El otro día me quedé dormido leyendo a Marx. ¡A
Marx! A Carlos Marx, claro, no al autor de “Memorias de un amante sarnoso”.
Nunca me había sucedido; fue otro aviso del paso del tiempo.
De joven leía -a Carlos, no a Julius-, con
pasión y con mediano aprovechamiento, esa es la verdad, sus escritos más políticos,
sobre todo los que, por su inmediata utilidad para la prisa juvenil, conducían
de manera casi directa a oponerse al (des)orden establecido; es decir, a
meterse en camisas de once varas, según advertencia de mi señor padre, porque,
entonces, los actos contrarios a los principios fundamentales de la dictadura franquista
eran considerados ilegales y estaban severamente castigados.
Desentrañar sus textos filosóficos -de Carlos,
no de Julius, que también tenía los suyos, basados en principios cambiantes- me
costaba más esfuerzo. En primer lugar, por la maldita terminología hegeliana,
con la que tonteaba cuando era un joven demócrata radical, mientras ajustaba
cuentas ideológicas y filosóficas con quienes habían sido sus maestros y
condiscípulos e iniciaba un camino que le apartaría de una cátedra respetable y
le convertiría en el comunista exiliado que sobrevivía, como un paupérrimo
burgués, en el Londres victoriano.
En segundo lugar, por mi escaso conocimiento filosófico,
proporcionado por anárquicas lecturas, de aquí y allá, en un contexto
extremadamente confuso, como era entonces, a finales de los años sesenta, el
que había, no al nivel del “establishment” académico o intelectual, que no sé
si era mejor o más claro, a tenor de lo que escriben José Luis Abellán y Elías Díaz[1], sino a escala pequeña, en
los círculos de la gente joven, ideológica y tempranamente inquieta y
políticamente activa, a donde llegaban, a través de algunas revistas y de libros
proporcionados por libreros de confianza, los ecos de las controversias que,
más allá de nuestras fronteras, tenían lugar entre estructuralistas, humanistas
y existencialistas, entre cristianos y marxistas, entre los propios marxistas y,
con más encono aún, entre las tendencias de las nuevas izquierdas.
Tampoco estaban exentas de tensiones las filas
de los católicos a consecuencia de la renovación dogmática y litúrgica
emprendida por Juan XXIII, en el Concilio Vaticano II -una pedrada para la
Curia española, según el cardenal Tarancón-, cuyas interpretaciones más
extremas llevarían al diálogo y a la colaboración de los cristianos progresistas
con izquierdistas e incluso con comunistas, apuntando ya lo que luego sería la
teología de la liberación.
El antimperialismo, el tercermundismo, la desestalinización,
la coexistencia pacífica o el “aggiornamento” eran términos en boga, resultado del
complicado panorama mundial de los años sesenta, marcado, entre otros sucesos,
por la guerra fría y la carrera espacial entre la URSS y EE.UU., la guerra de Vietnam, la crisis
de Cuba, las guerrillas de América Latina y la descolonización de África. Todo
eso revuelto, hechos e ideas, acontecimientos y explicaciones, llegaba a España
a la vez, en tropel, facilitado por la tímida e incierta apertura del Régimen
en el campo de la prensa, pero falto de las referencias políticas y temporales
proporcionadas por la libertad de opinión e información, que en Estados Unidos
o en Europa, en Italia o Francia, facilitaba el encaje de estos sucesos en una
trayectoria que arrancaba del final de la postguerra mundial y proporcionaba
una experiencia de la que, en España, sometidos a la ortodoxia del Régimen, carecíamos,
de manera que era mucho más difícil orientarse en aquel galimatías, en el que
cada suceso tenía su propia lógica y cada escuela su propia jerga.
En esta coyuntura, los textos políticos de Marx
y Engels, leídos desde una perspectiva optimista -la historia está del lado de
los oprimidos- ayudaban a “tomar conciencia”, que era la estereotipada fórmula
que separaba a los iniciados en una teoría que afirmaba poseer el secreto de la
evolución de las sociedades, de quienes, en términos de la época, permanecían -pobrecillos-
alienados por la ideología burguesa.
Aquellos años pasaron y con ellos envejecieron bastantes
ideas que fueron pujantes o, al menos, algunas de las más extremadas; el
marxismo tampoco salió indemne de la cura del tiempo (y del esfuerzo de sus
adversarios por acabar con él).
Empero, leído con otros ojos y desprovisto de
su pretensión profética y de alzarse como la única explicación cabal del
capitalismo, el legado de Marx sigue siendo un elemento necesario -no el único,
pero sí necesario- para entender la deriva del alocado e injusto mundo en el
que vivimos. Por eso, de vez en cuando, echo mano de los textos del viejo león
de Tréveris, convertido ya en un clásico, y el otro día, en los “Manuscritos de
economía y filosofía”, buscaba sus reflexiones sobre la humanidad como un
producto de sí misma, pero, tras la lectura de la magnífica introducción de Francisco
Rubio Llorente, en la edición de Alianza, me debí quedar dormido en las
endiabladas páginas sobre el ser genérico, del primer manuscrito.
Eso me ocurre con frecuencia con otros autores,
pero, hasta ahora, no con Marx, al que he sobrepasado en años de vida, aunque
no en saber; he llegado a ser más viejo que él y nada más.
Hoy me cae encima otro año, que junto a los
setenta y dos precedentes suman demasiados para mi edad.
[1] J.L. Abellán (1996): Historia del pensamiento español,
Madrid, Espasa Calpe; E. Díaz (1974): Pensamiento
español 1939-1973, Madrid, Cuadernos para el diálogo.
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