Good morning, Spain, que es
different
Otra
de las tareas urgentes y a la vez importantes que las izquierdas deberían
plantearse es acabar con las patologías de nuestro régimen político y acometer
una profunda renovación o regeneración democrática, abrir los estrechos cauces
de participación ciudadana y corregir la fuerte tendencia oligárquica de
nuestra cultura política. Para lo cual habría que reformar sin demora el núcleo
del sistema de representación política formado por el Título III de la
Constitución (De las Cortes Generales), la Ley Electoral, la Ley de Partidos,
la Ley de Financiación de los Partidos Políticos, la Ley de Régimen Local y,
claro está, los reglamentos de las cámaras. El objetivo sería reducir el
predominio del poder Ejecutivo sobre el legislativo y el judicial para hacer efectiva
la separación de poderes, mejorar el control del Ejecutivo, hacer de las Cortes
unas cámaras más cercanas al sentir de la calle, del Congreso un verdadero foro
de debate político y del Senado una cámara de representación territorial, así
como mejorar la información y suprimir la propaganda (aunque eso es imposible,
sería un alivio rebajar su intensidad) y dotar al país de los mecanismos de
control, esta vez sí, realmente efectivos, que impidan o al menos dificulten la
opacidad, la corrupción y el despilfarro de fondos públicos, que tanto han
contribuido a provocar la situación que padecemos. Democracia quiere decir
gobierno de los ciudadanos, no de una casta de profesionales que han convertido
la opaca gestión de lo público en su forma de vivir y hacer fortuna.
Esta
es la denuncia y la radical reclamación del espíritu resumido en tres de las
consignas -Lo llaman democracia y no lo
es; No nos representan; Democracia real, ya- del movimiento de los
indignados, del 15-M y muchas de las “mareas” ciudadanas que han agitado el país,
denuncia que algunos analistas han tildado de conservadora, cuando apunta al
meollo del poder establecido, desvelando que, bajo la apariencia de un régimen
representativo, pero carente de espíritu democrático, se oculta un sistema
oligárquico y autoritario, aunque esta denuncia se haya formulado sin las
frases altisonantes del léxico revolucionario.
La
derecha ha percibido el potencial destructor de ese mensaje aparentemente
moderado, porque puede acabar con la forma de ejercer el poder con pocos
límites que hasta ahora le ha procurado grandes ventajas políticas y
económicas.
Mientras
los partidos políticos definen sus programas de cara a las elecciones, sería
deseable que, al menos los que concurren como fuerzas sinceramente reformistas,
suscitaran un profundo debate para recuperar el verdadero sentido de nociones
esenciales en la gestión pública adulteradas por años de demagogia y manoseo,
como son soberanía, solidaridad, igualdad, libertad, democracia, compromiso, lealtad,
honestidad, responsabilidad, participación, representación. Y frente a una
noción instrumental de la política, puesta al servicio de la peor versión del
interés privado para hacer negocios con ventaja y sin riesgo -para forrarse-, que nos ha deparado una
especie de cleptocracia, es fundamental recuperar la concepción de la política
como gestión de los asuntos comunes, como servicio a la comunidad, y devolver a
lo público y compartido la nobleza que merece, tras años de vilipendio desde el
campo neoliberal y conservador defendiendo lo privado y excluyente, pues sin un
ámbito público garantizado por el Estado no hay sociedad, buena sociedad, ni
tampoco mercado, sino oligopolio, y el despiadado choque de intereses
particulares con el abuso de los más fuertes; la jungla.
Sólo
la política como pacto entre ciudadanos iguales en dignidad y derechos, como
compromiso de los elegibles con los electores (no con otros agentes, por
poderosos que fueren) orientado al bien común o, en su defecto, a satisfacer de
modo primordial las necesidades de la mayoría, permite sustentar un Estado que
se llame democrático y tenga como principal objetivo ofrecer las mayores cotas
de libertad, de justicia y bienestar a sus ciudadanos, que es lo que afirma la
Constitución, aún vigente aunque no lo parezca.
Cuando
el discurso dominante invita a individuos y naciones a renunciar a la soberanía
para entregarla sin control a interesados e irresponsables entes
internacionales, suena utópico tratar de recuperarla y dotarse de un gobierno
que trabaje para los ciudadanos, pero esa utópica intención ha promovido los
cambios más hondos en la organización del poder en la Edad Moderna e impulsado
los procesos de reclamación colectiva para dotar a los individuos de los
derechos civiles que ahora están amenazados en Europa por el capital
financiero, y en España, cada día más constreñidos por la derecha gobernante.
Esa
reclamación de soberanía, de autonomía, de libertad, en suma, es esencial para
mantener vigorosa la figura del ciudadano, pues, aunque se reforme el régimen
político, el país no será más democrático si no hay ciudadanos formados e
informados, exigentes, críticos y acreedores de quienes gobiernan en su nombre;
ciudadanos conscientes cada día de su papel de soberanos y de sus derechos y
compromisos como miembros de la mancomunidad de propietarios del país y dueños,
por tanto, de su futuro. El país no es de las élites, a pesar de que ellas lo
crean así, sino de sus ciudadanos.
La
conjunción de estructuras poco democráticas, gobernanza despótica y debilidad
de la ciudadanía explica que el Ejecutivo haya podido actuar como un bulldozer contra las condiciones de vida
y trabajo de millones de personas y privatizar de manera alevosa miles de
millones de euros de patrimonio público, pasando sobre la resistencia social,
en el mejor de los casos, y en el peor, con la anuencia de quienes hallándose
entre los perjudicados por tales decisiones siguen considerándose votantes del
Partido Popular. Son personas que han renunciado a sus derechos como
ciudadanos, si es que saben lo que es eso, y han aceptado mansamente el papel
de súbditos, que muchos soportan ya como católicos respecto a la Curia, y de cómplices
de los desmanes de esta derecha despiadada.
La historia de la vida
política de los últimos cuarenta años muestra que, en España, sin el pertinaz
esfuerzo de las izquierdas para fortalecer la figura del ciudadano, el régimen
democrático degenera sin remedio.
Perdidos.
España sin pulso y sin rumbo. Epílogo. La linterna sorda,
2015.
No hay comentarios:
Publicar un comentario