sábado, 2 de enero de 2016

Prioridades de las izquierdas (2)

Good morning, Spain, que es different


Otra de las tareas urgentes y a la vez importantes que las izquierdas deberían plantearse es acabar con las patologías de nuestro régimen político y acometer una profunda renovación o regeneración democrática, abrir los estrechos cauces de participación ciudadana y corregir la fuerte tendencia oligárquica de nuestra cultura política. Para lo cual habría que reformar sin demora el núcleo del sistema de representación política formado por el Título III de la Constitución (De las Cortes Generales), la Ley Electoral, la Ley de Partidos, la Ley de Financiación de los Partidos Políticos, la Ley de Régimen Local y, claro está, los reglamentos de las cámaras. El objetivo sería reducir el predominio del poder Ejecutivo sobre el legislativo y el judicial para hacer efectiva la separación de poderes, mejorar el control del Ejecutivo, hacer de las Cortes unas cámaras más cercanas al sentir de la calle, del Congreso un verdadero foro de debate político y del Senado una cámara de representación territorial, así como mejorar la información y suprimir la propaganda (aunque eso es imposible, sería un alivio rebajar su intensidad) y dotar al país de los mecanismos de control, esta vez sí, realmente efectivos, que impidan o al menos dificulten la opacidad, la corrupción y el despilfarro de fondos públicos, que tanto han contribuido a provocar la situación que padecemos. Democracia quiere decir gobierno de los ciudadanos, no de una casta de profesionales que han convertido la opaca gestión de lo público en su forma de vivir y hacer fortuna.
Esta es la denuncia y la radical reclamación del espíritu resumido en tres de las consignas -Lo llaman democracia y no lo es; No nos representan; Democracia real, ya- del movimiento de los indignados, del 15-M y muchas de las “mareas” ciudadanas que han agitado el país, denuncia que algunos analistas han tildado de conservadora, cuando apunta al meollo del poder establecido, desvelando que, bajo la apariencia de un régimen representativo, pero carente de espíritu democrático, se oculta un sistema oligárquico y autoritario, aunque esta denuncia se haya formulado sin las frases altisonantes del léxico revolucionario.
La derecha ha percibido el potencial destructor de ese mensaje aparentemente moderado, porque puede acabar con la forma de ejercer el poder con pocos límites que hasta ahora le ha procurado grandes ventajas políticas y económicas.
Mientras los partidos políticos definen sus programas de cara a las elecciones, sería deseable que, al menos los que concurren como fuerzas sinceramente reformistas, suscitaran un profundo debate para recuperar el verdadero sentido de nociones esenciales en la gestión pública adulteradas por años de demagogia y manoseo, como son soberanía, solidaridad, igualdad, libertad, democracia, compromiso, lealtad, honestidad, responsabilidad, participación, representación. Y frente a una noción instrumental de la política, puesta al servicio de la peor versión del interés privado para hacer negocios con ventaja y sin riesgo -para forrarse-, que nos ha deparado una especie de cleptocracia, es fundamental recuperar la concepción de la política como gestión de los asuntos comunes, como servicio a la comunidad, y devolver a lo público y compartido la nobleza que merece, tras años de vilipendio desde el campo neoliberal y conservador defendiendo lo privado y excluyente, pues sin un ámbito público garantizado por el Estado no hay sociedad, buena sociedad, ni tampoco mercado, sino oligopolio, y el despiadado choque de intereses particulares con el abuso de los más fuertes; la jungla.
Sólo la política como pacto entre ciudadanos iguales en dignidad y derechos, como compromiso de los elegibles con los electores (no con otros agentes, por poderosos que fueren) orientado al bien común o, en su defecto, a satisfacer de modo primordial las necesidades de la mayoría, permite sustentar un Estado que se llame democrático y tenga como principal objetivo ofrecer las mayores cotas de libertad, de justicia y bienestar a sus ciudadanos, que es lo que afirma la Constitución, aún vigente aunque no lo parezca.
Cuando el discurso dominante invita a individuos y naciones a renunciar a la soberanía para entregarla sin control a interesados e irresponsables entes internacionales, suena utópico tratar de recuperarla y dotarse de un gobierno que trabaje para los ciudadanos, pero esa utópica intención ha promovido los cambios más hondos en la organización del poder en la Edad Moderna e impulsado los procesos de reclamación colectiva para dotar a los individuos de los derechos civiles que ahora están amenazados en Europa por el capital financiero, y en España, cada día más constreñidos por la derecha gobernante.
Esa reclamación de soberanía, de autonomía, de libertad, en suma, es esencial para mantener vigorosa la figura del ciudadano, pues, aunque se reforme el régimen político, el país no será más democrático si no hay ciudadanos formados e informados, exigentes, críticos y acreedores de quienes gobiernan en su nombre; ciudadanos conscientes cada día de su papel de soberanos y de sus derechos y compromisos como miembros de la mancomunidad de propietarios del país y dueños, por tanto, de su futuro. El país no es de las élites, a pesar de que ellas lo crean así, sino de sus ciudadanos.
La conjunción de estructuras poco democráticas, gobernanza despótica y debilidad de la ciudadanía explica que el Ejecutivo haya podido actuar como un bulldozer contra las condiciones de vida y trabajo de millones de personas y privatizar de manera alevosa miles de millones de euros de patrimonio público, pasando sobre la resistencia social, en el mejor de los casos, y en el peor, con la anuencia de quienes hallándose entre los perjudicados por tales decisiones siguen considerándose votantes del Partido Popular. Son personas que han renunciado a sus derechos como ciudadanos, si es que saben lo que es eso, y han aceptado mansamente el papel de súbditos, que muchos soportan ya como católicos respecto a la Curia, y de cómplices de los desmanes de esta derecha despiadada.
La historia de la vida política de los últimos cuarenta años muestra que, en España, sin el pertinaz esfuerzo de las izquierdas para fortalecer la figura del ciudadano, el régimen democrático degenera sin remedio.
Perdidos. España sin pulso y sin rumbo. Epílogo. La linterna sorda, 2015.


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