Good morning, Spain, que es different
El millonario norteamericano representa la
última versión, extremada y grotesca, de la llamada “revolución conservadora”,
puesta en marcha, en los años ochenta, por Ronald Reagan en los Estados Unidos
y por Margaret Thatcher en el Reino Unido.
A lo largo de casi cuatro décadas, la
sociedad estadounidense ha quedado marcada por los valores y actitudes del
Partido Republicano, que se ha mostrado neoliberal en lo económico,
ultraconservador en lo moral, unilateral en política exterior, militarmente expansivo
y expoliador de la naturaleza. El pensamiento de los partidarios de un
capitalismo sin frenos legales ni morales, del Estado mínimo y del mercado
máximo, de rebajar los impuestos a los ricos y los salarios a los trabajadores,
precarizar el empleo, reducir los gastos sociales del Estado y aumentar los
gastos militares, transferir riqueza desde las rentas bajas hacia las altas, aumentar
la deuda pública, desregular la economía, expandir las reglas del mercado por
todo el planeta, gobernar el país como si fuera una empresa privada, establecer
la competencia como relación preferente entre las personas y dividir la
sociedad entre ganadores (pocos) y perdedores (muchos), se ha enseñoreado de los
países occidentales y de buena parte del resto, sin que los mandatos de los
presidentes demócratas -Clinton (1993-2001) y Obama (2009-2017)- hayan podido (o
querido) acabar con tal hegemonía, aunque han paliado algunos de sus efectos.
Estamos, por tanto, ante una onda larga de
la ideología conservadora, que el reventón financiero de 2007 pareció detener,
pues mostró, por un lado, los negativos efectos
sociales de la desregulación económica y financiera, y por otro, que los neoliberales
tiraban sus principios por la ventana y, siguiendo el lema de que los
beneficios son privados pero las pérdidas son de toda la colectividad, acudían
al Estado para salvar con fondos públicos compañías aseguradoras y entidades de
crédito privadas, llevadas a la quiebra por sus directivos.
El inicio de la recesión acabó con el belicoso
gobierno neocon de G. W. Bush jr., pero
no con la hegemonía del pensamiento neoliberal, y los buenos propósitos,
anunciados por los principales dirigentes mundiales en las reuniones del G-20 (Washington,
Londres y Pittsburg), en 2008 y 2009, para refundar el capitalismo sobre otras
bases -“los días del descontrol tienen que acabar”, afirmaba Obama, “la época del secreto bancario ha
terminado”, aseguraba Sarkozy-, quedaron en agua de borrajas.
Tras inyectar ingentes cantidades de
dinero público para salvar el sistema financiero (y en Europa la moneda única),
y aplicar unas brutales medidas de austeridad que han hecho retroceder veinte
años las condiciones de vida y trabajo de las clases trabajadores y dejado casi
sin amparo público a los sectores económicamente más débiles de la sociedad, no hya duda de que un pujante neoliberalismo sigue guiando la acción de
los gobiernos.
Hoy, el mundo occidental, está orientado
por la derecha neoliberal y a la vez conservadora y, lo que es más alarmante, que,
ante la profunda crisis de las izquierdas, las alternativas que se plantean a la
situación actual, llegan desde posturas aún más conservadoras, bien sean políticas,
en forma de populismos de derecha y extrema derecha, o sean religiosas, en
forma de fundamentalismos, pero ambas apuntan a soluciones de tipo autoritario
y a la consiguiente merma (o abolición) de los derechos civiles.
Y Trump es un efecto de esto; un
personaje de esta época, resultado de la propia crisis de representatividad del
sistema democrático, que, desde fuera del ámbito político, aparece como un
voluntarioso caudillo para resolver los problemas del país más poderoso del
mundo buscando fáciles soluciones en el pasado, en los mandatos de Ronald
Reagan. Que, a su vez, se inspiraba en un país conformado por la moral del
pionero (representada por él mismo, en las películas del Oeste que interpretó),
que ya entonces estaba desapareciendo y se refugiaba en el interior, en la América
religiosa, agraria, aislada y profunda.
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