domingo, 30 de septiembre de 2018

Terremoto (2)

Ayer, en un comentario a un post de mi "primo" Luis, largué un apresurado discursete, que ahora pretendo explicar mejor. No sé si lo he conseguido. Ahí va.
El relevo en la Moncloa se produjo a destiempo, lejos del optimismo popular que habían suscitado las elecciones de diciembre de 2015 y la ilusión de lograr un cambio de gobierno en 2016, como culminación de las protestas sociales contra los efectos de la crisis financiera y las medidas de austeridad dictadas por la “troika”, aplicadas por el gabinete de Rajoy (y algunas, antes por Zapatero).
Como en otras ocasiones y confirmando la separación entre la España real, activa, exigente y necesitada de cambios, y la morosa España oficial, reacia a ellos, se constató el divorcio entre la lentitud de las instituciones para renovarse y abordar reformas en profundidad y las exigencias de la parte más consciente y dinámica de la sociedad, acuciada por la crisis y el deterioro democrático, que, entre otros efectos, afectaba al régimen de partidos, en particular al bipartidismo establecido por PSOE y el PP.
La llamada “desafección ciudadana”, registrada años antes, y la crisis económica agravada por las medidas de austeridad han provocado en España y en Europa un movimiento telúrico del cual todavía no hemos salido. La brutal recomposición social llevada a cabo en los últimos diez años ha removido el espectro político y afectado al sistema de partidos y a la correlación de fuerzas.
Frente a la burocratización de los partidos tradicionales, desde los movimientos sociales se ha querido mejorar la representación política para hacerla más directa, democrática y sensible a las necesidades populares, pero hasta ahora el intento de vincular de forma orgánica partidos políticos y movimientos sociales no ha hallado una solución satisfactoria, como revela la orla de grupos políticos en torno a Podemos, que ofrece la imagen de un magma en permanente ebullición. Así, pues, no sólo persiste el bipartidismo, aunque debilitado, sino que ha emergido un bipartidismo subalterno que coexiste con el primero y aspira a reemplazarlo. Está formado por Podemos y la inestable y condicional cohorte que le rodea y por Ciudadanos, un producto “centrista” de laboratorio, que evoluciona como recambio del PP.
La dificultad que comporta esa recomposición de las fuerzas políticas se debe también al doble efecto que ha tenido la recesión económica como crisis social y como crisis territorial, donde la polaridad entre clases sociales se ha mezclado con la polaridad entre territorios; si la polaridad social expresa la diferencia de rentas, oportunidades, nivel y calidad de vida entre las clases ricas y las clases no ricas y en particular las pobres (la crisis ha aumentado el número de millonarios y el de pobres y excluidos); la polaridad territorial aparece por las diferencias entre regiones ricas y regiones pobres, y el intento de las primeras de desentenderse de la suerte de las segundas. En ambos casos persiste la pugna política por el modo de repartir el excedente social: acentuando la brecha entre clases sociales y entre territorios, según el propósito de la derecha neoliberal, al primar a los grupos sociales y a las zonas más prósperas, con el consiguiente aumento de la desigualdad, o paliando la brecha entre regiones y grupos y clases sociales con medidas de reparto compensatorio -discriminación positiva- y solidaridad, que debería ser la opción de la izquierda.
Todo esto, junto con las indecisiones, los errores, la prisa o la falta de experiencia de las nuevas izquierdas y el recelo y la debilidad ideológica de las viejas, explica que la ilusión y el impulso social de los primeros años de la crisis se haya ido apagando y que el relevo en el gobierno haya llegado cuando la atonía y el desencanto han prendido en la ciudadanía.
Debilitado el impulso social, el cambio de gobierno estuvo lejos de ser una conquista social surgida de las urnas y quedó como resultado de un complejo acuerdo entre partidos con representación parlamentaria con el objetivo loable de sacar del Gobierno, mediante un instrumento legal, a un partido anegado por los casos de corrupción.
Aun así, la moción de censura fue necesaria, no sólo por decencia democrática, sino porque abría la oportunidad de acabar con una etapa aciaga, marcada por el retroceso en conquistas laborales, sociales y derechos civiles, como resultado de la lucha de clases impulsada por el Gobierno de Rajoy con la implacable decisión de doblegar la resistencia social y sentar las condiciones adecuadas para facilitar, por mucho tiempo, la hegemonía del gran capital.

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