RESPUESTA A ANTONIO VIDAL (Y
DE PASO A ALEJANDRO LEÓN)
Queridos colegas:
Os agradezco la lectura de mi escrito y el esfuerzo que representa
contestarme, pues aunque vuestros textos tengan diferencias con el mío -y se me
atribuya un lenguaje hipócrita que no empleo-, hacen circular las ideas y eso
es lo importante. Pero vayamos por partes: en primer lugar y empezando por el
final de tu texto, Antonio, quiero aclarar una cuestión de método.
1. No creo que los Verdes de Baleares tengan la razón aunque sean parcos en razones,
como si la razón fuera un don que
alguna divinidad concede a unos seres privilegiados para que queden exentos de
argumentar. Muy al contrario, para tener la razón, hay que cargarse de razones,
a ser posible de más y mejores razones que el oponente. Si no es así -y en el
caso del escrito de los Verdes de les Illes, no lo es-, entonces la razón se
confunde fácilmente con la emoción, con el sentimiento o con la exhibición de la
adhesión a unas ideas o principios. Entonces, el tema debatido más que asunto de razón es asunto
del corazón, que tampoco es patrimonio de los pacifistas a ultranza.
2. El término daños colaterales,
que no utilizo, es un eufemismo que enmascara los daños centrales ocasionados a los afectados, o sea, a víctimas directas, que,
por otra parte, no se evitan por ser pacifista a ultranza, pues las víctimas
pueden deberse tanto a una acción como a una omisión. ¿O es que el gobierno
talibán -una de las peores dictaduras del planeta- no ha producido víctimas
entre su propia población antes del 11 de septiembre?
En este y en otros casos semejantes me acuerdo de que en nuestro país,
durante cuarenta años hemos padecido las consecuencias de la neutralidad de
gobiernos de países democráticos -y entonces pacifistas-, como Inglaterra y
Francia, que no quisieron apoyar con armas, hombres y dinero -con violencia- al
Gobierno legítimo y democrático de la II República, y que gracias a la ética
-¿ética?- de aquellos gobernantes, ganó la guerra civil un general sanguinario, que
instauró una dictadura bestial durante 40 años. Quizá la intención de aquellos gobiernos
fuera buena, pero los resultados de su pasividad fueron desastrosos para
nosotros, y quizá para ellos, porque más tarde, cuando su pacifismo sólo sirvió
para dar alas a Hitler, tuvieron que pararle los pies cuando estaba más crecido
y ya había ensayado sus tácticas en una guerra de verdad. Es decir, aquellos
gobiernos se desentendieron de las consecuencias de su decisión; no se hicieron
responsables de lo que podía ocurrir si no intervenían en España.
3. Max Weber, un pensador burgués, en La política como vocación plantea claramente el problema suscitado
por una ética absoluta que no se interrogue sobre las consecuencias de las
decisiones -el cristiano debe obrar bien y dejar el resultado de su acción en
manos de Dios-. Y creo que en la discusión que mantenemos hay una postura que
se empeña en unir, como sea, la ética y la política, y en caso de que haya
contradicción entre ambas opta de manera indiscutible por la ética (y dejar el
resultado de la decisión en manos de Dios o de quien sea). Lo cual, aquí, en
Occidente, en una sociedad medianamente secular y presuntamente racional, en la
que muchos derechos individuales están garantizados y se permite una amplia
variedad de opciones personales, es un error que nos acerca a la postura de los
talibanes. Y me explico.
Al contrario que en ciertas zonas de oriente, en occidente
pertenecemos a una tradición cultural que tiene su origen en religiones
activas, religiones que pretenden cambiar las cosas (salvar las almas, cambiar
las costumbres, mejorar el mundo, etc) para instaurar un orden terrenal a
imagen de un supuesto orden celestial. Religiones que durante siglos han
servido de soporte ideológico a los poderes políticos, por lo general
monarquías, los cuales han ayudado de unas u otras maneras -por lo general de
mala manera- a acercarse a ese orden imaginado. Religión y política o política
y moral religiosa han ido unidas, y esa unión del trono y el altar plasmada en
el Estado confesional ha conducido a guerras pavorosas entre países y a
conflictos civiles dentro de las naciones.
