Good morning, Spain, que es different
Aguantar hasta que escampe. Desde hace más de un
siglo, ese ha sido el lema de cabecera de la derecha política española para retener
el poder en sus manos.
Mariano Rajoy, el Jefe del Gobierno peor
valorado en las encuestas, preside el gobierno más desprestigiado de la
democracia y un partido anegado por tramas de corrupción dispersas por todo el
país, pero no tiene intención de rectificar ni de dimitir.
Con una extensa red de poder territorial y de
complicidades económicas legales e ilegales detrás, el Partido Popular resiste impasible
la accidentada labor de la administración de justicia, y resiste el Gobierno,
sin moverse un ápice de su postura de velar la corrupción en su partido ni
desvelar otros planes para el futuro que no sean recomendar paciencia y más de
lo mismo.
Resiste también el régimen político,
desacreditado, sí, pero su arquitectura está pensada para eso, para resistir,
para aguantar el descrédito sin moverse, como corresponde a la mentalidad de
quienes lo diseñaron, que heredaron la actitud refractaria a las reformas de la
vieja derecha española que confunde la estabilidad con el inmovilismo. Este comportamiento
de la clase tradicionalmente dominante explica mejor que los todos discursos la
aversión al cambio que padecían quienes dirigieron la Transición y la intención
de mantenerla por encima de los pactos del consenso.
En consecuencia, la estructura institucional del
poder político es fuerte, está bien trabada, blindada a la acción ciudadana y pensada
para resistir numantinamente los cambios hasta pudrirse, antes que ceder y reformarse.
Y Rajoy, continuista por naturaleza y por vocación, y ahora por necesidad, actúa
en consecuencia.
Favorecido electoralmente por un sistema
inicialmente tramposo, pervertido luego con reformas que han empeorado la
representación democrática, y encastillado en aparatos del Estado viciados por
el uso partidista y reforzado con leyes propias de un estado de excepción que
le sirven de parapeto, el Partido Popular resiste, con comodidad, todo hay que
decirlo, la modesta y retórica presión de la oposición y la ya débil presión
ciudadana, expresada en los sondeos de opinión y en el silencio de las calles.
Gobernando en funciones, sin responder ante el
Congreso ni la opinión pública y favorecido por la calma con que el Tribunal
Constitucional estudia el recurso interpuesto por esta causa por el pleno del
Congreso (sin el PP), pronto hará un año que Rajoy gobierna como un autócrata,
respaldado sólo por su partido, que ha hecho piña también en el asunto de la
corrupción, pues mantiene la misma actitud ante los nuevos casos de corrupción
que se van conociendo cada día, sin que las tímidas declaraciones de algunos de
sus cargos sobre lo que va saliendo del juicio de la trama “Gurtel” –“Yo estaba
en COU”- o sobre Rita Barberá (caso “Taula”), por ejemplo, lo desmientan, pues
son postureo y fingida indignación. El propio Rajoy ha dicho que no puede hacer
nada, porque carece de autoridad sobre ella, lo cual es difícil de creer cuando
fue él quien la colocó en el Senado, donde permanece aferrada al privilegio del
aforamiento (y al sueldo).
Es decir, mientras solicita que los otros
partidos cedan en sus posiciones para facilitar su investidura como Jefe del
Gobierno, Rajoy, apoyado por su gabinete, ofrece más de lo mismo.
Así, tenemos un gobierno en funciones,
interino, con un candidato precisado de ayuda para ser investido presidente del
Gobierno, que se resiste a dimitir y a depurar el partido, y no ofrece renuncia
sustancial alguna que favorezca un eventual pacto de investidura y mucho menos
de gobierno. Y las dificultades existentes -la casi imposible moción de
censura- para deponerlo si fuera preciso explican las resistencias de los otros
partidos a darle su confianza, porque, en España, el Gobierno, una vez
investido, es tan complicado de deponer, como lo es sacar un clavo sin cabeza,
que una vez hundido en la madera es muy difícil de extraer.
Lamentablemente,
la consigna de aguantar hasta que los otros se cansen, hasta que la oposición se
rinda o hasta que el adversario se rompa, sigue teniendo vigencia.
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