En
el PSOE, las pérdidas del gobierno central no han sido simples relevos en el
Ejecutivo, sino que han dejado detrás un gran desencanto entre sus votantes y
la gente de izquierda en general.
Si
malo fue el desalojo de González en 1996, no fue mejor el de Zapatero en 2011, que
dejó una gran frustración y el camino expedito al Partido Popular. Veamos.
Obligado,
finalmente, por los devastadores efectos de una crisis económica cuya gravedad
había negado, Zapatero, con un golpe de timón de 180 grados, asumió sin
pestañear el programa de austeridad que desde mayo de 2010 le impusieron la
derecha europea y el FMI, con lo cual facilitaba en la práctica el triunfo
electoral del Partido Popular, que acusó al Presidente del Gobierno de ser el
causante de la crisis financiera y, por tanto, el nefasto gobernante que había
hecho naufragar el milagro económico de Aznar.
En
otoño de 2011, Zapatero, perdiendo apoyos, convocó elecciones generales para el
20 de noviembre.
Un
sondeo del CIS publicado 14 días antes de las elecciones, daba la siguiente
puntuación en la valoración de los líderes políticos: Rosa Díez 4,95; Uxue
Barkos 4,60; Pérez Rubalcaba 4,54; Mariano Rajoy 4,43, Durán i Lleida 4,10;
Paulino Rivero 3,94; Yolanda Barcina 3,91; Oriol Junqueras 3,91; Cayo Lara
3,91; Guillerme Vázquez 3,22; Íñigo Urkullu 3,19; Rodríguez Zapatero 3,05.
Zapatero
se despidió del Gobierno tras haber pactado a toda prisa con el Partido Popular
y Unión del Pueblo Navarro la reforma del artículo 135 de la Constitución, para
estatuir la devolución de la deuda externa como prioritaria obligación del
Estado. Medida que, por imperativo mandato de la troika (el FMI, la Comisión y el Banco Central Europeo), dejó atado
y bien atado para el futuro inmediato el programa de austeridad selectiva,
destinado a empeorar las condiciones de vida y trabajo de los asalariados y de
los estratos medio y bajo de la clase media al reducir drásticamente nuestro
modesto Estado del Bienestar. La reforma de la Constitución fue “la pista de
aterrizaje” para que el Partido Popular llegase al Gobierno y Rajoy pudiera
aplicar con mano de hierro el drástico programa de recortes sociales que había
ocultado en la campaña electoral.
La
modificación, por el mismo procedimiento, de la ley electoral para dificultar
la representación parlamentaria de partidos pequeños cuando el recelo de la ciudadanía
hacia los dos grandes alcanzaba cotas históricas, la pleitesía oficial en la
visita privada del Papa en agosto, la corrección -a peor- de la reforma
laboral, la rehabilitación (con rebajas) del impuesto sobre el patrimonio y, ya
con las cámaras disueltas, la cesión de la base de Rota para albergar el
dispositivo naval del escudo antimisiles
de la OTAN, la reforma para acelerar los desahucios por impago de hipotecas y
el indulto parcial a dos banqueros (Alfredo Sáenz y Miguel A. Calama) fueron
las últimas disposiciones de la segunda legislatura de Rodríguez Zapatero, en
la que se acentuaron los rasgos de su peculiar manera de dirigir el país, que,
por la cercanía con la figura del esperpento, el personaje valleinclanesco Max
Estrella resumiría con el término desgobernar.
¿Creyó
Zapatero que la democracia debe dejarse de lado cuando hay recesión económica?
Así lo parece, pues, desde mayo de 2010, en vez de convocar elecciones
anticipadas y colocar a toda la sociedad y sobre todo a los partidos políticos
ante una situación de emergencia nacional, que merecía ser debatida antes de
adoptar decisión alguna, Zapatero intentó jugar el papel de patriótico
redentor, que, sin explicaciones, se inmolaba políticamente por el bien del
país -cueste lo que cueste y me cueste lo
que me cueste-, pero sin preguntar a los ciudadanos si le querían acompañar
en tal vía crucis.
“Perdidos. España sin pulso y sin rumbo”, “Capítulo 4. Del
milagro al Apocalipsis” (Madrid, La linterna sorda, 2015).
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