miércoles, 14 de noviembre de 2018

El palacio de las pipas


La personalidad y el atractivo de los artistas -ellas y ellos-, el ingenio de los guionistas, la habilidad de los camarógrafos, el trabajo de escenógrafos, la labor del director, el dinero de los productores y el esfuerzo de todos aquellos que intervienen en la realización de una película servirían de poco si no existiera una extensa red de distribución que enlazara los estudios de producción con las pantallas y los públicos. En otras palabras, y aunque la forma de exhibición haya cambiado, la poderosa industria del cine ha necesitado durante décadas de las modestas salas de cine de barrio y de pueblo, para poder mostrar sus prodigios.
Hace años, estas salas, grandes y con pantallas grandes, eran un refugio cómodo y barato donde, comiendo pipas o merendando, chicos y mayores, pero sobre todo chicos de edad y tamaño -chicos y chicas- podíamos pasar la tarde viendo películas de indios, de piratas, de romanos, de policías y ladrones, de guerra o de amor, cuando no había otros muchos lugares a donde ir. 
En el mar de la mediocridad y carencias cotidianas de aquella España en blanco y negro, como el NO-DO y no pocas películas, las salas de cine eran una temporal isla encantada en la que por un rato podíamos visitar coloreadas tierras exóticas, asistir a las más insólitas situaciones en lugares que nunca visitaríamos y ser ocasionales compañeros de aventuras de unos personajes que nunca tendríamos como amigos.
El cine de barrio o de pueblo era el escondite de los que, cartera o carpeta en mano, habían decidido, por su cuenta y riesgo, sustituir el pupitre del colegio o del instituto por un sillón de entresuelo y cambiar a Pitágoras por Gary Cooper o a los reyes godos por los apaches de Cochise. El cine se convertía entonces en guarida de novilleros, sede oficial de la secta de devoradores de pipas del barrio y cuartel general de toda una chavalería que, por tres o cuatro pelas, podía pasar caliente la tarde del sábado o del domingo viendo un ameno programa doble.
El cine de barrio era también asilo de enamorados con pocos medios, el cómplice agujero negro donde las parejas podían ensayar los primeros juegos amorosos en la llamada "fila de los mancos". Posturas incómodas, dolor de cuello y la cara encendida de rubor cuando se encendían las luces eran los tributos que tenían que pagar aquellos (y aquellas) que se entregaban a un rato de expansión pasional en las acogedoras sombras de la sala. 
Ya en el descanso, cuando se encendía las luces, se anunciaba el bar -en el entresuelo- y los vendedores voceaban su mercancía -patatas fritas, chocolatinas, toooofes y carameloooos- ,había que tratar de disimular, en un esfuerzo inútil por recobrar la compostura, porque todo el mundo conocía la sospechosa actividad a la que se entregaban los afortunados residentes de la última fila.  
Desde la modesta localidad de un cine de barrio o de pueblo hemos podido asistir a ruidosos tiroteos y a las más cruentas batallas protegidos sólo por una butaca, escondernos de un monstruo horripilante detrás de la espalda del espectador de delante o asistir a los más espantosos crímenes sobrecogidos de terror mientras, inquietos, mirábamos de reojo al vecino de butaca, temiendo hallarnos a la vera de un marciano verde, de un maníaco o de un vampiro de dientes largos, cuando a lo mejor sólo era un inocente espía que surgió del frío, pasando un rato de ocio.
Gracias al cine, y cómodamente sentados, hemos podido contemplar una amplia muestra de comportamientos humanos, emociones y sentimientos (a veces inhumanos), que iban desde los más abnegados sacrificios, que corrían por cuenta de los protagonistas, a las prestaciones mejor remuneradas, desde los más nobles actos de generosidad o de heroísmo hasta las más bajas vilezas, ejecutadas por pertinaces canallas; desde los acuerdos más desinteresados a los más infames contratos, representados por protagonistas muy diversos. En ocasiones eran alocados y guapos jóvenes de ambos sexos que vivían sus primeras aventuras, en otras, galanes maduros y sensuales mujeres vivían tormentosas historias de amor, en unas terceras, unos héroes generosos e incansables se enfrentaban a los antagonistas más innobles, encarnados por geniales artistas, adornados con las más repugnantes cualidades para hacer bien creíble su infame papel.
Todas las flaquezas humanas contenidas no sólo en los siete pecados capitales -siete, pero mortales-, sino más (soberbia, ambición, avaricia, lujuria, celos, envidia, venganza, egoísmo, desprecio, traición, corrupción) han desfilado ante nuestros atónitos ojos en una pantalla de cine y todas las proezas de seres portentosos han tomado cuerpo (nunca mejor dicho) en los privilegiados (y bien remunerados) mortales que han tenido la dicha de poder vivir y hacernos vivir existencias muy diferentes, pero siempre excitantes.
El escritor ruso Elías Erehnburg llamó a Hollywood la fábrica de sueños y no le faltaba razón, porque de aquellos estudios (y de otros parecidos) han salido todos los ambientes posibles -desde el lujo asiático hasta el realismo más cutre-, todos los escenarios imaginables, todas las fantasías y todas las historias concebibles y aún las inconcebibles, que nosotros -gente pequeña y asombrada-, con harta frecuencia, habíamos creído a pies juntillas, olvidando un consejo que hace ya muchos años nos diera el guasón pirata Ballow (Burt Lancaster), encaramado en el velamen de su barco, en un avance de promoción de El temible burlón: "Dad crédito solamente a la mitad de lo que veáis". 
Y tenía razón, pero aquella mitad valía un portento.

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