Good morning, Spain,
que es different
La quinta predisposición deseable en los
partidos de la izquierda sería la de negociar, la cual parte, por un lado, de
reconocer su debilidad teórica y social, y de que, en una situación tan grave y
tan compleja como la actual, nadie dispone de un dictamen completo y acertado
de lo que sucede ni, en consecuencia, de todas o de las mejores soluciones. Y
por otro lado, reconocer que nadie atesora en exclusiva los genuinos valores de
la izquierda. Hay que huir de la pretensión de que un solo partido dispone de
la única legitimidad y de la fuerza suficientes para actuar en solitario o
imponerse a los que son sus afines; de que alguien, a estas alturas del
desastre, puede reclamarse como el ungido custodio de los valores de la
verdadera izquierda y constituirse en guardián del paraíso de la unidad popular
o en el único augur autorizado del destino de las clases subalternas.
La situación exige, precisamente, lo contrario:
huir de la prepotencia y asumir con humildad que quien tiene la hegemonía en
España y en Europa es la derecha, y que, por tanto, hacerle frente con
posibilidades de éxito requiere la cooperación de quienes se consideran sus
oponentes más consecuentes.
Humildad y cooperación serían actitudes
deseables en las izquierdas para buscar afinidades con los partidos
políticamente limítrofes, más que ahondar las diferencias y entrar en competencia
con la intención de cada cual de arrebatar votos a los más cercanos. Frente a
la tentación de poner en primer término las necesidades de cada partido o las
satisfacciones de los líderes, la promoción de la propia “marca” o de las
siglas que confieren (presuntamente) el marchamo de lo auténtico, la unanimidad
o el acuerdo en todo, hay que buscar puntos en común, aunque sean pocos, y eso
sólo puede venir de poner la atención en lo que necesitan quienes carecen de
casa, de empleo, de subsidio, de escuela pública, de tarjeta sanitaria o de
porvenir; de atender, primero, a los que no pueden esperar. La esperanza de la
regeneración de la izquierda y la piedra de toque de la sinceridad de sus
intenciones están en atender de manera prioritaria a los desesperados.
La
previsible correlación de fuerzas resultante de las elecciones sin un claro
partido vencedor, más aún si la derecha resulta agraciada con una mayoría
suficiente, va a exigir de las fuerzas de la izquierda más imaginación, más
altura de miras, más valentía, más audacia y generosidad, mucha más generosidad
para llegar a acuerdos, si desea que los cambios sean profundos y duraderos.
Sería triste que el permanente acuerdo entre los dos grandes partidos diera
paso al permanente desacuerdo
entre varios, que se presentan como alternativa al bipartidismo, y que los
silencios de Rajoy y los titubeos del PSOE dejaran oír la jaula de grillos.
La alternativa al bipartidismo no puede ser ni
el bloqueo ni la bronca entre las fuerzas de la izquierda, porque ya habrá
suficiente con la que arme la derecha si pierde poder institucional. La
consigna debería ser reformar y gobernar. O mejor dicho, gobernar para reformar
y recuperar lo más posible de lo perdido, de lo arrebatado y, si es posible, ir
aún más lejos, ampliando la importancia de los servicios públicos y de los
bienes del Estado, que son la riqueza colectiva de los que carecen de
patrimonio personal.
La conclusión para las fuerzas de la izquierda
más decididas a reformar es huir de las etiquetas y de apriorísticas
clasificaciones sobre los más afines y buscar acuerdos con quienes estén
comprometidos con la regeneración del país, en particular con los sectores
sociales más afectados por la crisis y con la población asalariada; atención
que pueden fingir pero no sentir quienes están vinculados a empresas
transnacionales, a los oligopolios, a la especulación financiera, a la
inversión a corto plazo o a los paraísos fiscales, porque sus intereses están
situados fuera del país, anidando aquí o allá, buscando la máxima rentabilidad
a sus inversiones. Su patria es el mercado globalizado y a él se deben, como lo
demuestran cada día.
Lo
deseable sería llegar a una serie de reformas políticas y económicas sin un
final determinado de antemano por los que tienen la capacidad de imponer los
límites por encima de los deseos de los ciudadanos, y sin importar la etiqueta
que merezca ese proceso. Lo importante es cambiar, no dilucidar desde antes si
se trata de una reforma o de una ruptura, de un proceso constituyente o reconstituyente,
pues es indiferente el término con que se quiera bautizar, que en cualquier
caso quedará como tarea para los historiadores, mientras contenga un profundo
sentido democrático y pretenda aumentar la soberanía de los ciudadanos sobre su
país, sobre sus representantes, sobre sus instituciones y, en definitiva, sobre
sus propias vidas. Entonces veremos si hemos entrado en una etapa que se
distingue de la anterior por una forma nueva de entender la política o si
seguimos empantanados en la vieja.
A
propósito de esto último y como despedida, permitan los lectores que les
“arrime” un par de citas, una es del filósofo español José Ortega y Gasset,
escrita hace justamente cien años, en Vieja
y nueva política. Dice así: Dos
Españas que viven juntas y que son perfectamente extrañas. Una España oficial,
que se obstina en prolongar los gestos de una edad fenecida, y otra España
aspirante, germinal, una España vital, tal vez no muy fuerte pero vital,
sincera, honrada, la cual, estorbada por la otra, no acierta a entrar de lleno
en la historia.
Ahí
están las dos tendencias, los dos relatos que revelan la España antigua y
moderna, la España escindida, repetitiva y cansina.
La
otra cita es el párrafo con que Santos Juliá concluye su libro Historias de las dos Españas, donde
afirma: Es posible que la ciencia, como
sostiene Lyotard, sea incompatible con los grandes relatos: es seguro que la
democracia los destruye. Cuando se habla el lenguaje de la democracia resulta,
más que embarazoso, ridículo remontarse a los orígenes eternos de la nación, a
la grandeza del pasado, a las guerras contra invasores y traidores; carece de
sentido hablar de unidad de la cultura, de identidades propias, de esencias
católicas; los relatos de decadencia, muerte y resurrección, las disquisiciones
sobre España como problema o España sin problema se convierten en curiosidades
de tiempos pasados. El lenguaje de la democracia habla de Constitución, de
derechos y libertades individuales, de separación y equilibrio de poderes y,
entre españoles, de integración en el mundo occidental, de ser como los
europeos. Nada sobre lo que se pueda construir un gran relato.
Podría
creerse que, en este momento, por la ausencia de un relato verosímil sobre este
país, nos encontramos más cerca de lo que sostiene Juliá en ese parágrafo, pero
la crisis institucional, el descrédito de la clase política, el deterioro de la
vida pública y la desafección de los ciudadanos, incluso respecto a Europa,
indican que esa etapa ha quedado atrás o más bien que no habíamos llegado a
ella.
Marzo
de 2015.
Perdidos. España sin pulso y
sin rumbo. Epílogo. (La linterna sorda, 2015).
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