Con motivo de la Diada, miles o cientos de
miles de personas han salido a la calle en Cataluña a encontrarse con ellas
mismas como sujeto social, y con la Historia (escrita con mayúscula). Han
acudido a los lugares de concentración impulsadas por un fuerte sentimiento
gregario, que agrupa multitudes por encima de las diferencias de sexo, edad,
religión y condición, propiedad o renta, situación laboral o económica, para
sentirse miembros de una colectividad -la nación catalana- y participar en un
gran proyecto político.
Millones de ciudadanos, cuya existencia
cotidiana está determinada por las decisiones adoptadas, primero, por los
poderes locales y regionales (catalanes) y, luego, por los nacionales y
mundiales, han sido convocados para participar en la gesta de una nación en
marcha, que quiere ser soberana y asir las riendas de su destino, pues la
pertinaz propaganda nacionalista ha logrado inculcar en la gente corriente dos
ideas fundamentales. La primera es una noción de soberanía más propia del siglo
XIX, que es difícilmente compatible con los vínculos políticos y sobre todo
económicos existentes hoy entre países insertos en un sistema mundial regido
por organismos supranacionales.
La segunda idea, otro gran acierto de la
propaganda nacionalista, es haber logrado inculcar el sentimiento de que todos
los catalanes son víctimas en parecida medida de las decisiones de España o de
Madrid (España nos roba). La consecuencia de este victimismo igualitario es
suscitar la impresión de que existe una amenazada comunidad de intereses entre
todos los catalanes y que la única solución para escapar de tal agravio es
alcanzar la independencia. Aunque el discurso nacionalista no indica lo que
ocurrirá después de tan fausto evento, pues reina un prudente silencio o una calculada
ambigüedad sobre el modelo de sociedad resultante, en la que, a tenor de las
ideas y las prácticas de los grupos políticos que dirigen el “procés” (ERC y,
sobre todo, los herederos de CiU), parece difícil de creer que las posiciones
neoliberales de Artur Mas, alineado con el programa de austeridad social de
Ángela Merkel, puedan tener el objetivo de atender de forma prioritaria las
necesidades de los grupos sociales más golpeados por la crisis y por las
medidas de austeridad aplicadas por la Generalitat para, en teoría, salir de
ella.
Cuesta creer, que en un proceso dirigido por el
partido del 3%, se vayan a atemperar las diferencias de clase derivadas de la
oposición entre los intereses del capital y los del trabajo, y que pueda
establecerse un proyecto común por encima de las múltiples tensiones que
atraviesan la compleja sociedad catalana, como son las existentes entre
dirigentes y dirigidos, contribuyentes y evasores fiscales, corruptos y
honrados, empresarios y trabajadores, prestamistas y endeudados, desahuciadores
y desahuciados, privatizadores de bienes públicos y expoliados, recortadores de
servicios y recortados, empleadores y parados, etc, etc, etc, que a buen seguro
habrían de perdurar o incluso acentuarse en los primeros años de andadura del
nuevo país.
Ante un impresentable Gobierno central en
funciones, un país, España, con un notable grado de deterioro de sus
instituciones, una clase política incapaz no sólo de formar gobierno sino de
establecer un dictamen sobre la situación política y económica y definir unas
mínimas líneas maestras de actuación inmediata, que puedan suscitar un consenso
por precario que sea para salir del atasco; ante un país sin pulso y sin rumbo,
el nacionalismo catalán ofrece una identidad colectiva fuerte, un proyecto
ilusionante y un excitante momento de construcción, al que invita a participar
como protagonistas a quienes eran hasta hace poco insignificantes ciudadanos,
cuya vida estaba regida por el azar inexplicable de la crisis económica, el
deterioro institucional y el ocaso del proyecto autonómico.
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