sábado, 2 de abril de 2016

La nueva clase obrera

Esta exposición parte de una premisa que, por razones de espacio, ahora no es posible fundamentar, pero que sirve de punto de partida y base de apoyo a todo el razonamiento posterior. Esta premisa es la siguiente: la acción política y militar de las fuerzas sociales sublevadas el 18 de julio de 1936 contra la legalidad republicana puso fin, entre otras cosas, a un capítulo de la historia del movimiento obrero en España. Por lo tanto, si existe un rasgo común a las diversas expresiones de la acción reivindicativa de los trabajadores durante el régimen franquista, es que se trata de un fenómeno social nuevo.
Esta apreciación es importante tanto en lo que se refiere a los trabajadores como un conjunto humano de las sociedades industriales, es decir, como una clase sociológica, que, además, cumple un papel esencial como productora, como consumidora y como contribuyente, cuanto se refiere a la clase obrera entendida como un sujeto cuyos intereses son antagónicos con los del capital, lo cual da lugar a peculiares prácticas de clase que pueden llegar a desembocar en una praxis revolucionaria.
Sin embargo, si bien es cierto que, durante las primeras décadas de este siglo, los objetivos planteados por dicha praxis excedieron con mucho lo que las tradicionales clases poseedoras estaban dispuestas a conceder a las clases subalternas para mantener la paz social y que fueron uno de los motivos que llevaron a la guerra civil como máxima expresión de la lucha de clases, hay que señalar que, a lo largo de la existencia de la dictadura franquista, bajo la aparente continuidad -y hasta el aumento numérico- de la clase trabajadora se han producido dentro de ésta bruscas discontinuidades sociológicas e ideológicas.

1. LA NUEVA CLASE OBRERA
Por varias y poderosas causas, las manifestaciones del lento y costoso despertar de las reivindicaciones obreras entre los años 1955 y 1975 muestran que se trata de un movimiento social que guarda notables diferencias con respecto al movimiento obrero existente durante la II República y la guerra civil.
La primera causa reside en que la victoria militar del bloque social dirigido por Franco y la dictadura instaurada tras la contienda consiguieron deshacer las fuerzas políticas y sindicales de las clases subalternas, en particular de la clase obrera, y privarlas, por mucho tiempo, de capacidad para actuar.
La represión policíaca, además de desmantelar a dos grandes sindicatos como la UGT y la CNT[i], que llegaron a agrupar a dos millones de afiliados[ii] sobre una población activa de nueve millones de personas, de eliminar físicamente o conducir a la cárcel o al exilio a sus principales dirigentes y cuadros medios, impidió que estos sindicatos pudieran transmitir las experiencias de lucha a nuevas generaciones de trabajadores. El desorden social producido por la guerra y las rupturas ocasionadas en muchas familias por la represión posterior, hicieron muy difícil el traspaso de ese legado de lucha obrera a los más jóvenes. Con ello faltó la posibilidad de ofrecer respuestas colectivas al régimen del 18 de julio, que impidió, de manera sangrienta, la reproducción de una forma de intervenir en la moderna sociedad de clases desde la perspectiva de los intereses y aspiraciones de los trabajadores. Es más, la insubordinación militar del 18 de julio cumplió con terrible saña -en la guerra y en la primera postguerra- la tarea de procurar la atomización de las fuerzas obreras y la inanidad política de sus pretensiones, que quedaron reducidas a simples cuestiones de conciencia de cada individuo; ni siquiera pudieron ser un asunto de opinión.
Mediante un rígido control de la información y la cultura, la dictadura creó un enorme vacío sobre el conocimiento de la historia, tanto de la inmediata -groseramente adulterada en beneficio del bando victorioso en la guerra civil- como de la remota, y sobre la percepción de la realidad cotidiana. Con ello, trataba de impedir que desde el lado subalterno de la sociedad brotara un discurso crítico o que un discurso formulado en el pasado pudiera de nuevo cumplir una función aglutinante, para lo cual había que borrar todos los rastros de la cultura del enemigo de clase y dejar que la propaganda y el tiempo actuasen sobre la memoria colectiva. En este sentido y pese a otro tipo liberalizaciones, el régimen de Franco se mantuvo fiel hasta sus últimos días a su misión fundacional: impedir el reagrupamiento político de las clases subalternas.
