Crónica serrana:
Para espanto de algunos amigos, el domingo pasado
me planté, con un par…., en el Valle de los Caídos. Era un día luminoso y con
buena temperatura, que invitaba a acercarse a la sierra, a tomar el sol casi otoñal
y respirar aire limpio.
Ya había estado antes en Cuelgamuros
(“Cuelgaduros”, decían los bromistas), de adolescente con el “cole” y de adulto
con colegas, profesores extranjeros que se quedaban con la boca abierta al ver aquel
obrón y conocer lo que significaba, y no es para menos. Así, que, a pesar de
las reticencias de mi santa esposa, que al final accedió a acompañarnos, llevé
a mis hijas a verlo.
No tengo ninguna simpatía por Franco ni por su
régimen, pero el Valle de los Caídos, además de un excesivo mausoleo que indica
la adoración del dictador hacia sí mismo
y el deseo de pasar si no a la eternidad, por lo menos, a la historia, es una dramática
metáfora de este país, que revela una parte no precisamente buena de nuestro
pasado, y todavía de nuestro presente. Y pensé que mis hijas lo debían conocer.
Recordaba, de otras veces, la enorme,
omnipresente, cruz de 150 metros de altura en la cima del risco de la Nava, signo
del poder de la Iglesia, presidiendo todo el valle y debajo, en el frontispicio,
encima del pórtico, la escultura de una virgen, y sobre todo madre, cubierta la
cabeza y sosteniendo el cuerpo inerte de su hijo, un Cristo de 12 metros de
largo; una “Piedad” de piedra gris, obra de Juan de Ávalos, de la misma factura
que las colosales esculturas de los cuatro evangelistas (18 metros de altura
cada uno), en la base de la cruz, y un poco más arriba, adosadas al fuste, las
virtudes cardinales -prudencia, justicia, fortaleza y templanza-, que mucho
escasearon en aquel régimen tan católico y tan dado a los extremos.
Traspasado el umbral y rebasada la reja y las
hornacinas con los dos ángeles guardianes de bronce, que a izquierda y derecha
parecen custodiar la entrada espada en mano, se accede a la nave central, que sigue
tan débilmente iluminada como antes, con luces que generan alargadas sombras,
que acentúan el ambiente tenebroso y refuerzan el estilo imperial y mortuorio
del recinto.
No obstante, en esta ocasión el ambiente
solemne y recogido, proporcionado por la estructura, la simbología, la
decoración y las mortecinas luces, estaba neutralizado por el constante ir y
venir de la gente.
Se veían algunos nostálgicos por la reverencia
con que se acercaban a las tumbas de Franco y de José Antonio, algunos con
banderas -pocos-, muchos curiosos, gente joven con indumentaria veraniega y
familias con niños. Era difícil aproximarse a las tumbas de José Antonio, la
primera, delante del altar, muy sobrio, y de Franco, detrás, rodeadas por
decenas de personas que pretendían retratarlas o hacerse una foto junto a ellas
-un “selfie” histórico-.
Sobre el altar, se alza la cúpula decorada con
un mosaico de figuras cuyo estilo es reconocible en iglesias construidas en los
años cincuenta. El mosaico tiene como centro la figura bizantina de un
“Pantocrátor”, rodeado de un grupo de santos y mártires españoles, y, en la
parte opuesta, la Asunción de la Virgen, llevada al cielo por unos ángeles
desde la cima de la montaña de Montserrat, por voluntad de su autor, el catalán
Santiago Padrós. Rodean a la Virgen un grupo de civiles, religiosos y militares
caídos en la guerra civil. Todo ello poblado con ángeles de grandes y
puntiagudas alas. A izquierda y derecha del altar hay dos capillas desde las
que se accede a los columbarios.
El monumento fue ideado por Franco para
conmemorar la victoria en la guerra civil y enterrar con honores a quienes
habían muerto combatiendo en el bando de los sublevados, pero en 1957 se
decidió convertirlo en un monumento a todos los caídos y enterrar allí sin
distinción, ni separación física, a los muertos de ambos bandos. Unos 33.000
allí reposan, juntos y revueltos, después de haberse matado en vida.
Una locura, pero algo
hemos avanzado: ahora las dos España entran en liza por un quítame allá esos
“másteres”.
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