes foros, perjudicada por los efectos del sesgado sistema electoral que favorece
el bipartidismo y ofrece ventajas adicionales a los dos grandes partidos en los
medios de información de titularidad pública.
En
buena lid, cada nueva confrontación electoral debería considerarse el inicio de
una nueva época, y, por tanto, todos los concurrentes deberían disfrutar de las
mismas oportunidades partiendo de cero, sin ventajas adquiridas en anteriores contiendas.
En
el debate de anoche, la intención inicial era enfrentar a Rajoy con los tres
candidatos con más posibilidades de ocupar la Presidencia del Gobierno;
enfrentar a tres jóvenes machos alfa con el viejo león, pero el viejo león,
como ha hecho otras veces, rehuyó la pelea; es un viejo y astuto león que
ejerce de rey de la selva a través de la tv de “plasma” y que ruge desde lejos.
Gracias a tener la fuga como pieza fundamental de su estrategia, el viejo león
ha llegado a donde está, mientras otros reyes de la selva, más jóvenes y ya
destronados, se lamen las heridas. Rajoy, no. Pero ver los toros desde la
barrera de Doñana fue un gesto feo, que dice muy poco del lema de la campaña
electoral del Partido Popular “España en serio” -¿en serio?-. Fue un acto de
cobardía disfrazado de olímpico desdén hacia los maltratados ciudadanos. Nada
nuevo.
La
Vicepresidenta, que, amparada en el argumento de que en el PP hay un equipo sobrado
de gente preparada, acudió al debate para reemplazar a Rajoy, intervino con su
habitual tono de marisabidilla y demostró que tiene la cartilla aprendida, pues
recitó con firmeza los mantras de Génova -herencia recibida, situación difícil,
mantener las pensiones, España crece, se crea empleo, ley de transparencia,
unidad de España-, mintió con igual frialdad sobre lo que no pudo rebatir -rescate,
deuda pública, déficits incumplidos, paro, corrupción-, se quejó de haber
tenido que gobernar en solitario, olvidando los pactos ofrecidos por el PSOE, y
acusó a Zapatero de no haber llenado lo suficiente la reserva de las pensiones,
que el Gobierno ha vaciado con prisa (de 67.000 millones en 2011 a 34.000 en
2015).
Santamaría,
que sacó a Pedro Sánchez casi dos minutos más de tiempo y unos segundos al
resto, trató a sus oponentes como si fueran recién nacidos o recién llegados a
España, y el único momento en que bajó la guardia fue cuando se trató el
problema de la violencia machista.
Pedro
Sánchez estuvo convincente sólo a ratos, pudo haber sido más incisivo con la
Vicepresidenta, a la que puntualizó en ocasiones, pero mostró la debilidad
congénita de los últimos dirigentes del PSOE.
Efectuó
algunas propuestas interesantes, pero arrastra el vacío de cuatro años. En seis
meses no se pueden levantar el legado de Zapatero y los efectos de la
“oposición responsable” con que el PSOE ha disfrazado su desorientación y su
pasividad ante el peor gobierno de España en décadas, las agresiones contra las
clases subalternas, la corrupción y la manipulación de las instituciones realizada
por el Partido Popular. El PSOE ha llegado al final de la legislatura
consciente de que no ha hecho los deberes, y uno de ellos era proponer una
moción de censura, en una legislatura que cabe de calificar de antológica,
tanto por el fondo como por la forma de gobernar. La moción de censura era una
batalla a plantear, que no se podía ganar, pero que, por mor de la “oposición
responsable”, por ética y por estética, estaba por lo menos obligado a
intentarlo, pues hay batallas políticas que hay que darlas, aunque sea para
perderlas. Y la moción de censura era una de ellas.
Como
en ocasiones anteriores han hecho sus predecesores, Sánchez pidió el voto para
el PSOE como el único partido capaz de derrotar al PP; el voto útil, de última
hora, para recoger la cosecha de algo que no ha sembrado.
Iglesias
y Rivera partían con la ventaja de ser nuevos en la plaza y carecer de
experiencias de gobierno; son dos fuerzas que han modificado, o quizá deshecho,
el bipartidismo y que seguramente obligarán a cambiar el sistema de
representación política.
Rivera
salió fuerte, seguro, como con prisa, un tanto forzado en gestos, y quizá obligado
por su trayectoria ascendente, se le vio impaciente. Estuvo resuelto,
pragmático y propositivo. Mostró acuerdos puntuales con unos y otros (otra) y
se esforzó en recalcar la diferencia entre lo que ofrece la nueva política, de Podemos
y Ciudadanos, y la vieja política del PSOE y del PP, al que arreó un buen
mandoble cuando mostró una página de periódico sobre el caso Bárcenas; esta es
la causa, dijo, de que Rajoy no esté aquí. Un buen golpe de efecto.
Rivera
ofreció una proyección nacional incluyente y su disposición a dialogar y a
llegar a acuerdos por el bien del país. Se mostró como un gran reformista, del
centro derecha neoliberal.
En
el polo opuesto, por vestimenta y actitud, estuvo Pablo Iglesias, que manejó
con habilidad la mezcla de cifras y datos sobre la legislatura para criticar al
PP, aunque Sánchez también se llevó algún capón, con la prédica general que le
es tan cara, retórica que le llevó a meterse innecesariamente en algún charco.
Pero estuvo convincente y no disimuló su intención de robar votos al PSOE al
señalar, en cuanto tenía ocasión, y tuvo muchas, el trecho que va de lo que
dice el PSOE cuando está en la oposición a lo que hace cuando gobierna.
Favorecido por la suerte, pues
fue el último que habló en el minuto final, tuvo el acierto de repasar de
manera rápida lo que ha sido la legislatura y de lanzar un lírico mensaje de
optimismo y de esperanza en el futuro.
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