La segunda causa de la novedad del movimiento obrero reside en los importantes cambios en la estructura social acaecidos a lo largo de la prolongada existencia del Régimen.
En primer lugar hay que tener en cuenta la renovación social producida por el crecimiento vegetativo de la población. En 1964, año en que el franquismo celebra sus bodas de plata -25 años de paz-, el 22% de la población activa tiene menos de 24 años; un 41% está entre los 25 y 44 años y un 36% tiene más de 45 años. En 1970, los trabajadores que tienen menos de 24 años son el 24% de la población activa; un 38% se encuentra entre los 24 y 44 años y un 37% está por encima de los 45 años (Anuario, 1977, 216). Otro factor son las transferencias de población desde el ámbito rural al urbano (Giner, 1972). Sólo entre 1961 y 1969 unos tres millones de personas cambian de residencia, de las cuales casi 800.000 fijan su destino en ciudades de más de 100.000 almas, localizadas, sobre todo, en el País Vasco, Cataluña y Madrid. Esta ciudad, además de ser el corazón político del Régimen y el cerebro financiero del Estado, se convierte de forma muy rápida en un centro industrial de primer orden, que absorbe enormes cantidades de mano de obra. La provincia de Madrid pasa de tener una población de 1,6 millones en 1940 a 2,2, millones en 1960 y a 4,3 millones en 1975[[iii]].
Entre 1960 y 1975 se crean en Madrid casi 600.000 puestos de trabajo, de los cuales más de 400.000 corresponden al sector servicios (ibíd, 46). En esos años se generan importantes cambios en la forma de vida -la motorización (el coche utilitario), se disparan el consumo energético y la venta de aparatos electrodomésticos, se adquiere la vivienda-, que dan lugar al llamado milagro español, que el Régimen exhibe como uno de sus triunfos sociales.       
Uno de los efectos de la migración interior es el veloz crecimiento de los barrios de barracas y chabolas y, luego, de las barriadas obreras que forman el llamado cinturón rojo de las grandes urbes. Zonas llenas de carencias y, por tanto, proclives a la reclamación colectiva y a la solidaridad con el movimiento obrero. Con tan rápido y desordenado aumento de la población obrera en las grandes ciudades, el Régimen tiene que enfrentarse a conflictos sociales que pensaba haber desterrado en 1939.
Hay que hacer una llamada de atención sobre el aspecto puramente cuantitativo de estas cifras, ya que una interpretación de la praxis obrera desde un punto de vista muy ideológico tiende a acentuar los aspectos subjetivos (conciencia de clase, por ejemplo) de los individuos en detrimento de los factores objetivos que marcan su existencia como lo es, por ejemplo, el número. Piénsese, por ejemplo, que el movimiento obrero británico descrito en las primeras obras de Engels y considerado pionero del movimiento obrero europeo, corresponde a un grado determinado de industrialización y de aglomeración urbana. Así, Londres tenía ya en 1850 dos millones y medio de habitantes, población que Madrid no alcanzaría hasta un siglo después, en 1960.  
De los procesos de aglomeración urbana dan cuenta las siguientes cifras (Cortés, 1995, 160). Entre 1951 y 1970, el parque de viviendas familiares en el ámbito metropolitano [iv] es del 39,4%; en las mismas fechas, el parque construido en el ámbito urbano es del 39,3% y el del semiurbano es del 30,9%, en tanto que la construcción en el ámbito rural es sólo el 23%. Pero además de estos aspectos cuantitativos, hay que tener en cuenta la importancia que adquiere la vivienda familiar en la organización social, pues, debido, entre otras causas, al tamaño de los pisos, se acaba imponiendo un modelo familiar que progresivamente se reduce: la familia nuclear de pocos miembros, en la que los descendientes adultos se alejan del hogar paterno. Por otro lado, la vivienda es una forma territorial de insertar a los individuos, pues, debido al modelo residencial impulsado -la vivienda en propiedad-, se convierte en un eficaz método de fijar los trabajadores a una zona, ya que la propiedad y sobre todo la hipoteca sobre ésta actúan como un nuevo pacto de vasallaje con la banca. Tenemos así, como uno de los rasgos de la nueva clase obrera, la paradójica situación que convierte a los trabajadores en propietarios de su vivienda -los asimila a la clase dominante- y, a la vez, en nuevos y peculiares siervos de la gleba al estar atados al minúsculo territorio de su casa por el vínculo de un crédito a largo plazo.
