jueves, 20 de septiembre de 2018

El valle de lágrimas

Crónica serrana:

Para espanto de algunos amigos, el domingo pasado me planté, con un par…., en el Valle de los Caídos. Era un día luminoso y con buena temperatura, que invitaba a acercarse a la sierra, a tomar el sol casi otoñal y respirar aire limpio.
Ya había estado antes en Cuelgamuros (“Cuelgaduros”, decían los bromistas), de adolescente con el “cole” y de adulto con colegas, profesores extranjeros que se quedaban con la boca abierta al ver aquel obrón y conocer lo que significaba, y no es para menos. Así, que, a pesar de las reticencias de mi santa esposa, que al final accedió a acompañarnos, llevé a mis hijas a verlo.
No tengo ninguna simpatía por Franco ni por su régimen, pero el Valle de los Caídos, además de un excesivo mausoleo que indica la adoración del dictador  hacia sí mismo y el deseo de pasar si no a la eternidad, por lo menos, a la historia, es una dramática metáfora de este país, que revela una parte no precisamente buena de nuestro pasado, y todavía de nuestro presente. Y pensé que mis hijas lo debían conocer.
Recordaba, de otras veces, la enorme, omnipresente, cruz de 150 metros de altura en la cima del risco de la Nava, signo del poder de la Iglesia, presidiendo todo el valle y debajo, en el frontispicio, encima del pórtico, la escultura de una virgen, y sobre todo madre, cubierta la cabeza y sosteniendo el cuerpo inerte de su hijo, un Cristo de 12 metros de largo; una “Piedad” de piedra gris, obra de Juan de Ávalos, de la misma factura que las colosales esculturas de los cuatro evangelistas (18 metros de altura cada uno), en la base de la cruz, y un poco más arriba, adosadas al fuste, las virtudes cardinales -prudencia, justicia, fortaleza y templanza-, que mucho escasearon en aquel régimen tan católico y tan dado a los extremos.   
Traspasado el umbral y rebasada la reja y las hornacinas con los dos ángeles guardianes de bronce, que a izquierda y derecha parecen custodiar la entrada espada en mano, se accede a la nave central, que sigue tan débilmente iluminada como antes, con luces que generan alargadas sombras, que acentúan el ambiente tenebroso y refuerzan el estilo imperial y mortuorio del recinto.
No obstante, en esta ocasión el ambiente solemne y recogido, proporcionado por la estructura, la simbología, la decoración y las mortecinas luces, estaba neutralizado por el constante ir y venir de la gente.
Se veían algunos nostálgicos por la reverencia con que se acercaban a las tumbas de Franco y de José Antonio, algunos con banderas -pocos-, muchos curiosos, gente joven con indumentaria veraniega y familias con niños. Era difícil aproximarse a las tumbas de José Antonio, la primera, delante del altar, muy sobrio, y de Franco, detrás, rodeadas por decenas de personas que pretendían retratarlas o hacerse una foto junto a ellas -un “selfie” histórico-. 
Sobre el altar, se alza la cúpula decorada con un mosaico de figuras cuyo estilo es reconocible en iglesias construidas en los años cincuenta. El mosaico tiene como centro la figura bizantina de un “Pantocrátor”, rodeado de un grupo de santos y mártires españoles, y, en la parte opuesta, la Asunción de la Virgen, llevada al cielo por unos ángeles desde la cima de la montaña de Montserrat, por voluntad de su autor, el catalán Santiago Padrós. Rodean a la Virgen un grupo de civiles, religiosos y militares caídos en la guerra civil. Todo ello poblado con ángeles de grandes y puntiagudas alas. A izquierda y derecha del altar hay dos capillas desde las que se accede a los columbarios.
El monumento fue ideado por Franco para conmemorar la victoria en la guerra civil y enterrar con honores a quienes habían muerto combatiendo en el bando de los sublevados, pero en 1957 se decidió convertirlo en un monumento a todos los caídos y enterrar allí sin distinción, ni separación física, a los muertos de ambos bandos. Unos 33.000 allí reposan, juntos y revueltos, después de haberse matado en vida.
Una locura, pero algo hemos avanzado: ahora las dos España entran en liza por un quítame allá esos “másteres”.

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