jueves, 19 de enero de 2017

Trump (II). Ganar como sea.

Good morning, Spain que es different

En virtud de un complejo, injusto y anticuado sistema electoral, Donald Trump, con 62.980.000 votos populares y 304 votos electorales recibidos, 241 diputados en la Cámara de Representantes y 52 senadores, resultó vencedor en las elecciones del pasado noviembre y se ha convertido en el 45º Presidente de los Estado Unidos.
Hillary Clinton perdió con más votos populares, 65.845.000 (6,5 millones menos que Obama) y 227 votos electorales, obtuvo 194 representantes y 46 senadores.
Los inscritos para votar fueron 231.557.000 personas; los votantes: 137.054.000, la participación fue del 55,4% (desde 1972 no ha sobrepasado el 60%).La población total de Estados Unidos es de 324.289.000 personas.
Donald Trump es un hombre blanco de 70 años (pocos días le faltaban a Reagan para cumplirlos cuando llegó a la Casa Blanca), millonario, como otros recientes candidatos republicanos (Gingrich y Romney). Es rico por herencia -su fortuna se estima en 3.500 millones de dólares, repartidos en multitud de empresas-, arrastra varias quiebras y se jacta de no pagar impuestos (según algunos, es un estratega en burlar al fisco), no ha presentado su declaración de la renta en la campaña electoral y tiene intereses empresariales en una veintena de países.
Todo ello no ha sido obstáculo para presentarse ante los electores como un rico extravagante, rebelde y generoso, enfrentado al “establishment”, a los liberales (progresistas) demócratas y a los “burócratas de Washington”; una especie de versión adinerada y demagógica de Robín Hood.
“¿Quién queréis que gobierne América: la clase política corrupta o la gente?” Preguntó a sus seguidores la noche electoral. Y la respuesta de la gente fue obvia: la gente, o sea, él, un empresario millonario, que evade impuestos, como mejor representante de la gente que trabaja y está al día con el fisco.
Es difícil entender su meteórica carrera política, que, desde fuera del ámbito político, le ha llevado en muy poco tiempo a la Casa Blanca, pero Trump no era una persona desconocida.
Como Reagan, que era una cara familiar por el cine y la televisión, Trump, antes de ser candidato a la presidencia, ya era famoso por un programa de televisión (El aprendiz) y por sus apariciones en la prensa, en la de negocios y en la rosa. Un tipo multimillonario, que tiene su propio programa de televisión, que aparece rodeado de bellas mujeres, posee un rascacielos en el centro de Manhattan y presta su nombre a otros edificios repartidos por el mundo (la marca Trump), es de sobra conocido y envidiado, pues ofrece la imagen del triunfador. Y en cierta medida corrobora el dicho de que cualquiera (menos una mujer) puede llegar a presidente, aunque sea un sujeto impresentable.
Trump es un tipo narcisista, soberbio, y temible, según quienes le conocen, que tiene perfectamente asimiladas las vejatorias formas de trato que cree que le permite su elevada posición en la escala social: es rico, es un jefe; manda, es un triunfador. Y ante eso hay que doblegarse, porque Trump ha emprendido esta carrera para ganar, para ser el número uno, porque el resto no cuenta, según la acrisolada doctrina de los neoliberales de llegar a lo más alto y hacerlo en poco tiempo.
Trump ha llegado a la política para ganar y también para hacerlo a su manera -My way, ¿recuerdan?-, según sus propias y cambiantes reglas, que no son fijas ni limpias porque es un oportunista. Su, iba a decir filosofía pero dudo que sepa lo que es, su actitud en la vida es la de ganar como sea. Y de casta le viene al galgo, ya que viene de una familia de triunfadores que llegaron bastante arriba partiendo de bastante abajo. Nieto de emigrantes europeos, su abuelo regentó un burdel, y quizá de las historias que contaba el abuelito sacó el pequeño Donny sus cavernarias ideas sobre las mujeres. 
Así, pues, la primera conclusión a extraer antes de empezar a gobernar es que Trump, ya en la campaña electoral, ha roto las reglas de juego político, no sólo hacia los adversarios, sino hacia los votantes, hacia los propios y hacia los demás. Ha venido a mostrar, y de momento lo ha conseguido, que se puede ganar de cualquier manera; que todo vale con tal de ganar, porque si no se vence, el resultado no vale. Más aún, no basta con derrotar al adversario, sino que hay que destruirlo, incluso acusándolo de traición o metiéndolo en la cárcel. Para encontrar apoyo electoral a esos propósitos hace falta crear mucha tensión social, suscitar oposición, polaridad. Ya veremos luego cómo se alivia eso. 

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