En segundo lugar, se produce una rápida concentración industrial favorecida por la gran oferta de mano de obra barata. En 1930 (Tamames, 1977, 212), el 46% de la población activa prestaba sus servicios en el sector agrario; el 27% en la industria; un 3% en la construcción y un 21% en los servicios, mientras que en 1970, el 25% pertenece al sector agrario; un 26% al industrial; un 10% a la construcción y un 37% a los servicios.         
En un primer momento, los jornaleros llegados del campo se emplean en las fábricas en trabajos sin cualificar, como peones. Hasta 1960, el afán por sobrevivir lleva a las nuevas levas de proletarios a aceptar unas condiciones de trabajo muy duras y a soportar una forma de vida miserable. Y aquí, la palabra  proletario, despojada de la envoltura mítica (como clase revolucionaria), está tomada en su acepción más literal, cuyo contenido -(Giner, 1972) muchos hijos (prole), escasa o nula cualificación profesional, bajos salarios, alto índice de analfabetismo, aculturación, desorientación social y pérdida de raíces, infravivienda (chabola o piso minúsculo), reacciones emotivas más que racionales, cultura política escasa y elemental- resume una vida reducida a poco más que la mera subsistencia.
Dentro de los cambios acaecidos en la estructura social hay que incluir un factor atemperador de los conflictos de clase, que será un elemento importante en la estabilidad del Régimen. Se trata de la aparición de una nutrida clase media urbana vinculada al sector de los servicios, cuyo estilo de vida, aún modesto, tratarán de emular los trabajadores a través de las facilidades para el consumo que lentamente ofrece la economía de mercado (créditos, ventas a plazos, hipotecas). Sin entrar en lo que se entiende por servicios[v], este sector agrupa en 1930 al 21% de la población activa; en 1970, al 37% y en 1975, al 39%.
La tercera causa alude a los cambios habidos en el marco jurídico-político en que se habrá de desenvolver, a partir de 1939, la acción de los trabajadores.
La instauración, en abril de 1939, del Estado nacional-sindicalista supone la abolición de los derechos democráticos amparados por la Constitución de 1931, con lo cual quedan fuera de la ley los partidos políticos y los sindicatos de clase, que son reemplazados por las instituciones adecuadas al nuevo Estado totalitario: el partido único -el Movimiento Nacional- y la Organización Sindical, el sindicato vertical que agrupa a obreros y a empresarios, cuya misión teórica es unir los esfuerzos del capital y del trabajo en aras de la producción nacional, pero que no deja de ser un órgano para controlar a los trabajadores puesto en manos de la Falange.
La afiliación obligatoria al sindicato vertical mientras dura la vida laboral y la prohibición de crear organizaciones de de resistencia a la explotación privan a los trabajadores de sus propios medios de defensa y, despojándolos de toda consideración a su dignidad humana, los transforman pura y simplemente en productores, una palabra que agrada al Régimen.
Así, la fuerza de trabajo, gracias a una legislación de excepción, es convertida en el dócil instrumento que precisa el capital. Sin embargo, la prohibición por decreto de la lucha de clases no hace desaparecer las contradicciones entre los intereses del capital y los del trabajo que surgen en el corazón mismo de la producción, ni puede impedir que, tarde o temprano, tales contradicciones se manifiesten en forma de tensiones sociales dando lugar a diversas prácticas de clase, a través de las cuales los trabajadores, con no poco esfuerzo, tratarán de llevar a cabo una práctica sindical y política autónoma con respecto al Estado, al sindicato vertical y a las fuerzas del capital.

