domingo, 21 de septiembre de 2014

Bus Stop



Good morning, Spain, que es different
Cuando a esta derecha beata, inculta y paleta se le ocurre hacer cosas modernas es para echarse a temblar.
A algún preboste, prebosta o prebostesa del Ayuntamiento de Madrid se le ha ocurrido la idea de cambiar las marquesinas de las paradas de autobuses, seguramente con la aviesa intención de presentarlas como un logro del cercano fin de reinado de Ana Botella, tan parco en aciertos como pródigo en desatinos.
Cualquier persona que no pertenezca al censo de las llamadas personas “normales” que votan al Partido Popular, es decir sensata, preguntará que si no hay dinero en las arcas municipales para barrer la ciudad, cuidar los jardines, arreglar las calzadas y las aceras o mantener servicios sin privatizarlos, entre otras mil carencias más urgentes de atender, cómo es que lo hay para comprar un mobiliario que reemplaza al que ahora está en buen uso. Cualquier persona sensata pensará y sospechará que aquí hay gato encerrado o, mejor dicho, amigo, pariente -”cherchez le cuñado”- o gurtelano encerrado, porque la operación en sí carece de sentido desde el punto de vista del servicio público, aunque puede haber llenado algún bolsillo privado.
Las marquesinas digamos “viejas”, no eran bonitas -marrones, de hierro y cristal- pero cumplían su función de proteger de la intemperie a los usuarios de las líneas de autobuses. En algunas zonas y no hace mucho tiempo ya habían sido sustituidas por un simple poste señalando los números y los itinerarios de las líneas, pero dejando a los usuarios al raso. 
Las nuevas marquesinas son similares en diseño a las anteriores, aunque más modernas, más estéticas y seguramente más caras, pero no cumplen las mismas funciones. En primer lugar porque tienen el techo traslúcido, que es más bonito pero deja pasar los rayos de sol, con lo cual en el tórrido verano madrileño la protección de la gente es menor; es la marquesina microondas, que recalienta al usuario. Y en segundo lugar, porque el asiento está dividido por una abultada protuberancia que permite sentarse pero no tumbarse, con lo cual es una marquesina diseñada por algún alma benemérita que odia a los mendigos y a las gentes sin techo, que no cesan de aumentar porque el propio Ayuntamiento aplica a rajatabla la ley de desahucios.  
En las viejas, viejísimas catedrales, se puede observar que los asientos del coro, que son abatibles, cuando están alzados tienen un pequeño resalte para que los monjes, entre la lectura de salmos y las estrofas de gregoriano, puedan apoyar las posaderas sin estar sentados y aliviar el peso del cuerpo erguido durante los largos oficios litúrgicos. Es la “misercordia”.
Cristiana misericordia es lo que falta en las nuevas marquesinas, en los bancos públicos que tienen en medio un apoya-brazos con idéntico y antihumano propósito, y en las plazas públicas sin bancos ni poyos para sentarse. Madrid es cada día que pasa una ciudad más dura, y más sucia; una urbe inmisericorde.
Cualquiera dudaría de que esté gobernada por una derecha confesional, que defiende una interpretación intransigente del credo católico.

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