Por fortuna, hemos dejado atrás esa etapa que vinculaba las creencias
íntimas, los asunto de la fe, con la obediencia al Estado -la misma lealtad a Dios y al rey- y se ha
hecho posible que personas de distinto credo convivan en el mismo país, acepten
el mismo régimen, el mismo gobierno y puedan, incluso, estar afiliadas o ser votantes del mismo
partido político.
La libertad de conciencia consiste precisamente en separar las
obligaciones que impone una creencia particular -una religión o lo que sea- de
las obligaciones públicas. De esta manera pueden coexistir personas con
moralidades, con éticas diferentes, en un mismo país y bajo un mismo Estado.
Los talibanes (no sólo ellos, claro) representan justo lo contrario al
pretender hacer de su ética, de su moral, de su creencia particular, una moral
pública, general y obligatoria, que sea el soporte ideológico del Estado. Con lo cual ya tenemos de
nuevo mezcladas la política y la moral (intransigente, por más señas), y una moral religiosa particular sirviendo de norte y guía a los asuntos
públicos generales, políticos.
4. Estimo que estamos en una coyuntura en que existe un interesado
discurso que recalca la muerte de la política y el auge de la economía. Este
discurso, que abunda sobre los límites del Estado, sobre la importancia de lo
privado, de la competencia entre individuos, etc, pretende esconder el poder de
los grandes grupos económicos detrás de presuntas decisiones del mercado, que
así se convierte en el (aparente) ente regulador por excelencia de las relaciones sociales.
Tenemos así, individuos con su particular moral a cuestas que se
relacionan entre sí para satisfacer sus personales intereses económicos guiados
por criterios de eficacia para lograr su beneficio. La política
desaparece y el Estado, por tanto, debe tender a ser mínimo.
Personalmente discrepo de ese engañoso discurso y apuesto por poner la
política -la gestión de los asuntos comunes- en el puesto de mando y por sacar
a la luz el poder y las relaciones de poder, que siempre existen aunque se escondan
detrás de prácticas económicas o religiosas.
Porque este es el caso: el extremismo islámico, además de otras cosas -una doctrina religiosa y un discurso cultural e identitario- es un discurso sobre el poder y el modo de ejercerlo, propio de unos hombres que se amparan en la suprema e indiscutible voluntad de Alá para hacerlo. Por eso, los atentados en Estados UNidos contra las Torres Gemelas y el Pentágono son un acto político, el producto de un deliberado acto político dentro de una lucha política planteada por Ben Laden y los suyos a escala mundial, y no un resultado del choque civilizaciones, aunque lo pueda parecer, porque si quitamos la política -entendida como lucha por el poder- de en medio, entonces, lo que chocan son las civilizaciones, las culturas, las identidades o las religiones.
Porque este es el caso: el extremismo islámico, además de otras cosas -una doctrina religiosa y un discurso cultural e identitario- es un discurso sobre el poder y el modo de ejercerlo, propio de unos hombres que se amparan en la suprema e indiscutible voluntad de Alá para hacerlo. Por eso, los atentados en Estados UNidos contra las Torres Gemelas y el Pentágono son un acto político, el producto de un deliberado acto político dentro de una lucha política planteada por Ben Laden y los suyos a escala mundial, y no un resultado del choque civilizaciones, aunque lo pueda parecer, porque si quitamos la política -entendida como lucha por el poder- de en medio, entonces, lo que chocan son las civilizaciones, las culturas, las identidades o las religiones.
5. Por otra parte, el sistema capitalista tal y como lo conocemos no
es -como creíamos antes muchos marxistas- una etapa necesaria en un desarrollo
de la humanidad concebido de manera progresiva, sino la consecuencia de una
cultura productiva, que tiene su origen, entre otras corrientes, en una
concepción moral, individualista y laboriosa que Weber estudió en La ética protestante y el espíritu del
capitalismo. Es decir, resultado de una ética protestante -aunque no sólo de ella-, o mejor dicho, anglosajona, que está consiguiendo configurar el mundo a su
imagen y semejanza. Y en esta apreciación coinciden tanto un pensador burgués -
Weber[1]-,
como un pensador revolucionario -Marx[2]-.