2. EL NUEVO MOVIMIENTO OBRERO
Frente a la reglamentación laboral de inspiración fascista, por la cual el Estado fija directamente los salarios, la Ley de Convenios Colectivos de 1958 introduce la posibilidad de entablar negociaciones directas, dentro del marco del sindicato vertical, entre los trabajadores y los empresarios, con lo cual a comienzos de los años sesenta -y espoleada por el rigor con que el Plan de Estabilización (1959) trata a las economías más modestas- se inicia una etapa de conflictos surgidos de la negociación de los convenios colectivos y empieza a cuartearse la paz social -sólo rota esporádicamente en las zonas con una clase obrera formada anteriormente- que había caracterizado a los años cuarenta y cincuenta. Dos décadas después del final de la guerra civil, es decir de la derrota del movimiento obrero organizado, la actividad reivindicativa de una estrecha capa de trabajadores que se irá ampliando progresivamente en los años venideros pone fin a la etapa de sumisión e inaugura un período de negociación directa con la patronal, frecuentemente acompañada de presión y de lucha, que será mayor en las grandes empresas, preferentemente del sector metalúrgico y entre los obreros más cualificados y mejor pagados, que, junto a los mineros y los trabajadores de la construcción, pronto formarán la vanguardia del nuevo movimiento obrero. La creación de los polos de desarrollo y la extensión de las viejas zonas industriales multiplicarán los conflictos.
Así, pues, a finales de los años sesenta, este incipiente movimiento obrero, formado por la estrecha franja de trabajadores que realiza algún tipo de actividad reivindicativa, no es, claro está, el de fines de la década siguiente, pero tampoco es el de 1939. Ha dado muestras de una lenta recuperación al protestar en 1952 contra la subida de precios; en la primavera de 1956 al obtener, pese a la dura represión policial, aumentos salariales que van del 25% al 70% (Bulnes, 1966) y, en 1958, en las minas asturianas y en la oleada huelguística de 1962, que empieza en Asturias y se extiende luego a otras provincias. Ha dado pruebas de su espíritu solidario en 1962 y en 1963, cuando los obreros bilbaínos salen a la calle para protestar por la deportación de los trabajadores que participaron en las huelgas de 1962; ha boicoteado, en 1963, las elecciones del sindicato vertical en Asturias, Santander, País Vasco y, en menor medida, en Madrid y en Cataluña.
Este lento despertar del movimiento obrero se manifiesta en que, en 1964, 680.000 obreros industriales y braceros del campo que han participado en huelgas, lo que supone un incremento del 29% sobre el año anterior, y en que un 15% de las mismas hayan tenido por causa la solidaridad (Blanc, 1966). Igualmente se advierte una cierta convergencia entre las luchas de los mineros asturianos y las movilizaciones de otras provincias, aunque ésta sea todavía muy incipiente. Y lo que es más importante, los trabajadores, aún bajo las duras condiciones impuestas por el Régimen, han encontrado en las comisiones obreras una forma autónoma de organización, en torno a la cual se inician las primeras resistencias que darán lugar al nuevo movimiento.        
Las comisiones obreras tienen, inicialmente, carácter esporádico: aparecen ante una reclamación de los trabajadores, que forman una comisión para negociar con la empresa, y una vez alcanzado el objetivo se disuelven. La primera comisión obrera se forma en la mina asturiana La Camocha, en 1958, y desde allí, al calor de las huelgas mineras de 1962 y 1963, la experiencia se extiende a otras zonas, en parte de forma espontánea y en parte impulsada por grupos de diversa procedencia (cristianos, comunistas, falangistas disidentes), cuyas ideas se reflejan en el primer documento de CC.OO. con visos de programa -Ante el futuro del sindicalismo (marzo, 1966)-, que está atravesado por una moralista posición anticapitalista y animado por una profunda prevención ante los partidos políticos. El documento, además de una declaración de independencia con respecto a los partidos y de señalar que CC.OO. no se subordina a ninguna tendencia ideológica, precisa que el auténtico sindicalismo obrero debe respetar las diversas tendencias que puedan darse en su seno y evitar la dictadura del grupo más fuerte o mejor organizado. Finalmente expresa el ferviente deseo de que sus aspiraciones puedan realizarse por medios pacíficos.
