Good morning, Spain, que es different
La protesta ciudadana hace tiempo que cesó. En
las calles se ha detenido el impulso popular, en contraste con la febril
actividad reivindicativa que tuvo lugar entre los años 2009 y 2014. La movilización
contra las medidas de austeridad del Gobierno, del FMI y la Unión Europea y la
airada reclamación de cambios han dado paso a la pasividad y al desánimo, tan
deseados por la derecha.
El sentir colectivo expresado multitudinariamente
en las vías públicas se ha diluido en millones de perplejidades aisladas, en un
silencioso malestar particular o en miles de protestas individuales en Internet,
que claman no al cielo sino a quienes las quieran escuchar en los foros
digitales, en la nube; la protesta está en las nubes, colgada en la red, a la
espera de que la atienda alguna deidad. En este caso, Internet es un mal remedo
de la sociedad, un mal espejo que ofrece el simulacro de un inexistente poder de
los ciudadanos, que, desprovistos de fuerza real, asisten impotentes a la
dilación, al cabildeo y al engaño.
El impulso transformador se ha perdido y la
guerra de movimientos, volvemos a Gramsci, debería de haber dado paso a una guerra
de posiciones, pero, aunque continúa la ofensiva económica de la derecha, no
hay una respuesta adecuada desde la izquierda, sino broncas internas, dimes y
diretes, confusión y retórica, y, salvo el Partido Popular, que está donde
siempre y como siempre, es lícito dudar de las posiciones del PSOE y de los
nuevos partidos, pues es difícil saber cuáles son sus proyectos y dónde está situado
cada cual. ¿Están las izquierdas donde creen que están? ¿Están las izquierdas
donde deben estar? No lo parece.
Las calles se han vaciado y el parlamento está muerto;
el movimiento social ha cesado pero no el griterío político; y la palabrería
huera de unos y otros tratando de sacar ventaja produce hastío, pero ya no
indignación, la cual ha dejado su lugar a la apatía y a la resignación ante el
sueño de un cambio que se veía cercano y que ahora se aleja o incluso se desvanece;
queda la pesadilla de la vida cotidiana bajo el peso de una crisis que para
amplias capas de la población no remite, ni puede remitir si no hay cambios
políticos de calado.
Pero el régimen político, difícil de reformar
desde dentro, ha revelado también la dificultad de hacerlo desde fuera, pues ha
mostrado la eficacia de sus estructuras para permanecer sordo y ciego a las
demandas de la gente, que, cansada de ver frustrados sus empeños, ha desistido.
La movilización social arrancó contra las
medidas anticrisis del Gobierno del PSOE, que en 2009 sumó 24.023 actos de
protesta en toda España, sufrió 21.941 protestas en 2010 y una huelga general y
la acampada del 15 de mayo en 2011; se agudizó con las mareas en la etapa de
Rajoy, que soportó dos huelgas generales, y tuvo su cima en cuanto a número de
actos y de personas movilizadas en el año 2012, con 44.233 actos de protesta en
toda España. En 2013 descendió el número a 43.170 y en 2014 se inició el
declive con 36.679 manifestaciones o concentraciones hasta casi desaparecer a
día de hoy.
Los ciudadanos movilizados esperaban que la
etapa de protestas tuviera un lógico desenlace en un cambio de gobierno, pero
no pudo ser.
Además de la fortaleza del sistema para
resistir las presiones externas, son culpables de la apatía ciudadana no sólo
los que desde las instituciones han desoído el clamor de la calle y contribuido
a ponerle sordina con un paquete legislativo de excepción, sino también quienes
han suscitado expectativas en fáciles, rápidos y profundos cambios, mágicamente
explicables por su sola aparición como partidos en la palestra política.
De igual modo que en la Transición, las
negociaciones políticas, aun frustradas y frustrantes, han precisado de calma en
la calle y, como entonces, el trasvase de activistas hacia las candidaturas locales,
autonómicas o nacionales de un apretado
período electoral ha privado de dirigentes a los movimientos sociales.
La movilización social es temporal; no se puede
mantener durante mucho tiempo a los ciudadanos a pie de calle sin obtener algún
éxito apreciable. Y eso lo sabe el Gobierno, especialista en aguantar lo que
venga. Ha sido una prueba de fuerza, que ha perdido, una vez más, la ciudadanía
más consciente de sus derechos.
El momento de recibir la recompensa tuvo lugar
en febrero, cuando un nuevo gobierno de talante reformador y progresista
hubiera sido el resultado del impulso de la calle y del aire renovador de los
nuevos partidos.
Para la ciudadanía era lógico ver su esfuerzo
recompensado, pues ya había cumplido su papel al movilizarse, primero, y al votar,
después. Pero tales esperanzas se vieron frustradas por la poca generosidad, la
ambición y la miopía de quienes debieron ser los protagonistas de aquel cambio.
No obstante, las causas de la insatisfacción
ciudadana y de un soterrado conflicto social no han desparecido, al contrario,
no pocas persisten y algunos problemas se han agudizado y demandan soluciones
aún más urgentes.
Crece, en consecuencia, la desafección
ciudadana hacia la gestión pública y la clase política, que alcanza también a
los nuevos partidos y a sus dirigentes, instalados ya en las instituciones y
familiarizados con los hábitos de los viejos, y se anuncia un preocupante
alejamiento de las urnas, que, en el caso de celebrarse unas elecciones
generales en diciembre, podría llegar a un nivel de abstención cercano al
cuarenta por ciento.
Apatía muy del agrado de la derecha, que
prefiere ciudadanos refugiados en su vida privada y desinteresados de la
gestión de lo público, porque es la situación idónea para que actúen sin control
ni disimulo los malos gestores, los corruptos, los defraudadores, los
privatizadores y los expoliadores de bienes públicos.
Ante todo lo ocurrido en esta larga
legislatura, lo que está sucediendo en esta inmerecida prórroga y la
mansedumbre con que lo estamos soportando, da la impresión de que hemos renunciado
a nuestros derechos, de que hemos desertado como ciudadanos y trabajadores de
luchar por recuperar lo que era nuestro y nos han arrebatado en estos años de
rapiña y corrupción, y de que nos hemos entregado a la fatalidad que está
prescrita en la frase de Margaret Thatcher “No hay alternativa”, convertida en
consigna por los profetas del neoliberalismo y traducida por Cospedal a la delirante
disyuntiva: o el Partido Popular o la nada.
Pero,
aunque se puede entender el desconcierto de muchas personas y el cansancio de
la ciudadanía, hay que resistirse a admitir que somos un país de gente sumisa y
rendida sin condiciones a la fatalidad, que va permitir que siga gobernando un
partido corrompido y depredador de lo público y enemigo declarado de los asalariados;
un partido tóxico para la mayoría de los habitantes de este desanimado país.
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