En el asunto que nos ocupa -los atentados de septiembre-, a esa ética -o a lo que quede de ella- se ha opuesto otra ética fanática, por eso prefiero hablar de política, que es el terreno en el que podemos llegar a entendernos y donde creo que estos acontecimientos hallan explicación.
En el asunto que nos ocupa -los atentados de septiembre-, a esa ética -o a lo que quede de ella- se ha opuesto otra ética fanática, por eso prefiero hablar de política, que es el terreno en el que podemos llegar a entendernos y donde creo que estos acontecimientos hallan explicación.
6. Con el planteamiento de Schröder, los erdes alemanes han quedado
emplazados a definirse y se han visto obligados a afrontar el dilema weberiano
de elegir entre la ética de la convicción y la ética de la responsabilidad.
Sospecho que el haber sopesado los efectos de su elección les ha llevado a la
decisión que conocemos, con lo cual, han sacrificado su ética particular -y
quizá la paz de su conciencia-, en beneficio del bienestar de los ciudadanos
definido por la política. Pero esa decisión se aleja de la utopía mantenida urbi et orbi, que Alejandro defiende.
7. Disiento de la idea de tener como objetivo construir una utopía; al
contrario, un partido político debe pretender construir comunidades, sociedades
posibles, pero contando con elementos posibles, no con ingredientes imposibles -con
seres humanos perfectos, con instituciones y relaciones perfectas-. Pretender
construir o modificar sociedades o actitudes humanas contando con elementos
imaginarios o con permanentes actitudes sobrehumanas ha llevado a sistemas aberrantes
que todos conocemos. Es más, creo que nadie tiene derecho a suponer que todos
los seres humanos son buenos -o más buenos que malos- y a proyectar sociedades
sobre ese supuesto, porque lo que suele ocurrir es que quien así siente no
asuma como propia la ruina de su empeño y acabe achacando el fracaso de su
quimera a la sociedad que no le ha comprendido, a la vanidad del mundo
entregado a cosas poco importantes, al egoísmo o a la maldad del resto de los
humanos, a la rigidez de las estructuras, a la corrupción de las instituciones
o a la mismísima voluntad de Dios (se llame como se llame). En este sentido,
asumo el enunciado que Juan Manuel Vera hace del asunto en “Utopía y
pensamiento disutópico” (La izquierda a
la intemperie, Madrid, Libros de la catarata, 1997).
Ante lo que afirma Alejandro en una bella frase: “Que no nos engañe
nadie; la utopía de la paz no puede ser hecha con ladrillos de guerra”,
contesto que la utopía de la paz puede ser hecha con lo que sea, porque es una
utopía, pero que una sociedad real, con seres humanos reales, no sólo con paz
sino con justicia y democracia, no puede ser hecha sólo con buenas palabras y
poniendo la otra mejilla después de recibir cada golpe (o de derribar cada
torre). Es más, me parece que el empeñarse en mantener esta postura es lo que
lleva a no comprender las razones de los otros, de Die Grünen en este caso.