La primera que tiene carácter estable es la Comisión Obrera del Metal de Madrid, surgida, en 1964, en una asamblea de 600 delegados obreros del sindicato oficial, reunidos para negociar el convenio colectivo. Luego se van formando en otras ramas de la producción, en las principales zonas industriales del país, casi siempre al amparo de los cargos electos de enlaces y jurados sindicales que ostenta la mayoría de sus componentes y de cierta tolerancia del Régimen, que aborda una tímida liberalización[vi] promovida por los tecnócratas y trata de utilizarlas para revitalizar el declinante sindicato vertical, hasta que el Tribunal Supremo las declara ilícitas y subversivas, tras las masivas manifestaciones de enero y octubre de 1967. A partir de este momento, la movilización de los trabajadores no vuelve a remontar esos niveles hasta casi los días finales del Régimen, sin embargo seguirá siendo un eficaz instrumento de desgaste de la dictadura franquista, junto con el movimiento estudiantil y el nacionalista (sobre todo en Cataluña y el País Vasco), y Comisiones Obreras, con sus luces y sus sombras, será una obligada referencia en la historia del nuevo movimiento obrero.

3. OBJETIVOS POLÍTICOS Y ACTITUDES EN LA NUEVA CLASE OBRERA
Una de las diferencias más notables entre el nuevo y el viejo movimiento obrero reside en los objetivos políticos que lo animan y en las actitudes mantenidas por los trabajadores.
Durante los años de declive del sistema canovista y durante la II República, en una sociedad con diferencias de clase muy marcadas y en un clima político muy diferente, los trabajadores, especialmente los afiliados a la CNT -jornaleros del campo y peones industriales, en su mayoría-, estuvieron influidos por doctrinas que ponían más el acento en cambiar radicalmente el sistema (Juliá, 1988) aunque fuera democrático, que en reformarlo. Por contra, durante la dictadura franquista, una vez conocida -y padecida- la experiencia del fascismo en Europa, el sector hegemónico del movimiento obrero defiende la instauración de un régimen democrático en vez de la revolución social. Así, tras la muerte del dictador, los sindicatos se han convertido en una de las bases más firmes del Estado de derecho.

3.1. LA LUCHA DE LÍNEAS DENTRO DEL NUEVO MOVIMIENTO OBRERO
Igual que ocurre con el movimiento obrero anterior a la guerra civil, influido por diversas ideologías, sucede lo propio en el movimiento obrero posterior formado en torno a Comisiones Obreras, que en sus primeros años de existencia conserva la mezcla ideológica surgida de las aportaciones de sus fundadores. No obstante, una vez que el PCE abandona la Oposición Sindical Obrera y centra su atención en CC.OO., ésta recibe su influencia política y pronto queda marcada por los objetivos y el estilo burocrático de este partido.
Sin embargo, una serie de organizaciones revolucionarias[vii] surgidas en la segunda mitad de la década de los años sesenta aspira a disputar al PCE la hegemonía sobre el movimiento[viii] y a colocarse al frente de la clase obrera para conducirla al definitivo enfrentamiento con el enemigo de clase, por lo cual una parte de estas organizaciones entrará en CC.OO. con el propósito de arrebatar la dirección al PCE, en tanto que otra parte fundará sus propias organizaciones obreras y más tarde, sus sindicatos.
Con respecto a la primera táctica, la falta de centralización de CC.OO. debida a la clandestinidad permite que en ciertas zonas -de Barcelona, del País Vasco, de Navarra y, en menor medida, Madrid- y empresas la hegemonía no sea del PCE, pero cuando las condiciones lo permitan y pueda levantar un sólido aparato organizativo, éste recobrará su capacidad para controlar el movimiento y conducirlo, en líneas generales, de acuerdo con su estrategia. Entre las organizaciones que antes (1967) disputan la hegemonía al PCE se encuentra el FOC, que logra una amplia representación en la Comisión Nacional de Cataluña, de tal manera que durante un tiempo (es verdad que no muy largo), en Barcelona, CC.OO. tiene dos coordinadoras, una por ramas, dirigida por el PCE, y otra por zonas, dirigida por el FOC-. Lo propio sucede en el País Vasco, en donde habrá -hasta 1977, en que se vuelven a unir- dos ramas de CC.OO., la CECO, dirigida por la izquierda radical, y la CONE dirigida por el PCE. Con respecto a la creación de organizaciones alternativas a CC.OO., además de la citada OSO, retomada por el PCE (m-l), hay que citar, entre otras: Plataformas, promovida por organizaciones provenientes del FOC, Comisiones Obreras Revolucionarias creada por el PCE (i), Sectores (de CC.OO), auspiciada por OCE (BR), y Proletario, por la LCR, todas ellas de corta vida. Aquí hay que hacer una mención al escaso papel jugado por la CNT en estos años, cuyas causas residen, además de en el quebranto sufrido por la represión, en las divisiones entre los residentes en el exilio y los del interior, en el apego a viejas formas de lucha sin percibir las mutaciones que la dictadura ha producido en las estructuras del Estado, en la ignorancia de los profundos cambios ocurridos en la sociedad española y, sobre todo, en la clase obrera. Y, por otra parte, en su interior se da una honda división entre los afiliados antiguos, marcados profundamente por los problemas sociales y las formas de lucha de los años treinta, y las nuevas generaciones, para las cuales el anarquismo es, más que nada, una referencia cultural, o mejor dicho, contracultural, similar a otras corrientes en boga. 

