domingo, 23 de noviembre de 2014

Maastrich, un mal sueño

Rebuscando entre viejos papeles me he topado con este artículo -"Maastrich: un mal sueño de la razón"- escrito hace 18 años. No está mal darle un repaso. 

Desde el campo conservador se ha criticado siempre a la izquierda revolucionaria con el argumento de que las revoluciones rompen el ritmo natural de las sociedades, que es lento, al intentar cambiar de forma abrupta el orden social existente; la revolución rompe la evolución. Así, los programas revolucionarios son productos de la razón; diseños de sociedades ideales que se llevan a la práctica por encima de los propios humanos. El futuro ideal construido por el intelecto puro debe suplantar al pasado y al presente. Este es el temperamento que lleva a las revoluciones, escribe Ortega y Gasset. Quiere el temperamento racionalista que el cuerpo social se amolde, cueste lo que cueste, a la cuadrícula de conceptos que su razón pura ha forjado, añade el filósofo madrileño en El tema de nuestro tiempo.
Antes, otro conservador, Edmund Burke, se oponía a la instauración de un orden nuevo aunque fuera fruto de un acuerdo (contrato social), porque éste expresaría la voluntad de los vivos pero no la de los muertos, representada por la tradición.
En nombre de la lenta (y frecuentemente injusta) evolución de la sociedad se han condenado dichos proyectos de cambio -que expresaban las aspiraciones de las clases subalternas, en tanto que las doctrinas conservadoras, incluida la teología, eran la legitimación del orden establecido por los estamentos dominantes- y la forma drástica y convulsa de llevarlos a la práctica, consecuencia tanto de la urgencia de las necesidades subalternas como de la resistencia de los estamentos dominantes a ceder un ápice de unas prerrogativas que consideraban naturales y eternas.
Hoy, en Europa, nos hallamos frente a un diseño del intelecto que supone una reestructuración social a fecha fija, pero detrás de él no se hallan las aspiraciones de las clases subalternas, sino los intereses de lo más granado del capital europeo, perfilados por un grupo de burócratas. El afán igualitario de las revoluciones de antaño ha quedado arrumbado por el espíritu competitivo de los poderes económicos pretendiendo crear un gran entorno financiero que dispute la hegemonía económica a EE.UU y a Japón, y la racionalidad revolucionaria que buscaba un mundo más equitativo ha dejado paso al frío cálculo económico que persigue, sencillamente, acumular más capital en menos tiempo. Esta nefasta utopía, que se nos "vende" como un imperativo del mercado productivo, responde en realidad al espíritu que niega el mercado -el monopolio- y a las necesidades del mercado financiero, que no busca la creación de riqueza (aunque se reparta de modo desigual) sino facilidades para que el capital acuda allí donde la especulación ofrece mejor rendimiento (en el momento de redactar estas líneas leo la noticia de que, en EE.UU., el aumento del empleo ha producido una gran caída en la bolsa de Nueva York, que ha arrastrado, entre otras, a la de Madrid).  
Las condiciones del Tratado de Maastrich son, además, una coartada para aplicar durisimas medidas de austeridad, para desmontar el Estado de bienestar, disciplinar a la población asalariada, debilitar las estructuras de protección de los más débiles y fortalecer las de los más fuertes. Maastrich no es Europa, sino la muerte de lo que Europa, como una sociedad más equilibrada, representaba. Sus postulantes tienen sus razones -poderosas-, pero no la razón. Los cuerdos somos nosotros, los que nos oponemos a la locura de unificar un continente a fecha fija y teniendo como meta facilitar la circulación y acumulación de capital.

Motivos de actualidad, mayo de 1996

No hay comentarios:

Publicar un comentario