Además
de la participación de los catalanes en la Transición y en la reforma de las
estructuras del Estado, hay que tener en cuenta la etapa anterior, que es la
dictadura, en que Cataluña tampoco fue diferente al resto de España.
Los
nacionalistas han ofrecido a las nuevas generaciones una historia falseada, en la que afirman que la guerra civil fue una
guerra de Franco (y de España) contra Cataluña y, que, en consecuencia, los
catalanes, así, en conjunto (como un solo pueblo), han sido antifranquistas, lo
cual es rotundamente falso.
Como
el resto del país, antes de la guerra civil Cataluña ya era una sociedad
escindida por ideologías enfrentadas. Y esa división se mostró en el apoyo de una
parte importante de la burguesía catalana al levantamiento del 18 de julio y al
régimen posterior. En principio, porque parecía un golpe blando que sólo
pretendía restaurar el orden, reprimir a las izquierdas y someter al levantisco
movimiento obrero, como antes habían hecho Martínez Anido y Primo de Rivera,
porque la burguesía catalana, en particular la alta burguesía, siempre ha
contado con la protección del Estado, económica (aranceles y protección del
mercado nacional y colonial) o política (orden público). Es más, la gran
burguesía, muerto Prim y su proyecto, no sólo se sumó a la Restauración
alfonsina, sino que, consciente de su ventaja económica, se propuso influir de
modo determinante en el destino de España, ventaja que algunos de los primeros
nacionalistas no vinculan al campo de la producción y del mercado, sino a la
superior calidad de la raza catalana -aria- frente al resto de españoles -semitas-,
y otros hablan incluso de la vocación imperial de Cataluña para llevar adelante
ese proyecto.
El
franquismo tuvo en Cataluña el respaldo social no sólo de la alta burguesía,
sino de capas conservadoras de clase media, que eran tradicionales, católicas,
antirrepublicanas, antisocialistas y, desde luego, enemigas de los anarquistas.
Conviene recordar la influencia del carlismo, como una reacción antimoderna y
clerical en determinadas comarcas catalanas, al que el franquismo, a través del
Movimiento, también representaba.
En
este aspecto es saludable acudir a la hemeroteca y repasar las colecciones de
diarios como “La Vanguardia”, “El noticiero universal”, “El correo catalán” o
el “Diario de Barcelona”, no ya de los años cuarenta, sino de los años sesenta
y setenta, para ver lo que opinaba la prensa catalana sobre el franquismo, y
prestar atención a los masivos recibimientos populares que Franco recibía cuando
visitaba Cataluña. Ejercicio necesario para entender el arraigo del franquismo
y explicar de dónde salían los políticos que nutrían las instituciones del
Estado en Cataluña, los cargos públicos en instituciones regionales, sindicales,
deportivas, en gobiernos civiles, diputaciones o alcaldes y concejales de los
950 municipios, que no eran “colonos” o “invasores madrileños”, colocados a
dedo desde el Palacio del Pardo, sino cargos públicos ocupados por catalanes
del Régimen.
Los
nacionalistas aluden a la represión franquista, que es innegable, pero en
Cataluña fue menor que en otras zonas, como Extremadura o Andalucía, y, también
con razón, aluden a la opresión política y cultural.
El
Régimen persiguió determinadas ideas sin distinción de regiones; lo hizo por
igual en todas partes y trató de imponer las que consideró necesarias -“cultura
nacional” y “espíritu nacional”- para lograr un país con orden y disciplina, y unido,
pero la unidad entendida como unanimidad y uniformidad, en ideas, lenguas,
creencias religiosas y conductas. Pero no tuvo una política especial contra
Cataluña, ni tampoco contra el País Vasco, pues los prebostes del Régimen eran
muy conscientes de los apoyos que tenían entre sus clases altas y lo tuvieron
en cuenta para beneficiarlas. El régimen franquista no era anticatalán, sino
contrario al separatismo, que no es lo mismo, pero a la vez, consciente de que
existía un separatismo latente, procuró ofrecer a Cataluña un trato preferente,
que tuvo su resultado en el desarrollo económico regional y en la elevada repercusión
en el PIB nacional.
Para
concluir, permíteme Jordi que añada una breve nota. El franquismo aportó un
tipo de conducta, muy extendido socialmente, que se podría llamar cultura de
supervivencia o de adaptación al marco político de la dictadura, pues conservó
y multiplicó comportamientos políticos y económicos que venían de la etapa de
la Restauración y que ya fueron señalados por los regeneracionistas.
Para
sortear la acrisolada desconfianza de la dictadura respecto a iniciativas
ciudadanas que no procedieran del mismo régimen, los complejos protocolos de
una administración del Estado poco eficiente y excesivamente centralista, la
falta de cauces para expresar quejas, críticas y sugerencias, y para burlar los
entresijos de la pesada burocracia, los ciudadanos se veían obligados a buscar
toda clase atajos y pedir favores que les permitieran sortear o abreviar el calvario
de rellenar instancias, formularios y aportar declaraciones juradas,
certificados y pólizas de 3 pesetas, que debían acompañar cualquier solicitud
en un organismo oficial y perder horas de valioso tiempo en hacer cola ante un
laberinto de ventanillas ministeriales.
Esta
situación generó una “subcultura” de solicitar un trato preferente para lograr
un propósito; de pedir favores, recomendaciones, de buscar “enchufes”, acudir a
un amigo, a un cuñado, a algún enterado de los secretos para conseguir las
cosas sorteando los angostos cauces legales. Y lo mismo ocurría en el campo
económico y empresarial. Subcultura que no desapareció con la dictadura, sino
que se perfeccionó con la multiplicación de cargos y la proliferación de
niveles administrativos del Estado autonómico y que dio su floración de malas
prácticas, irregularidades y casos de corrupción ya conocidos.
Todo
esto forma una subcultura nacional, que tiene su expresión de los casos de
corrupción, los sobornos de políticos, la privatización de bienes del Estado, la
adjudicación de obras y servicios públicos sin concurso, etc, que han provocado
el abismo entre la España real y la España oficial, el aislamiento de la clase
política y la desafección ciudadana respecto a las instituciones. Y a estas
malas prácticas, no han escapado las instituciones catalanas, ni sus
gobernantes ni sus empresarios.
Continuará.
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