4. LA REMODELACIÓN ORGANIZATIVA AL FINAL DEL FRANQUISMO
La movilización social que acompaña el ocaso del franquismo se intensifica tras la muerte del dictador y genera acelerados cambios en la estructura jurídico-política del Estado. Desde el agonizante sindicato vertical, y enarbolando la bandera de la unidad sindical, se pretende fundar, por medio de un congreso constituyente, un sindicato solo de trabajadores que sirva de alternativa a las organizaciones obreras, CC.OO., UGT y USO,  especialmente a la primera, que es la más representativa y está vinculada al PCE, del que se desconoce su verdadera fuerza y, sobre todo, sus verdaderas intenciones, pero el intento se salda con un fracaso y el sindicato único se arrincona por inservible, junto con el partido único y a otros cachivaches de la dictadura. Sin embargo la idea de la unidad sindical, viejo objetivo del movimiento obrero, no logra materializarse. A lo más que se llega es a constituir, en julio de 1976, la Coordinadora de Organizaciones Sindicales, de vida efímera, pues se rompe en marzo de 1977, con gran satisfacción de la patronal, para quien es preocupante el hecho de que los trabajadores puedan quedar representados por un solo sindicato en el que los comunistas sean la fuerza más importante. Así que los mismos que durante el franquismo habían defendido con tesón la afiliación obligatoria de todos los trabajadores en el sindicato vertical, se convierten en encendidos partidarios de la voluntariedad de la afiliación y de la pluralidad sindical y deciden alentar todo tipo de organizaciones que puedan disputar la hegemonía a CC.OO. Deseo que coincide con la intención de la socialdemocracia europea de afianzar por medio del PSOE su presencia entre las fuerzas políticas que han de alumbrar el nuevo régimen y de difundir, a través de la UGT, un sindicalismo de concertación y de servicios, que actúe como elemento moderador en el enfrentamiento entre el capital y el trabajo.
En la I Asamblea General de CC.OO. (11 de julio de 1976) vuelve a surgir la cuestión de la unidad sindical con la propuesta de una corriente minoritaria encabezada por militantes del PTE y la ORT de llegar a una rápida unificación con los otros sindicatos. Pero al ser derrotada, esta propuesta de unidad da lugar a nuevas divisiones, pues al enconarse las discrepancias entre los promotores del Sindicato Unitario, en vez de un solo sindicato se forman dos: el Sindicato Unitario, dirigido por la ORT, y la Confederación de Sindicatos Unitarios de Trabajadores, dirigida por el PTE. El primero celebra su congreso constituyente el día 1 de mayo de 1977 y la segunda el día 15 del mismo mes. Ambos sindicatos se disputarán con USO el tercer puesto, después de CC.OO. y UGT.
La fundación de estos sindicatos no es el único intento, realizado desde la extrema izquierda, de crear núcleos de resistencia anticapitalista aprovechando el marco de la lucha sindical. De ello derivan dos tipos de sindicalismo: el que tiene como límite la consolidación del régimen democrático en fase de  instauración y el que estima que las demandas de los trabajadores (y más en tiempo de crisis) no deben supeditarse a la estabilidad de un régimen político, que para una gran parte de la izquierda radical conserva muchos rasgos del anterior. En consecuencia, para la extrema izquierda la lucha sindical favorece su táctica de desgastar al sistema, en tanto que para el primer tipo de sindicalismo se trata de consolidar el régimen democrático manteniendo el conflicto de clases dentro del terreno de lo negociable.
