Rebuscando entre viejos papeles me he topado con este artículo -"Maastrich: un mal sueño de la razón"- escrito hace 18 años. No está mal darle un repaso.
Desde el campo conservador se ha criticado
siempre a la izquierda revolucionaria con el argumento de que las revoluciones
rompen el ritmo natural de las sociedades, que es lento, al intentar cambiar de
forma abrupta el orden social existente; la revolución rompe la evolución. Así,
los programas revolucionarios son productos de la razón; diseños de sociedades
ideales que se llevan a la práctica por encima de los propios humanos. El
futuro ideal construido por el intelecto puro debe suplantar al pasado y al
presente. Este es el temperamento que lleva a las revoluciones, escribe
Ortega y Gasset. Quiere el temperamento racionalista que el cuerpo social se
amolde, cueste lo que cueste, a la cuadrícula de conceptos que su razón pura ha
forjado, añade el filósofo madrileño en El tema de nuestro tiempo.
Antes, otro conservador, Edmund Burke, se
oponía a la instauración de un orden nuevo aunque fuera fruto de un acuerdo
(contrato social), porque éste expresaría la voluntad de los vivos pero no la
de los muertos, representada por la tradición.
En nombre de la lenta (y frecuentemente
injusta) evolución de la sociedad se han condenado dichos proyectos de cambio
-que expresaban las aspiraciones de las clases subalternas, en tanto que las
doctrinas conservadoras, incluida la teología, eran la legitimación del orden
establecido por los estamentos dominantes- y la forma drástica y convulsa de llevarlos
a la práctica, consecuencia tanto de la urgencia de las necesidades subalternas
como de la resistencia de los estamentos dominantes a ceder un ápice de unas
prerrogativas que consideraban naturales y eternas.
Hoy, en Europa, nos hallamos frente a un
diseño del intelecto que supone una reestructuración social a fecha fija, pero detrás
de él no se hallan las aspiraciones de las clases subalternas, sino los
intereses de lo más granado del capital europeo, perfilados por un grupo de
burócratas. El afán igualitario de las revoluciones de antaño ha quedado
arrumbado por el espíritu competitivo de los poderes económicos pretendiendo
crear un gran entorno financiero que dispute la hegemonía económica a EE.UU y a
Japón, y la racionalidad revolucionaria que buscaba un mundo más equitativo ha
dejado paso al frío cálculo económico que persigue, sencillamente, acumular más
capital en menos tiempo. Esta nefasta utopía, que se nos "vende" como
un imperativo del mercado productivo, responde en realidad al espíritu que
niega el mercado -el monopolio- y a las necesidades del mercado financiero, que
no busca la creación de riqueza (aunque se reparta de modo desigual) sino
facilidades para que el capital acuda allí donde la especulación ofrece mejor
rendimiento (en el momento de redactar estas líneas leo la noticia de que, en
EE.UU., el aumento del empleo ha producido una gran caída en la bolsa de Nueva
York, que ha arrastrado, entre otras, a la de Madrid).
Las condiciones del Tratado de Maastrich son,
además, una coartada para aplicar durisimas medidas de austeridad, para
desmontar el Estado de bienestar, disciplinar a la población asalariada,
debilitar las estructuras de protección de los más débiles y fortalecer las de
los más fuertes. Maastrich no es Europa, sino la muerte de lo que Europa, como
una sociedad más equilibrada, representaba. Sus postulantes tienen sus razones
-poderosas-, pero no la razón. Los cuerdos somos nosotros, los que nos oponemos
a la locura de unificar un continente a fecha fija y teniendo como meta facilitar
la circulación y acumulación de capital.Motivos de actualidad, mayo de 1996
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