Como pienso que se debe juzgar
a los dirigentes políticos por los retos que voluntariamente aceptan y por los
riesgos que asumen, el calificativo “chisgarabís” aplicado a Suárez me parece
inapropiado, lo diga quien lo diga, pues sugiere que, llevado por su
oportunismo, se prestó a asumir un papel que le venía grande y que no estuvo a
la altura de las circunstancias, que recuerdo cuales fueron.
Una crisis económica nacional,
consecuencia de la inserción subordinada de nuestro modelo en el sistema económico
internacional, sometido, a su vez, a un proceso de reajuste tras la crisis del
dólar (1971), del petróleo, de las materias primas y la ruptura del sistema
financiero de Bretton Woods. Las nuevas tecnologías de la información y la
comunicación darían lugar a otro modelo y al mismo tiempo se gestaba el gran
despegue del sector financiero. La llegada de Margaret Thatcher a Downing
Street, en 1979, y el triunfo electoral de Ronald Reagan en 1980 pondrían en
marcha esos cambios y la revolución neoliberal conservadora se convertiría en
el credo político dominante (el pensamiento único, según Ramonet) en Occidente.
En 1974, Tamames, en un artículo titulado “El otoño de la economía española” (Cuadernos para el diálogo), señalaba los
males del modelo productivo español.
Los efectos de la crisis
acentuaron las protestas de los trabajadores y dieron nuevas ánimos a un
movimiento obrero combativo, animado por reclamaciones laborales, sindicales y
democráticas, encuadrado en buena parte por CC.OO., una organización
clandestina dirigida por comunistas de izquierda y de extrema izquierda, cuyas
fuerzas potenciales eran desconocidas para la derecha y para la patronal. Todas
las fuerzas de la izquierda, desde el PSOE a los maoístas, eran partidarias de
la ruptura con la dictadura y de un gobierno provisional bajo distintas
denominaciones. Y las más radicales postulaban un cambio de tipo
revolucionario.
La patronal veía el futuro con
inquietud. Un sector contemplaba la entrada en el Mercado Común como el destino
más favorable a sus intereses y asumía el coste político que ello representaba:
un régimen democrático, con partidos y sindicatos. Algunos ya habían negociado
con las organizaciones clandestinas (Durán Farrell, SEAT), pero otros se
mostraban inflexibles mientras resistían en la CNS, el sindicato vertical,
asistidos por los “camisas viejas” del régimen (García Carrés, Girón, Utrera,
Covisa…).
Las dos ramas de ETA, GRAPO,
FRAP, Autónomos, Terra Lliure, MIL y algún otro, con sus actividades violentas eran
obstáculos añadidos y un continuo foco de tensión con el ejército y la policía.
Desde el 1 de enero de 1976 hasta la dimisión de Suárez, solamente las dos
ramas de ETA provocaron la muerte a 275 personas, en su mayoría policías,
guardias civiles y militares. Su pretensión era provocar un golpe de Estado que
demostrase la veracidad de su aserto (nada ha cambiado tras la muerte de
Franco) y buscar una salida al “conflicto” negociando entre “militares” o bien,
que las autoridades civiles negociaran con ETA para evitar el golpe militar.
Estuvieron cerca de conseguirlo: la operación Galaxia y el 23-F, fueron el
resultado de semejante locura. Eso y la presión de los militares sobre Suárez,
a pesar del apoyo de Gutiérrez Mellado, fueron, creo, una de las mayores causas
de su desgaste y, al final, de su dimisión. Suárez se movió siempre temiendo la
reacción del Ejército: el golpe militar desde la derecha (Chile, 1973) y el
golpe militar desde la izquierda (Portugal, 1974).
Las presiones externas no
fueron menores. En primer lugar la de Marruecos sobre el Sahara. La marcha
verde (noviembre de 1975) no afectó a Suárez, pero sí la silenciosa marcha
púrpura de la Iglesia. Tarancón apoyó la reforma, pero se las arregló para
negociar en secreto los acuerdos con la Santa Sede, mientras se discutía
públicamente la Constitución (en la que tienen difícil encaje).
Con
el mundo dividido en dos bloques, las presiones de EE.UU. fueron grandes,
estaban en juego las bases militares y la perspectiva de la entrada en la OTAN,
rechazada con energía desde la izquierda, pero no creo que la Transición fuera
una operación diseñada por la CIA, aunque es casi seguro que intervino en ella.
Por otra parte, la
socialdemocracia europea, en particular el SPD alemán, apoyaba al PSOE como una
opción de centro izquierda, que podía hacerle sombra.
Suárez
disponía, además, de poco tiempo. Tenía que ganar por la mano a sus adversarios
políticos, impedir que la situación económica se deteriorase más, que, en
consecuencia, los movimientos sociales -obrero, vecinal, estudiantil,
nacionalista- le desbordaran, que el Ejército se cansara y que la izquierda
venciera sus recelos y lograra unirse en torno a un programa común rupturista.
Todo esto con un partido –UCD-
surgido de la noche a la mañana y cogido con alfileres, torpedeado por la
Alianza Popular de Fraga, que buscaba aglutinar en un gran partido de derechas
a la “mayoría natural”. Y Suárez estorbaba porque era un reformista de centro,
o una derecha reformista, no reaccionaria como Alianza Popular, el antecedente
del PP.
Así que la operación de
reformar el régimen -ruptura pactada la llamó Carrillo- se hizo con prisa, pero
para Suárez y la UCD tuvo un buen resultado. Los poderes fácticos no fueron
tocados, la estructura de la propiedad se mantuvo tal cual estaba, parte de las
instituciones franquistas continuaron vigentes, el capital aseguró su
influencia y aseguró la hegemonía de la derecha durante 30 años más. Y todo
esto, ¿se debe a un chisgarabís? Naturalmente, la Transición es un proceso
mucho más complejo, con más actores, pero quién estaba al timón tejiendo y
destejiendo era Adolfo Suárez.
A su lado, los chisgarabises fuimos nosotros.
Para Colectivo Red Verde, marzo 2014.
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