Fracasados los intentos de la izquierda radical de conducir al movimiento obrero hacia el enfrentamiento de clases por medio de otros sindicatos o de intentar torcer el rumbo de CC.OO., se puede decir que la tendencia dominante viene marcada por el papel que desempeña el modelo sindical basado en la concertación.
Este modelo de sindicalismo, que se irá imponiendo lenta pero inexorablemente en el curso de pocos años, pretende arrebatar protagonismo a los trabajadores y confiarlo a los expertos, ofreciendo a gobiernos y patronales pocos pero escogidos interlocutores dotados de gran capacidad para decidir, lo cual requiere terminar con las incipientes formas de democracia obrera -el asambleísmo, los delegados revocables, la ocupación de las empresas, la presión sobre los esquiroles, los piquetes y las huelgas sin previo aviso y sin duración establecida-.
Modelo que conduce a centralizar la materia negociable y a que los trabajadores confíen la defensa de sus intereses a unos sindicatos que gozarán del beneficio de representar a todos los trabajadores y no sólo de sus afiliados, y que, en consecuencia, acordarán con gobiernos y patronales, por medio de grandes pactos, las condiciones de trabajo de toda la clase. Con ello el sindicalismo se escinde en funciones contradictorias. Por un lado, los sindicatos son el único freno a las apetencias patronales, a las políticas de ajuste y a los rigurosos planes del neoliberalismo económico. Por otro, nace en el seno de los sindicatos una casta de burócratas que hacen de la negociación su medio de vida. Serán profesionales de la mediación laboral, pero no estarán ligados directamente al mundo del trabajo. Esta autonomía con respecto al mundo del trabajo será reconocida y fomentada por gobiernos y patronales, deseosos de contar con unos interlocutores físicamente alejados de la producción directa y colocados entre el capital, el trabajo y el poder político. Como intermediarios en una sociedad de intermediarios defenderán su lugar específico, convirtiéndose en piezas fundamentales del orden laboral existente.  

5. CONSIDERACIONES FINALES
A lo largo del proceso constituyente del Estado de derecho se ha ido perfilando simultáneamente un modelo de sindicalismo muy institucionalizado en el que priman la eficacia en la gestión sobre la democracia y la negociación de los expertos sobre la movilización de los trabajadores. Sin embargo, pese a la estabilidad que tal modelo confiere al sistema productivo y al régimen político, se trata de un modelo anticuado que encaja bien con la organización social del Estado del bienestar, pero que actualmente está siendo erosionado por las mutaciones producidas en su base social.
El proceso de reestructuración fabril que reduce, atomiza, destruye, reconvierte, fragmenta y traslada la producción, introduce a gran escala nuevas tecnologías y modifica profundamente las relaciones laborales, tiene graves efectos sociales, pues actúa rompiendo socialmente a la clase obrera, de tal manera que, en opinión de A. Bilbao (1993, 49), cabe leer el proceso de reestructuración del capital en términos de un proceso de desestructuración de la clase obrera.
Las consecuencias sociales de tales cambios ocurridos en el área productiva a impulsos de las políticas neoliberales llevan a una sociedad donde la clase obrera, tal como era concebida hasta fecha no lejana, pierde la importancia estratégica que hasta ahora había tenido y en la que el institucionalizado modelo sindical coincide con la tendencia dominante de lo que se ha llamado sociedad corporatista, propia del capitalismo de organización (Habermas, 1975).

Comunicación publicada en: Tiempos de silencio. Actas del IV Encuentro de Investigadores del Franquismo, Valencia, Fundació d’Estudis i Iniciatives Sociolaborals, Valencia, 1999.


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BIBLIOGRAFÍA REFERIDA
Ariza, J. (1976): CC.OO. Comisiones Obreras, Barcelona, Avance.
Bértolo, C. y OO.AA. (1988): La crisis social de la ciudad, Madrid, Alfoz.
Bilbao, A. (1993): Obreros y ciudadanos, Madrid, Trotta.
