miércoles, 6 de enero de 2016

Predisposiciones (2)

Good morning, Spain, que es different


La quinta predisposición deseable en los partidos de la izquierda sería la de negociar, la cual parte, por un lado, de reconocer su debilidad teórica y social, y de que, en una situación tan grave y tan compleja como la actual, nadie dispone de un dictamen completo y acertado de lo que sucede ni, en consecuencia, de todas o de las mejores soluciones. Y por otro lado, reconocer que nadie atesora en exclusiva los genuinos valores de la izquierda. Hay que huir de la pretensión de que un solo partido dispone de la única legitimidad y de la fuerza suficientes para actuar en solitario o imponerse a los que son sus afines; de que alguien, a estas alturas del desastre, puede reclamarse como el ungido custodio de los valores de la verdadera izquierda y constituirse en guardián del paraíso de la unidad popular o en el único augur autorizado del destino de las clases subalternas.
La situación exige, precisamente, lo contrario: huir de la prepotencia y asumir con humildad que quien tiene la hegemonía en España y en Europa es la derecha, y que, por tanto, hacerle frente con posibilidades de éxito requiere la cooperación de quienes se consideran sus oponentes más consecuentes.
Humildad y cooperación serían actitudes deseables en las izquierdas para buscar afinidades con los partidos políticamente limítrofes, más que ahondar las diferencias y entrar en competencia con la intención de cada cual de arrebatar votos a los más cercanos. Frente a la tentación de poner en primer término las necesidades de cada partido o las satisfacciones de los líderes, la promoción de la propia “marca” o de las siglas que confieren (presuntamente) el marchamo de lo auténtico, la unanimidad o el acuerdo en todo, hay que buscar puntos en común, aunque sean pocos, y eso sólo puede venir de poner la atención en lo que necesitan quienes carecen de casa, de empleo, de subsidio, de escuela pública, de tarjeta sanitaria o de porvenir; de atender, primero, a los que no pueden esperar. La esperanza de la regeneración de la izquierda y la piedra de toque de la sinceridad de sus intenciones están en atender de manera prioritaria a los desesperados.
La previsible correlación de fuerzas resultante de las elecciones sin un claro partido vencedor, más aún si la derecha resulta agraciada con una mayoría suficiente, va a exigir de las fuerzas de la izquierda más imaginación, más altura de miras, más valentía, más audacia y generosidad, mucha más generosidad para llegar a acuerdos, si desea que los cambios sean profundos y duraderos. Sería triste que el permanente acuerdo entre los dos grandes partidos diera paso al permanente desacuerdo entre varios, que se presentan como alternativa al bipartidismo, y que los silencios de Rajoy y los titubeos del PSOE dejaran oír la jaula de grillos.
La alternativa al bipartidismo no puede ser ni el bloqueo ni la bronca entre las fuerzas de la izquierda, porque ya habrá suficiente con la que arme la derecha si pierde poder institucional. La consigna debería ser reformar y gobernar. O mejor dicho, gobernar para reformar y recuperar lo más posible de lo perdido, de lo arrebatado y, si es posible, ir aún más lejos, ampliando la importancia de los servicios públicos y de los bienes del Estado, que son la riqueza colectiva de los que carecen de patrimonio personal.
La conclusión para las fuerzas de la izquierda más decididas a reformar es huir de las etiquetas y de apriorísticas clasificaciones sobre los más afines y buscar acuerdos con quienes estén comprometidos con la regeneración del país, en particular con los sectores sociales más afectados por la crisis y con la población asalariada; atención que pueden fingir pero no sentir quienes están vinculados a empresas transnacionales, a los oligopolios, a la especulación financiera, a la inversión a corto plazo o a los paraísos fiscales, porque sus intereses están situados fuera del país, anidando aquí o allá, buscando la máxima rentabilidad a sus inversiones. Su patria es el mercado globalizado y a él se deben, como lo demuestran cada día.
Lo deseable sería llegar a una serie de reformas políticas y económicas sin un final determinado de antemano por los que tienen la capacidad de imponer los límites por encima de los deseos de los ciudadanos, y sin importar la etiqueta que merezca ese proceso. Lo importante es cambiar, no dilucidar desde antes si se trata de una reforma o de una ruptura, de un proceso constituyente o reconstituyente, pues es indiferente el término con que se quiera bautizar, que en cualquier caso quedará como tarea para los historiadores, mientras contenga un profundo sentido democrático y pretenda aumentar la soberanía de los ciudadanos sobre su país, sobre sus representantes, sobre sus instituciones y, en definitiva, sobre sus propias vidas. Entonces veremos si hemos entrado en una etapa que se distingue de la anterior por una forma nueva de entender la política o si seguimos empantanados en la vieja. 
A propósito de esto último y como despedida, permitan los lectores que les “arrime” un par de citas, una es del filósofo español José Ortega y Gasset, escrita hace justamente cien años, en Vieja y nueva política. Dice así: Dos Españas que viven juntas y que son perfectamente extrañas. Una España oficial, que se obstina en prolongar los gestos de una edad fenecida, y otra España aspirante, germinal, una España vital, tal vez no muy fuerte pero vital, sincera, honrada, la cual, estorbada por la otra, no acierta a entrar de lleno en la historia.
Ahí están las dos tendencias, los dos relatos que revelan la España antigua y moderna, la España escindida, repetitiva y cansina.
La otra cita es el párrafo con que Santos Juliá concluye su libro Historias de las dos Españas, donde afirma: Es posible que la ciencia, como sostiene Lyotard, sea incompatible con los grandes relatos: es seguro que la democracia los destruye. Cuando se habla el lenguaje de la democracia resulta, más que embarazoso, ridículo remontarse a los orígenes eternos de la nación, a la grandeza del pasado, a las guerras contra invasores y traidores; carece de sentido hablar de unidad de la cultura, de identidades propias, de esencias católicas; los relatos de decadencia, muerte y resurrección, las disquisiciones sobre España como problema o España sin problema se convierten en curiosidades de tiempos pasados. El lenguaje de la democracia habla de Constitución, de derechos y libertades individuales, de separación y equilibrio de poderes y, entre españoles, de integración en el mundo occidental, de ser como los europeos. Nada sobre lo que se pueda construir un gran relato
Podría creerse que, en este momento, por la ausencia de un relato verosímil sobre este país, nos encontramos más cerca de lo que sostiene Juliá en ese parágrafo, pero la crisis institucional, el descrédito de la clase política, el deterioro de la vida pública y la desafección de los ciudadanos, incluso respecto a Europa, indican que esa etapa ha quedado atrás o más bien que no habíamos llegado a ella.

Marzo de 2015.


Perdidos. España sin pulso y sin rumbo. Epílogo. (La linterna sorda, 2015).

No hay comentarios:

Publicar un comentario