No ha sido sólo la diferente tipificación de
los delitos de sedición y rebelión en las leyes alemanas y en las españolas lo
que ha llevado a los desconfiados jueces de Schleswig-Holstein a señalar de
manera precipitada el delito por el que se debe imputar a Puigdemont, pues las discrepancias
con otras instancias jurídicas europeas y las existentes entre juristas españoles
al tratar de calificar penalmente la conducta de los promotores del “Procés” muestran
la dificultad de este objetivo.
Tampoco hay acuerdo entre los políticos no
nacionalistas, desacuerdo que alcanza también a los ciudadanos. Y una de las
razones de esta falta de acuerdo para calificar jurídicamente unas conductas
presuntamente delictivas reside, por un lado, en señalar dónde debe detenerse
el foco de la justicia, y, por otro lado, en la novedad de los hechos que se deben
juzgar.
Puede que el apresurado dictamen de los jueces
germanos y de personas que quitan importancia al suceso por el fracaso obtenido,
se deba a fijarse sólo en el desenlace sin contemplar los antecedentes. Y de
ahí viene el error de juzgar la conducta de los dirigentes nacionalistas sólo
por la responsabilidad contraída al declarar de modo unilateral la
independencia, que es el último acto, y además fallido, del “Procés”; es decir,
juzgar por el objetivo estratégico no alcanzado, sin tener en cuenta la táctica
utilizada para llegar hasta él, del que dicha declaración era sólo la calculada
culminación.
Como indica la palabra con que sus promotores
han bautizado el camino que debía llevarles a fundar otro país, el “Procés” no
es un “succés”; es un largo y complejo proceso, no un suceso.
El “Procés” no es una improvisación ni el
desvarío de unos iluminados, que no faltan, sino un desafío programado en el
tiempo, incubado en silencio y aplicado con paciencia y firmeza, que se aleja
de otros métodos conocidos para alterar el orden constitucional.
No ha sido un pronunciamiento militar, ni un
clásico golpe de Estado perpetrado por el ejército, por fuerzas paramilitares o
por civiles armados, ni un “putsch” organizado en una cervecería, ni una
insurrección armada como la de Barcelona en 1842 o la de Irlanda en 1916 (Easter Rebellion), sino una persistente actitud
de desobediencia del Parlament y del Govern de la Generalitat, para ir burlando
la legalidad, acompañada por un pacífico movimiento ciudadano, aunque no han
faltado episodios violentos.
El “Procés” debe mucho a las unilaterales
proclamas de Maciá, en 1931, y de Companys, en 1934, pero también a la
movilización constante de los vascos, y a la actuación de minorías militantes
en el hostigamiento a los adversarios y en el permanente desafío a la legalidad
vigente. Es un movimiento promovido desde la Generalitat, una institución regional
que representa al Estado, para subvertir el orden constitucional y dotar a esa
misma institución de una nueva legitimidad, directamente emanada de un emergente
sujeto político, que se ha proclamado previamente soberano; algo así como un
autogolpe de la Generalitat, promovido por el propio Govern para seguir
gobernando con otra legitimidad y en otro país recién fundado.
Este intento de fundar
un nuevo país por decisión unilateral de la minoría de ciudadanos de un
territorio, se ha despojado de cualquier elemento dramático y se ha presentado
pública y engañosamente como una sucesión de ocasiones festivas para participar
en familia, algo así como una especie de alegre rebelión para todos los públicos.
Y todo esto es lo que se debe tener en cuenta a la hora de emitir un juicio y
no sólo el fiasco obtenido por los secesionistas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario