miércoles, 11 de mayo de 2016

Ética y política

RESPUESTA A ANTONIO VIDAL (Y DE PASO A ALEJANDRO LEÓN)


Queridos colegas:
Os agradezco la lectura de mi escrito y el esfuerzo que representa contestarme, pues aunque vuestros textos tengan diferencias con el mío -y se me atribuya un lenguaje hipócrita que no empleo-, hacen circular las ideas y eso es lo importante. Pero vayamos por partes: en primer lugar y empezando por el final de tu texto, Antonio, quiero aclarar una cuestión de método.

1. No creo que los Verdes de Baleares tengan la razón aunque sean parcos en razones, como si la razón fuera un don que alguna divinidad concede a unos seres privilegiados para que queden exentos de argumentar. Muy al contrario, para tener la razón, hay que cargarse de razones, a ser posible de más y mejores razones que el oponente. Si no es así -y en el caso del escrito de los Verdes de les Illes, no lo es-, entonces la razón se confunde fácilmente con la emoción, con el sentimiento o con la exhibición de la adhesión a unas ideas o principios. Entonces, el tema debatido más que asunto de razón es asunto del corazón, que tampoco es patrimonio de los pacifistas a ultranza. 

2. El término daños colaterales, que no utilizo, es un eufemismo que enmascara los daños centrales ocasionados a los afectados, o sea, a víctimas directas, que, por otra parte, no se evitan por ser pacifista a ultranza, pues las víctimas pueden deberse tanto a una acción como a una omisión. ¿O es que el gobierno talibán -una de las peores dictaduras del planeta- no ha producido víctimas entre su propia población antes del 11 de septiembre?
En este y en otros casos semejantes me acuerdo de que en nuestro país, durante cuarenta años hemos padecido las consecuencias de la neutralidad de gobiernos de países democráticos -y entonces pacifistas-, como Inglaterra y Francia, que no quisieron apoyar con armas, hombres y dinero -con violencia- al Gobierno legítimo y democrático de la II República, y que gracias a la ética -¿ética?- de aquellos gobernantes, ganó la guerra civil un general sanguinario, que instauró una dictadura bestial durante 40 años. Quizá la intención de aquellos gobiernos fuera buena, pero los resultados de su pasividad fueron desastrosos para nosotros, y quizá para ellos, porque más tarde, cuando su pacifismo sólo sirvió para dar alas a Hitler, tuvieron que pararle los pies cuando estaba más crecido y ya había ensayado sus tácticas en una guerra de verdad. Es decir, aquellos gobiernos se desentendieron de las consecuencias de su decisión; no se hicieron responsables de lo que podía ocurrir si no intervenían en España.

3. Max Weber, un pensador burgués, en La política como vocación plantea claramente el problema suscitado por una ética absoluta que no se interrogue sobre las consecuencias de las decisiones -el cristiano debe obrar bien y dejar el resultado de su acción en manos de Dios-. Y creo que en la discusión que mantenemos hay una postura que se empeña en unir, como sea, la ética y la política, y en caso de que haya contradicción entre ambas opta de manera indiscutible por la ética (y dejar el resultado de la decisión en manos de Dios o de quien sea). Lo cual, aquí, en Occidente, en una sociedad medianamente secular y presuntamente racional, en la que muchos derechos individuales están garantizados y se permite una amplia variedad de opciones personales, es un error que nos acerca a la postura de los talibanes. Y me explico.
Al contrario que en ciertas zonas de oriente, en occidente pertenecemos a una tradición cultural que tiene su origen en religiones activas, religiones que pretenden cambiar las cosas (salvar las almas, cambiar las costumbres, mejorar el mundo, etc) para instaurar un orden terrenal a imagen de un supuesto orden celestial. Religiones que durante siglos han servido de soporte ideológico a los poderes políticos, por lo general monarquías, los cuales han ayudado de unas u otras maneras -por lo general de mala manera- a acercarse a ese orden imaginado. Religión y política o política y moral religiosa han ido unidas, y esa unión del trono y el altar plasmada en el Estado confesional ha conducido a guerras pavorosas entre países y a conflictos civiles dentro de las naciones.
Por fortuna, hemos dejado atrás esa etapa que vinculaba las creencias íntimas, los asunto de la fe, con la obediencia al Estado -la misma lealtad a Dios y al rey- y se ha hecho posible que personas de distinto credo convivan en el mismo país, acepten el mismo régimen, el mismo gobierno y puedan, incluso, estar afiliadas o ser votantes del mismo partido político.
La libertad de conciencia consiste precisamente en separar las obligaciones que impone una creencia particular -una religión o lo que sea- de las obligaciones públicas. De esta manera pueden coexistir personas con moralidades, con éticas diferentes, en un mismo país y bajo un mismo Estado.
Los talibanes (no sólo ellos, claro) representan justo lo contrario al pretender hacer de su ética, de su moral, de su creencia particular, una moral pública, general y obligatoria, que sea el soporte ideológico del Estado. Con lo cual ya tenemos de nuevo mezcladas la política y la moral (intransigente, por más señas), y una moral religiosa particular sirviendo de norte y guía a los asuntos públicos generales, políticos.   

4. Estimo que estamos en una coyuntura en que existe un interesado discurso que recalca la muerte de la política y el auge de la economía. Este discurso, que abunda sobre los límites del Estado, sobre la importancia de lo privado, de la competencia entre individuos, etc, pretende esconder el poder de los grandes grupos económicos detrás de presuntas decisiones del mercado, que así se convierte en el (aparente) ente regulador por excelencia de las relaciones sociales.
Tenemos así, individuos con su particular moral a cuestas que se relacionan entre sí para satisfacer sus personales intereses económicos guiados por criterios de eficacia para lograr su beneficio. La política desaparece y el Estado, por tanto, debe tender a ser mínimo.
Personalmente discrepo de ese engañoso discurso y apuesto por poner la política -la gestión de los asuntos comunes- en el puesto de mando y por sacar a la luz el poder y las relaciones de poder, que siempre existen aunque se escondan detrás de prácticas económicas o religiosas. 
Porque este es el caso: el extremismo islámico, además de otras cosas -una doctrina religiosa y un discurso cultural e identitario- es un discurso sobre el poder y el modo de ejercerlo, propio de unos hombres que se amparan en la suprema e indiscutible voluntad de Alá para hacerlo. Por eso, los atentados en Estados UNidos contra las Torres Gemelas y el Pentágono son un acto político, el producto de un deliberado acto político dentro de una lucha política planteada por Ben Laden y los suyos a escala mundial, y no un resultado del choque civilizaciones, aunque lo pueda parecer, porque si quitamos la política -entendida como lucha por el poder- de en medio, entonces, lo que chocan son las civilizaciones, las culturas, las identidades o las religiones.

5. Por otra parte, el sistema capitalista tal y como lo conocemos no es -como creíamos antes muchos marxistas- una etapa necesaria en un desarrollo de la humanidad concebido de manera progresiva, sino la consecuencia de una cultura productiva, que tiene su origen, entre otras corrientes, en una concepción moral, individualista y laboriosa que Weber estudió en La ética protestante y el espíritu del capitalismo. Es decir, resultado de una ética protestante -aunque no sólo de ella-, o mejor dicho, anglosajona, que está consiguiendo configurar el mundo a su imagen y semejanza. Y en esta apreciación coinciden tanto un pensador burgués - Weber[1]-, como un pensador revolucionario -Marx[2]-.
En el asunto que nos ocupa -los atentados de septiembre-, a esa ética -o a lo que quede de ella- se ha opuesto otra ética fanática, por eso prefiero hablar de política, que es el terreno en el que podemos llegar a entendernos y donde creo que estos acontecimientos hallan explicación.   

6. Con el planteamiento de Schröder, los erdes alemanes han quedado emplazados a definirse y se han visto obligados a afrontar el dilema weberiano de elegir entre la ética de la convicción y la ética de la responsabilidad. Sospecho que el haber sopesado los efectos de su elección les ha llevado a la decisión que conocemos, con lo cual, han sacrificado su ética particular -y quizá la paz de su conciencia-, en beneficio del bienestar de los ciudadanos definido por la política. Pero esa decisión se aleja de la utopía mantenida urbi et orbi, que Alejandro defiende.

7. Disiento de la idea de tener como objetivo construir una utopía; al contrario, un partido político debe pretender construir comunidades, sociedades posibles, pero contando con elementos posibles, no con ingredientes imposibles -con seres humanos perfectos, con instituciones y relaciones perfectas-. Pretender construir o modificar sociedades o actitudes humanas contando con elementos imaginarios o con permanentes actitudes sobrehumanas ha llevado a sistemas aberrantes que todos conocemos. Es más, creo que nadie tiene derecho a suponer que todos los seres humanos son buenos -o más buenos que malos- y a proyectar sociedades sobre ese supuesto, porque lo que suele ocurrir es que quien así siente no asuma como propia la ruina de su empeño y acabe achacando el fracaso de su quimera a la sociedad que no le ha comprendido, a la vanidad del mundo entregado a cosas poco importantes, al egoísmo o a la maldad del resto de los humanos, a la rigidez de las estructuras, a la corrupción de las instituciones o a la mismísima voluntad de Dios (se llame como se llame). En este sentido, asumo el enunciado que Juan Manuel Vera hace del asunto en “Utopía y pensamiento disutópico” (La izquierda a la intemperie, Madrid, Libros de la catarata, 1997).
Ante lo que afirma Alejandro en una bella frase: “Que no nos engañe nadie; la utopía de la paz no puede ser hecha con ladrillos de guerra”, contesto que la utopía de la paz puede ser hecha con lo que sea, porque es una utopía, pero que una sociedad real, con seres humanos reales, no sólo con paz sino con justicia y democracia, no puede ser hecha sólo con buenas palabras y poniendo la otra mejilla después de recibir cada golpe (o de derribar cada torre). Es más, me parece que el empeñarse en mantener esta postura es lo que lleva a no comprender las razones de los otros, de Die Grünen en este caso.

