lunes, 12 de septiembre de 2016

Suárez, ¿un chisgarabís?

Como pienso que se debe juzgar a los dirigentes políticos por los retos que voluntariamente aceptan y por los riesgos que asumen, el calificativo “chisgarabís” aplicado a Suárez me parece inapropiado, lo diga quien lo diga, pues sugiere que, llevado por su oportunismo, se prestó a asumir un papel que le venía grande y que no estuvo a la altura de las circunstancias, que recuerdo cuales fueron.
Una crisis económica nacional, consecuencia de la inserción subordinada de nuestro modelo en el sistema económico internacional, sometido, a su vez, a un proceso de reajuste tras la crisis del dólar (1971), del petróleo, de las materias primas y la ruptura del sistema financiero de Bretton Woods. Las nuevas tecnologías de la información y la comunicación darían lugar a otro modelo y al mismo tiempo se gestaba el gran despegue del sector financiero. La llegada de Margaret Thatcher a Downing Street, en 1979, y el triunfo electoral de Ronald Reagan en 1980 pondrían en marcha esos cambios y la revolución neoliberal conservadora se convertiría en el credo político dominante (el pensamiento único, según Ramonet) en Occidente. En 1974, Tamames, en un artículo titulado “El otoño de la economía española” (Cuadernos para el diálogo), señalaba los males del modelo productivo español.
Los efectos de la crisis acentuaron las protestas de los trabajadores y dieron nuevas ánimos a un movimiento obrero combativo, animado por reclamaciones laborales, sindicales y democráticas, encuadrado en buena parte por CC.OO., una organización clandestina dirigida por comunistas de izquierda y de extrema izquierda, cuyas fuerzas potenciales eran desconocidas para la derecha y para la patronal. Todas las fuerzas de la izquierda, desde el PSOE a los maoístas, eran partidarias de la ruptura con la dictadura y de un gobierno provisional bajo distintas denominaciones. Y las más radicales postulaban un cambio de tipo revolucionario.
La patronal veía el futuro con inquietud. Un sector contemplaba la entrada en el Mercado Común como el destino más favorable a sus intereses y asumía el coste político que ello representaba: un régimen democrático, con partidos y sindicatos. Algunos ya habían negociado con las organizaciones clandestinas (Durán Farrell, SEAT), pero otros se mostraban inflexibles mientras resistían en la CNS, el sindicato vertical, asistidos por los “camisas viejas” del régimen (García Carrés, Girón, Utrera, Covisa…).
Las dos ramas de ETA, GRAPO, FRAP, Autónomos, Terra Lliure, MIL y algún otro, con sus actividades violentas eran obstáculos añadidos y un continuo foco de tensión con el ejército y la policía. Desde el 1 de enero de 1976 hasta la dimisión de Suárez, solamente las dos ramas de ETA provocaron la muerte a 275 personas, en su mayoría policías, guardias civiles y militares. Su pretensión era provocar un golpe de Estado que demostrase la veracidad de su aserto (nada ha cambiado tras la muerte de Franco) y buscar una salida al “conflicto” negociando entre “militares” o bien, que las autoridades civiles negociaran con ETA para evitar el golpe militar. Estuvieron cerca de conseguirlo: la operación Galaxia y el 23-F, fueron el resultado de semejante locura. Eso y la presión de los militares sobre Suárez, a pesar del apoyo de Gutiérrez Mellado, fueron, creo, una de las mayores causas de su desgaste y, al final, de su dimisión. Suárez se movió siempre temiendo la reacción del Ejército: el golpe militar desde la derecha (Chile, 1973) y el golpe militar desde la izquierda (Portugal, 1974).   
Las presiones externas no fueron menores. En primer lugar la de Marruecos sobre el Sahara. La marcha verde (noviembre de 1975) no afectó a Suárez, pero sí la silenciosa marcha púrpura de la Iglesia. Tarancón apoyó la reforma, pero se las arregló para negociar en secreto los acuerdos con la Santa Sede, mientras se discutía públicamente la Constitución (en la que tienen difícil encaje).
Con el mundo dividido en dos bloques, las presiones de EE.UU. fueron grandes, estaban en juego las bases militares y la perspectiva de la entrada en la OTAN, rechazada con energía desde la izquierda, pero no creo que la Transición fuera una operación diseñada por la CIA, aunque es casi seguro que intervino en ella.  
Por otra parte, la socialdemocracia europea, en particular el SPD alemán, apoyaba al PSOE como una opción de centro izquierda, que podía hacerle sombra.
Suárez disponía, además, de poco tiempo. Tenía que ganar por la mano a sus adversarios políticos, impedir que la situación económica se deteriorase más, que, en consecuencia, los movimientos sociales -obrero, vecinal, estudiantil, nacionalista- le desbordaran, que el Ejército se cansara y que la izquierda venciera sus recelos y lograra unirse en torno a un programa común rupturista.
Todo esto con un partido –UCD- surgido de la noche a la mañana y cogido con alfileres, torpedeado por la Alianza Popular de Fraga, que buscaba aglutinar en un gran partido de derechas a la “mayoría natural”. Y Suárez estorbaba porque era un reformista de centro, o una derecha reformista, no reaccionaria como Alianza Popular, el antecedente del PP.
Así que la operación de reformar el régimen -ruptura pactada la llamó Carrillo- se hizo con prisa, pero para Suárez y la UCD tuvo un buen resultado. Los poderes fácticos no fueron tocados, la estructura de la propiedad se mantuvo tal cual estaba, parte de las instituciones franquistas continuaron vigentes, el capital aseguró su influencia y aseguró la hegemonía de la derecha durante 30 años más. Y todo esto, ¿se debe a un chisgarabís? Naturalmente, la Transición es un proceso mucho más complejo, con más actores, pero quién estaba al timón tejiendo y destejiendo era Adolfo Suárez.       

 A su lado, los chisgarabises fuimos nosotros.

Para Colectivo Red Verde, marzo 2014.

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