He recibido el número de octubre de El viejo topo, un número singular, ya que celebra el 40 aniversario
de su fundación, y he recibido también una carta de su director, Miguel Riera, dándome
las gracias por mi apoyo.
No las merece, sino que, al menos en mi caso, es al contrario,
pues si nos atenemos a las leyes del mercado, al pragmático “do ut des”, el saldo
del intercambio entre el precio de los ejemplares pagados por un persistente
lector, ocasional colaborador y más reciente suscriptor, y lo recibido en estos
años es claramente desfavorable a la Revista.
Es mucho, lo recibido en estas cuatro décadas, en ideas, enfoques,
nuevos temas y nuevas visiones de temas viejos (tan viejos como el mundo) y,
sobre todo, lo recibido en el tono humilde, abierto, exploratorio, ensayístico
y alejado del dogmatismo imperante en muchas de las izquierdas (y en todas las
exultantes derechas), que coincide y alienta la posición de quien observa la
marcha del mundo (y de su propia vida) con ojos asombrados, el ceño fruncido y
el ánimo perplejo.
El viejo
topo
nació en una época contradictoria, teórica y políticamente estimulante, que
permitía albergar, con no poca ingenuidad, esperanzas en lograr drásticos
cambios y creer en exóticas utopías, pero, el lastre de un pasado ominoso acabó
pronto con esos sueños. El artículo de Miguel Riera “Resurrección en el
desconcierto”, en el que relata las vicisitudes de la Revista, es al mismo
tiempo la crónica del país, del nuevo país democrático, del fracaso de lo
prometido en la Transición y el fracaso de los proyectos de fondo, la derrota
de los programas de la izquierda y, por el contrario, la victoria del
neoliberalismo, difundido con un relato triunfal sobre la modernización de
España, primero en versión socialdemócrata y luego en versión conservadora, aunque
ya agotado, pues nos hallamos sin relato, perdidos y endeudados.
Se alejan las reformas necesarias, la revisión profunda de
lo que nos ha traído hasta aquí y un necesario proceso constituyente. Y quedan
pendientes de abordar las modestas utopías de este país: una república en vez
de una monarquía, una Iglesia resignada a su lugar en las conciencias, no
convertida en un poder económico y político, un Estado menos inclinado a servir
a las rentas altas y más dado a atender a los estratos sociales desfavorecidos,
un mayor equilibro entre las rentas, un aparato fiscal que exija más a quién
más tiene, un empleo digno y perdurable, una sistema parlamentario realmente representativo,
un gobierno transparente y a ser posible no ocupado por gente corrompida, y
otras metas que parecen quimeras en un tiempo como este.
Como la historia no se detiene (aunque a veces lo parezca),
necesita que alguien escarbe en el subsuelo, bajo las alfombras institucionales,
para permitir que lo nuevo y sojuzgado, lo subversivo, lo revolucionario, salga
a la luz del día y trabaje para transformar este desdichado mundo. Por eso es
necesario El viejo topo. Brindemos
con cava para que siga cavando.
Un abrazo.
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