Blanc, J. (1966): "Las huelgas en el movimiento obrero español", Cuadernos Ruedo Ibérico. Horizonte español 1966, París, vol. II, pp. 249-274.
Bulnes, R. (1966): "Del sindicalismo de represión al sindicalismo de integración", Cuadernos Ruedo Ibérico. Horizonte español 1966, vol. II, París, pp. 285-325.
Cortés, L. (1995): La cuestión residencial, Madrid, Fundamentos.
Giner, S. (1972):"La estructura social de España", Horizonte español 1972, vol. II. Cuadernos Ruedo Ibérico, París.
Habermas, J. (1975): Problemas de legitimación en el capitalismo tardío, Buenos Aires, Amorrortu.
Juliá, S. (1988): "La nueva clase obrera", Historia económica y social moderna y contemporánea de España (vol.2), Madrid.
Roca, José M. (ed.) (1994): "Sindicalismo y revolución", El proyecto         radical. Auge y declive de la izquierda revolucionaria en España (1964-1992), Madrid, Los libros de la catarata.
Ruiz, D. (dir.) (1993): Historia de Comisiones Obreras (1958-1988), Madrid, Siglo XXI.
Sartorius, N. (1976): El resurgir del movimiento obrero, Barcelona, Laia.
Tamames, R. (dir) (1977): Anuario económico y social de España 1977, Barcelona, Planeta.



[i]. Para hacer más ágil la lectura del texto, se indica aquí el significado de las siglas: CC.OO.: Comisiones Obreras; CECO: Coordinadora de Euskadi de CC.OO.; CONE: Comisión Obrera Nacional de Euskadi; CNT: Confederación Nacional del Trabajo; FOC: Frente Obrero Catalán; LCR: Liga Comunista Revolucionaria; OCE (BR): Organización Comunista de España (Bandera Roja);ORT: Organización Revolucionaria de Trabajadores; PCE: Partido Comunista de España; PCE (i): Partido Comunista de España (internacional); PCE (m-l): Partido Comunista de España (marxista-leninista); PSOE: Partido Socialista Obrero Español; PTE: Partido del Trabajo de España; UGT: Unión General de Trabajadores; USO: Unión Sindical Obrera.
[ii]. En 1932, cada uno de estos sindicatos contaba con un millón de afiliados aproximadamente. Posteriormente, CNT perdió afiliados y UGT los ganó, con lo cual, en 1935, el sindicato anarquista contaba con unos 600.000 adherentes, en tanto que el sindicato socialista alcanzó 1.200.000.
[iii]. Véase R. Fernández Durán, "Efectos de la crisis en la metrópli madrileña", en Bértolo, C. y oo.aa. 1988.
[iv]. El término metropolitano se refiere a municipios de más de 500.000 habitantes; urbano a municipios entre 100.001 y 500.000 habitantes; semiurbano a municipios entre 10.001 y 100.000 habitantes y rural lo que tienen menos de 10.000 habitantes.
[v]. Se debe indicar que el mismo epígrafe <<servicios>> recoge activivades muy diferentes. Mientras en los años 20 y 30 se refiere, sobre todo, a la servidumbre doméstica, en los años 60 y 70 se refiere a empleados de oficina. 
[vi]. Al socaire de la campaña XXV años de paz, se decreta un indulto parcial, más tarde se modifica en el Código Penal la tipificación de la huelga como delito de sedición, aunque conserva tal carácter para los empleados públicos, en 1965 se promulga la Ley de Asociaciones y en 1966, la Ley de Prensa e Imprenta, aunque el Régimen, poco tiempo antes ha mandado ejecutar al comunista Julián Grimau y a los anarquistas Granados y Delgado.
[vii]. Este asunto lo he tratado en "Una aproximación sociológica, política e ideológica a la izquierda comunista revolucionaria en España" y en "Reconstrucción histórica del nacimiento, evolución y declive de la izquierda comunista revolucionaria en España. 1964-1992", publicados en la obra colectiva J. M. Roca (ed.) El proyecto radical. Auge y declive de la izquierda revolucionaria en España (1964-1992)
[viii]. Este asunto ha sido tratado en el capítulo "Sindicalismo y revolución", publicado en José M. Roca (1994).

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