8. Los verdes alemanes han sido conducidos, y no por su voluntad, a un callejón con dos salidas. Y no había ni otra ni tiempo -quien tiene el poder marca el tiempo-. Así que aquí nos topamos de nuevo con el pensamiento mágico cuando se cree que por utilizar, como un conjuro, una palabra que existe en el diccionario -alternativa- obtenemos como por ensalmo una solución satisfactoria. ¿Y cuál es esa solución alternativa? O mejor dicho esas “soluciones que no sean la guerra”. Alejandro no aporta ni una; sólo dice que no le gusta la decisión que han adoptado los verdes alemanes. No admite que puedan haber sido llevados -repito, por quien tiene el poder de hacerlo- a esa situación con dos salidas costosas, con dos salidas difíciles; sólo admite que a los verdes alemanes les ha faltado “imaginación para buscar una fórmula de resolución pacífica que tuviera el suficiente peso para que no fuera necesaria la intervención”. Ahí es nada la pretensión, pero algo está claro: a Alejandro no le ha gustado la decisión de Die Grünen, pero tampoco tiene alternativa. Les acusa de no tener alternativa y de no tener imaginación; pero quien no tiene alternativa es él, y la imaginación ahora sirve de poco. Se suele recurrir a la imaginación cuando se quiere escapar de salidas que son las únicas posibles pero son molestas (en el País Vasco, era Ibarretxe quien pedía a los demás “soluciones imaginativas” para que le permitieran conciliar lo inconciliable, que era ir de demócrata y pactar con los terroristas de ETA.

9. Escribe Alejandro que la ecología política no es un movimiento reformador sino revolucionario. Pregunta: ¿en qué sentido? Según mi modesto entender, es revolucionario en los fines, pero reformador en los medios. En este aspecto, el partido que se está alumbrando será un partido reformista y no un partido revolucionario, a no ser que nos dejemos llevar por la magia de la palabra “revolución” (no quiero ser pesado, pero para no alargarme en un tema que ya he abordado en otro sitio, sugiero echar una ojeada a “Identidad política, lenguaje y mito” en el citado volumen colectivo La izquierda a la intemperie).
En el asunto de las definiciones sigo siendo muy marxiano: somos lo que hacemos -somos acciones, praxis- por encima de lo que imaginemos que somos, y por ahora, el movimiento ecologista hace reformas, necesarias reformas.

10. No recuerdo haber afirmado en ningún sitio que los movimientos sociales no sirven para nada; al contrario, son imprescindibles. Tampoco he dicho que sólo es posible la lucha por las libertades desde dentro del poder político y sólo si aceptamos todas y cada una de las reglas del juego que nos marca el poder político. No; es posible y necesario luchar por las libertades -o por otras causas- desde cualquier parte de la sociedad. Lo que no es posible es querer participar en las instituciones políticas sin tener en cuenta las reglas que las rigen y sin tener la fuerza suficiente para cambiarlas. Si a ignorar esa molesta parte de la realidad le llamamos ética o utopía, pues adelante; sólo es cuestión de acostumbrarnos a utilizar los nuevos términos, siempre que tengamos claro lo que significan.


Cordiales saludos. Pepe Roca.
Madrid, 11 de diciembre del 2001.          




[1] Desde el momento en que el ascetismo abandonó las celdas monásticas para instalarse en la vida profesional y dominar la moralidad mundana, contribuyó en lo que pudo a construir el grandioso cosmos de orden económico moderno que, vinculado a las condiciones técnicas y económicas de la producción mecánico-maquinista, determina hoy con fuerza irresistible el estilo vital de cuantos individuos nacen en él (no sólo de los que participan en él activamente), y de seguro lo seguirá determinando durante muchísimo tiempo más. Weber, M. (1984): La ética protestante y el espíritu del capitalismo, Madrid, Sarpe, p. 224.
[2] La burguesía no puede existir sino a condición de revolucionar incesantemente los instrumentos de producción y, por consiguiente, las relaciones de producción, y con ello todas las relaciones sociales (...) Una revolución continua en la producción, una incesante conmoción de todas las condiciones sociales, una inquietud y un movimiento constantes distinguen la época burguesa de todas las anteriores (...) (La burguesía) Obliga a todas las naciones, si no quieren sucumbir, a adoptar el modo burgués de producción, las constriñe a introducir la llamada civilización, es decir, a hacerse burgueses. En una palabra: se forja un mundo a su imagen y semejanza. Marx, C.: El Manifiesto del Partido Comunista, en Marx, C. & Engels, F. (1973): Obras escogidas, Moscú, Progreso, pp. 114-115.   

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