Good morning, Spain, que es different
Hoy,
día de la fiesta nacional de Cataluña, la Diada, convocados por las
instituciones autonómicas, autoridades políticas y por multitud de asociaciones
cívicas, religiosas y culturales, saldrán a la calle los catalanes partidarios
del derecho a decidir, que seguramente serán muchos.
Gran
asunto, decidir, que, el gran Shakespeare supo abordar en el monólogo del
príncipe Hamlet, y el vitriólico Lubitsch utilizó en una de sus comedias.
Ahí
es nada reclamar el derecho a decidir, presentado como un derecho elemental
tras una pregunta simple -¿hay algo más democrático que decidir?-, con la
intención de obtener una respuesta categórica e igual de simple. Pero el tema
no admite respuestas simples, porque alude a un problema muy complejo casi tan
antiguo como la humanidad, y que, al menos desde el Renacimiento, pero sobre
todo desde la Ilustración, ha formado parte, en Occidente, de continuos debates
filosóficos y culturales, de las luchas políticas y religiosas, de la
configuración de las sociedades, y, naturalmente, de las guerras.
Este
asunto no es otro que la autonomía del sujeto; la autonomía de las personas, la
emergencia del ciudadano moderno frente al súbdito medieval; la reclamación de
la libertad de los individuos respecto a todo aquello, que, como producto del
hacer humano, les rodea y les encierra, como son los lazos de parentesco, las
instituciones políticas, sociales y religiosas, las estructuras políticas y
jurídicas o el marco económico, dentro de los cuales transcurren sus vidas,
además, claro está, del clima y el entorno geográfico. Todos ellos semejan jaulas,
que encierran a las personas de manera abierta o sutil, jaulas de oro o de
hierro, amables o tiránicas, de cariño o de odio, ostentosas o invisibles, pero
jaulas; jaulas sucesivas, jaulas superpuestas, en cuyo interior los individuos viven
y se esfuerzan por decidir dentro de ciertos límites, y tratando, unos, de
forzarlos para aumentar su autonomía, y otros, de resistir ese empuje, porque
merma la suya. Viejo problema el de combinar las ansias de libertad de muchos y
evitar que choquen, que nos lleva al de hallar un orden social, que o bien
fomente su ejercicio o bien lo restrinja.
Es
viejo, viejísimo, el problema de la libertad para decidir respecto a los
poderes del cielo y de la tierra; religiosos y civiles, políticos y económicos,
sean sutiles o brutales. Es una tensión constante, porque no es un derecho que
se adquiera para poder decidir mágicamente de una vez y para siempre, pues
decidimos cada día (si podemos) en casa, en el trabajo, en el mercado, en los
estudios, en las aficiones, en la calle; decidimos sobre multitud de asuntos, en
distintos ámbitos y de distinta entidad, por lo que hace a los aspectos más
inmediatos de la vida, pero percibimos también otros asuntos sobre los que nos
gustaría decidir, como son el modelo económico y el tipo de mercado, el régimen
laboral y salarial, el régimen político y el sistema de representación, el
sistema de partidos, la organización del poder judicial, el sistema educativo,
el modelo sanitario o la organización territorial, sobre los cuales tenemos
poco ascendiente y que con sus decisiones condicionan la vida cotidiana, que
depende mucho más de esos marcos, de esas jaulas, que de nuestra propias decisiones.
Nos
gustaría decidir sobre todo o sobre casi todo, pero en particular sobre
aquellos asuntos que nos afectan más de cerca y sobre los que, por su
importancia, precisamos soluciones que consideramos más urgentes.
CiU
y las fuerzas políticas independentistas han decidido -lo decidieron hace
tiempo- que ahora el problema más importante de Cataluña es su situación en
España, y apelan a los ciudadanos para que les secunden en reclamar el derecho
a decidir de manera urgente sobre su permanencia o su constitución en un país
independiente. Han hecho creer que una sola decisión, presentada de forma
bipolar -sí o no-, resolverá muchos de los problemas que hoy tiene la sociedad
catalana, que son semejantes a los de la española y la europea.
Una
decisión de este calado hubiera requerido otra actitud por parte de quienes dirigen
el “proceso”, actitud que no ha sido honesta ni leal con los ciudadanos de
Cataluña y aún menos con los de fuera, presentados con frecuencia como enemigos
de Cataluña, pues si se trata de reclamar el derecho a decidir, lo más
coherente con esa intención hubiera sido reconocer a los ciudadanos catalanes
el derecho a conocer, para decidir después de modo racional y responsable. Es
decir, decidir con libertad, con la máxima libertad posible, no con una
libertad que puede encerrar otra forma de cautiverio, una libertad condicionada
por la ignorancia, la falta de información o los prejuicios. Decidir de modo
racional, responsable y democrático exige disponer de información suficiente,
contraste de pareceres con otras opciones, debate continuo e igualdad de
oportunidades para hacerse oír, pero las instituciones catalanas, actuando de
modo unilateral, se han volcado en un solo sentido y han intentado sepultar con
bastante éxito las opiniones discrepantes, mediante una descalificación
continua.
El
victimismo, la propaganda, la agitación permanente y el falseamiento de la
historia pasada y reciente de Cataluña, de España y Europa, han reemplazado a
la información y al debate multilateral, y la presentación de las ventajas de
la independencia, en particular la recuperación de la cifra de la balanza
fiscal, que equivale a la cuantía del (presunto) robo de España, ha ocultado los efectos negativos que seguramente
arrostraría la decisión de separarse.
Por
parte de CiU no se han dado la honestidad, la sinceridad, la lealtad y la
transparencia necesarias, que, en un proceso realmente democrático, serían
exigibles para proponer una consulta que puede conducir a una secesión, sino
todo lo contrario. Pregonan la libertad para decidir el futuro de una nación,
pero actúan como el flautista de Hamelín.
Y ya hablaremos de “Madrid”.
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