domingo, 10 de enero de 2016

¿Qué cultura política tenemos?

Good morning, Spain, que es different

Hace dos días Fernando Vallespín ("Cultura de partidos", El País, 8-1-2016) escribía sobre las semejanzas de los partidos políticos en España, aquejados de parecidas dolencias internas. El problema, decía, no sólo está en que falta una cultura de pactos entre partidos, sino en lo que ocurre en el interior de los partidos, un asunto de la gestión interna.
No sólo es que los partidos se muevan con parecidas lógicas internas, y en esto la nueva política se parece demasiado a la vieja, con la misma tendencia al personalismo (herencia quizá del modelo de la monarquía, antes que del modelo republicano), por un lado, en el culto al máximo dirigente (liderazgo no sólo fuerte, sino casi despótico), donde cada secretario general es una especie de Rey Sol (el partido soy yo) difícil de remover de su sitial y aún de ser criticado por los órganos supremos de los partidos, convertidos en camarillas de prebendados o en cortes de aduladores, y por otro, en la fortaleza de las baronías territoriales, donde los líderes regionales reproducen a menor escala pero con igual ambición, el estilo monárquico del partido a escala nacional. Los partidos nacionalistas no escapan a esta enfermiza tendencia, véase como ejemplo el caso del rey Arturo (Mas).
Así que difícilmente podremos esperar que quienes gestionan de tal manera sus partidos puedan hacerlo de otra forma cuando lleguen a la gestión del Estado.
El quid del asunto no está en que falte cultura de pactos, sino que falta cultura política democrática (republicana) en general, no sólo en los ciudadanos, sino en sus representantes, cortados todos ellos por parecido patrón y adaptados al vigente modelo del Estado de partidos, donde los verdaderos protagonistas de la política no son los ciudadanos, sino los partidos políticos, que disponen de un poder difícilmente controlable, especialmente cuando llegan al gobierno. Y teniendo en cuenta lo anterior, el Estado de partidos, se reduce al Estado de los comités ejecutivos o de las juntas nacionales de los partidos, o aún peor, a los secretarios generales, que en virtud del poder recibido y de la adulación de sus incondicionales (otro vicio nacional, que no distingue fronteras, ni regiones, ni "pueblos" ni "naciones"), gobiernan como monarcas. Es decir, que, en España, la grandes decisiones políticas se adoptan entre muy pocas personas.

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