Vamos a hablar,
por fin, de democracia. Arguyes en tu comentario: “Es tan simple como esto:
queremos votar en un referéndum, si no somos mayoría pues se acaba y punto y
final, y si sale que sí, se acepta la mayoría como en cualquier
democracia”.
Claro, visto así,
es simple: se convoca un referéndum, se vota, la mayoría gana, el resto lo
acepta y la vida sigue, no digo que igual, pero casi igual, pues, tras la mágica
“desconexión”, pensada por Artur Mas, Cataluña ya es otro país, que, en
apariencia, sólo ha sufrido un cambio en la cúspide del poder político. Pero
sobre esto último volveré más tarde.
A lo largo del “Procés”,
desde la Generalitat, no sólo desde CiU, ERC o la CUP, sino desde la
Generalitat, se ha llevado a la ciudadanía una idea muy simple (y falsa) de la
democracia, recogida en consignas como “Sólo queremos votar”, “President, ponga
las urnas”, “Votar es democracia”, etc, etc, dando a entender que quien no las
compartía no era demócrata, y marcando una diferencia, otra más, entre
Cataluña, donde se pedía democracia, y Madrid o España, que la negaba, lo cual
enlazaba con el tono general de la propaganda nacionalista que opone dos
sociedades imposibles de conciliar: Cataluña quiere una república democrática,
pero se lo impide una España monárquica y franquista (recuerdo que el resultado
del refrendo se interpretó por los “indepes” como la derrota de la monarquía
del artículo 155).
Hay que
reconocer, que, efectivamente, es una regla de la democracia que la mayoría gane;
es así de simple, pero antes hay factores que complican las cosas, y el primero
es el acuerdo sobre el objetivo, pues no basta que una mayoría gane para que
exista una consulta democrática si no se comparte el objetivo. Imaginemos que, en
España, pudiéramos decidir democráticamente suprimir derechos civiles o privar
del voto a algún grupo social minoritario. Aquí tampoco valdría la regla de la
mayoría para respaldar de forma “democrática” un objetivo que no lo es.
Volviendo al
caso de Cataluña, se trata, en primer lugar, de que el objetivo de separar
Cataluña de España merece, para unos, someterse a una consulta y para otros no
lo merece. Y después viene quién tiene la potestad de convocar un referéndum, si
es que se comparte el objetivo de la consulta, cuáles son las normas que lo han
de regir (plazos, campaña, censo, pregunta, lugares, etc, etc) y cuál es la
finalidad (¿consultar?, ¿decidir?, ¿decidir qué?). Es decir, que entre el deseo
de votar y el resultado de la consulta hay un largo camino que debe ser recorrido
por un acuerdo. Si no es así, el resultado no es democrático, pues la historia
está llena de ejemplos de dictadores que han vencido en refrendos por
abrumadoras mayorías porque los han hecho a su medida.
Y vuelvo a tu
afirmación: “queremos votar en un referéndum, si no somos mayoría pues se acaba
y punto y final”, y digo, claro, pero ¿cuántos son los que quieren votar? Porque
aquí hay algo que, desde el punto de vista democrático, no se entiende bien. Pues,
si ya antes de votar, los que quieren convocar un referéndum saben que no son
mayoría (disponían sólo del 48% de votos válidos y del 35% del censo en las “elecciones
plebiscitarias”) (“Se ha perdido el plebiscito” dijo Baños, de la CUP), ¿merece la
pena hacer el esfuerzo de convocarlo para confirmar la minoría? Desde un punto
de vista racional, ratificar una derrota no merece el coste económico y
político que conlleva un refrendo, pero es que la consulta tenía otro fin, y no
precisamente el de aceptar su resultado, pero eso lo dejo para más adelante.
Además de lo
dicho, que las normas sean acordadas por las partes en litigio, un refrendo democrático
debe cumplir otros dos requisitos: Uno, que los votantes reciban amplia
información, y más en un caso tan trascendente. Dos, que las instituciones
públicas sean neutrales y se pongan al servicio de los litigantes y, sobre
todo, de los ciudadanos, que deben ser tratados de igual modo para que gocen de
los mismos derechos.
El primer
requisito no se cumplió. No sólo se dificultó, en los medios de información
públicos, la opinión de los partidos no independentistas, sino que la propia
Generalitat, que debía ser neutral, no ofreció información veraz, sino que puso
en marcha una intensa campaña de mentiras y tergiversaciones para tratar de
encubrir la endeblez de su proyecto.
Dividir un país
no es cualquier cosa, sino una de las decisiones más graves que debe tomar un
gobierno, y poner a los ciudadanos en la tesitura de tener que decidir sobre
ello no puede ser un acto irresponsable que oculte los riesgos que implica y
magnifique las presuntas ventajas. En este aspecto, la Generalitat y los
partidos independentistas “vendieron” a los ciudadanos una fábula, que no se ha
podido cumplir y que no ha recibido el respaldo internacional prometido. Nadie
ha reconocido a la nueva república catalana. De las consecuencias sociales y
económicas no hablo.
Es posible que
muchos ciudadanos mal informados, o deformados por las elevadas dosis de
propaganda recibidas en los últimos años, hayan creído a pies juntillas lo que
los dirigentes independentistas les han contado, pero estos, como profesionales
de la política y reconocidos viajeros por Europa sabían a lo que se
enfrentaban, y si no lo sabían, podían hacerse una idea de lo que les esperaba al
ver las dificultades que tiene el Reino Unido para abandonar la Unión Europea, a
pesar de que sigue un procedimiento acordado.
Pero antes de llegar a la celebración del
referéndum y a su resultado es preciso recorrer el camino previo y remontarse a
su origen legal, que, también debe ser democrático. Y no lo fue.
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