jueves, 11 de septiembre de 2014

To be or not to be, Catalonia.



Good morning, Spain, que es different
Hoy, día de la fiesta nacional de Cataluña, la Diada, convocados por las instituciones autonómicas, autoridades políticas y por multitud de asociaciones cívicas, religiosas y culturales, saldrán a la calle los catalanes partidarios del derecho a decidir, que seguramente serán muchos.
Gran asunto, decidir, que, el gran Shakespeare supo abordar en el monólogo del príncipe Hamlet, y el vitriólico Lubitsch utilizó en una de sus comedias.
Ahí es nada reclamar el derecho a decidir, presentado como un derecho elemental tras una pregunta simple -¿hay algo más democrático que decidir?-, con la intención de obtener una respuesta categórica e igual de simple. Pero el tema no admite respuestas simples, porque alude a un problema muy complejo casi tan antiguo como la humanidad, y que, al menos desde el Renacimiento, pero sobre todo desde la Ilustración, ha formado parte, en Occidente, de continuos debates filosóficos y culturales, de las luchas políticas y religiosas, de la configuración de las sociedades, y, naturalmente, de las guerras.
Este asunto no es otro que la autonomía del sujeto; la autonomía de las personas, la emergencia del ciudadano moderno frente al súbdito medieval; la reclamación de la libertad de los individuos respecto a todo aquello, que, como producto del hacer humano, les rodea y les encierra, como son los lazos de parentesco, las instituciones políticas, sociales y religiosas, las estructuras políticas y jurídicas o el marco económico, dentro de los cuales transcurren sus vidas, además, claro está, del clima y el entorno geográfico. Todos ellos semejan jaulas, que encierran a las personas de manera abierta o sutil, jaulas de oro o de hierro, amables o tiránicas, de cariño o de odio, ostentosas o invisibles, pero jaulas; jaulas sucesivas, jaulas superpuestas, en cuyo interior los individuos viven y se esfuerzan por decidir dentro de ciertos límites, y tratando, unos, de forzarlos para aumentar su autonomía, y otros, de resistir ese empuje, porque merma la suya. Viejo problema el de combinar las ansias de libertad de muchos y evitar que choquen, que nos lleva al de hallar un orden social, que o bien fomente su ejercicio o bien lo restrinja.
Es viejo, viejísimo, el problema de la libertad para decidir respecto a los poderes del cielo y de la tierra; religiosos y civiles, políticos y económicos, sean sutiles o brutales. Es una tensión constante, porque no es un derecho que se adquiera para poder decidir mágicamente de una vez y para siempre, pues decidimos cada día (si podemos) en casa, en el trabajo, en el mercado, en los estudios, en las aficiones, en la calle; decidimos sobre multitud de asuntos, en distintos ámbitos y de distinta entidad, por lo que hace a los aspectos más inmediatos de la vida, pero percibimos también otros asuntos sobre los que nos gustaría decidir, como son el modelo económico y el tipo de mercado, el régimen laboral y salarial, el régimen político y el sistema de representación, el sistema de partidos, la organización del poder judicial, el sistema educativo, el modelo sanitario o la organización territorial, sobre los cuales tenemos poco ascendiente y que con sus decisiones condicionan la vida cotidiana, que depende mucho más de esos marcos, de esas jaulas, que de nuestra propias decisiones.
Nos gustaría decidir sobre todo o sobre casi todo, pero en particular sobre aquellos asuntos que nos afectan más de cerca y sobre los que, por su importancia, precisamos soluciones que consideramos más urgentes.
CiU y las fuerzas políticas independentistas han decidido -lo decidieron hace tiempo- que ahora el problema más importante de Cataluña es su situación en España, y apelan a los ciudadanos para que les secunden en reclamar el derecho a decidir de manera urgente sobre su permanencia o su constitución en un país independiente. Han hecho creer que una sola decisión, presentada de forma bipolar -sí o no-, resolverá muchos de los problemas que hoy tiene la sociedad catalana, que son semejantes a los de la española y la europea.
Una decisión de este calado hubiera requerido otra actitud por parte de quienes dirigen el “proceso”, actitud que no ha sido honesta ni leal con los ciudadanos de Cataluña y aún menos con los de fuera, presentados con frecuencia como enemigos de Cataluña, pues si se trata de reclamar el derecho a decidir, lo más coherente con esa intención hubiera sido reconocer a los ciudadanos catalanes el derecho a conocer, para decidir después de modo racional y responsable. Es decir, decidir con libertad, con la máxima libertad posible, no con una libertad que puede encerrar otra forma de cautiverio, una libertad condicionada por la ignorancia, la falta de información o los prejuicios. Decidir de modo racional, responsable y democrático exige disponer de información suficiente, contraste de pareceres con otras opciones, debate continuo e igualdad de oportunidades para hacerse oír, pero las instituciones catalanas, actuando de modo unilateral, se han volcado en un solo sentido y han intentado sepultar con bastante éxito las opiniones discrepantes, mediante una descalificación continua.
El victimismo, la propaganda, la agitación permanente y el falseamiento de la historia pasada y reciente de Cataluña, de España y Europa, han reemplazado a la información y al debate multilateral, y la presentación de las ventajas de la independencia, en particular la recuperación de la cifra de la balanza fiscal, que equivale a la cuantía del (presunto) robo de España, ha ocultado los efectos negativos que seguramente arrostraría la decisión de separarse.     
Por parte de CiU no se han dado la honestidad, la sinceridad, la lealtad y la transparencia necesarias, que, en un proceso realmente democrático, serían exigibles para proponer una consulta que puede conducir a una secesión, sino todo lo contrario. Pregonan la libertad para decidir el futuro de una nación, pero actúan como el flautista de Hamelín.
Y ya hablaremos de “Madrid”.

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