8. Los verdes alemanes han sido conducidos, y no por su voluntad, a un
callejón con dos salidas. Y no había ni otra ni tiempo -quien tiene el poder marca
el tiempo-. Así que aquí nos topamos de nuevo con el pensamiento mágico cuando
se cree que por utilizar, como un conjuro, una palabra que existe en el
diccionario -alternativa- obtenemos
como por ensalmo una solución satisfactoria. ¿Y cuál es esa solución
alternativa? O mejor dicho esas “soluciones que no sean la guerra”. Alejandro
no aporta ni una; sólo dice que no le gusta la decisión que han adoptado los
verdes alemanes. No admite que puedan haber sido llevados -repito, por quien
tiene el poder de hacerlo- a esa situación con dos salidas costosas, con dos
salidas difíciles; sólo admite que a los verdes alemanes les ha faltado
“imaginación para buscar una fórmula de resolución pacífica que tuviera el
suficiente peso para que no fuera necesaria la intervención”. Ahí es nada la
pretensión, pero algo está claro: a Alejandro no le ha gustado la decisión de
Die Grünen, pero tampoco tiene alternativa. Les acusa de no tener alternativa y
de no tener imaginación; pero quien no tiene alternativa es él, y la imaginación
ahora sirve de poco. Se suele recurrir a la imaginación cuando se quiere
escapar de salidas que son las únicas posibles pero son molestas (en el País
Vasco, era Ibarretxe quien pedía a los demás “soluciones imaginativas” para que
le permitieran conciliar lo inconciliable, que era ir de demócrata y pactar con
los terroristas de ETA.
9. Escribe Alejandro que la ecología política no es un movimiento
reformador sino revolucionario. Pregunta: ¿en qué sentido? Según mi modesto
entender, es revolucionario en los fines, pero reformador en los medios. En
este aspecto, el partido que se está alumbrando será un partido reformista y no
un partido revolucionario, a no ser que nos dejemos llevar por la magia de la
palabra “revolución” (no quiero ser pesado, pero para no alargarme en un tema
que ya he abordado en otro sitio, sugiero echar una ojeada a “Identidad
política, lenguaje y mito” en el citado volumen colectivo La izquierda a la intemperie).
En el asunto de las definiciones sigo siendo muy marxiano: somos lo
que hacemos -somos acciones, praxis- por encima de lo que imaginemos que somos,
y por ahora, el movimiento ecologista hace reformas, necesarias reformas.
10. No recuerdo haber afirmado en ningún sitio que los movimientos
sociales no sirven para nada; al contrario, son imprescindibles. Tampoco he
dicho que sólo es posible la lucha por las libertades desde dentro del poder
político y sólo si aceptamos todas y cada una de las reglas del juego que nos
marca el poder político. No; es posible y necesario luchar por las libertades -o
por otras causas- desde cualquier parte de la sociedad. Lo que no es posible es
querer participar en las instituciones políticas sin tener en cuenta las reglas
que las rigen y sin tener la fuerza suficiente para cambiarlas. Si a ignorar
esa molesta parte de la realidad le llamamos ética o utopía, pues adelante;
sólo es cuestión de acostumbrarnos a utilizar los nuevos términos, siempre que
tengamos claro lo que significan.
Cordiales saludos. Pepe Roca.
Madrid, 11 de diciembre del 2001.
[1] Desde
el momento en que el ascetismo abandonó las celdas monásticas para instalarse
en la vida profesional y dominar la moralidad mundana, contribuyó en lo que
pudo a construir el grandioso cosmos de orden económico moderno que, vinculado
a las condiciones técnicas y económicas de la producción mecánico-maquinista,
determina hoy con fuerza irresistible el estilo vital de cuantos individuos
nacen en él (no sólo de los que participan en él activamente), y de seguro lo
seguirá determinando durante muchísimo tiempo más. Weber, M. (1984): La ética protestante y el espíritu del
capitalismo, Madrid, Sarpe, p. 224.
[2] La
burguesía no puede existir sino a condición de revolucionar incesantemente los
instrumentos de producción y, por consiguiente, las relaciones de producción, y
con ello todas las relaciones sociales (...) Una revolución continua en la
producción, una incesante conmoción de todas las condiciones sociales, una
inquietud y un movimiento constantes distinguen la época burguesa de todas las anteriores
(...) (La burguesía) Obliga a todas las naciones, si no quieren sucumbir, a
adoptar el modo burgués de producción, las constriñe a introducir la llamada
civilización, es decir, a hacerse burgueses. En una palabra: se forja un mundo
a su imagen y semejanza. Marx, C.: El
Manifiesto del Partido Comunista, en Marx, C. & Engels, F. (1973): Obras escogidas, Moscú, Progreso, pp.
114-115.
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