Esta exposición parte de una premisa que, por
razones de espacio, ahora no es posible fundamentar, pero que sirve de punto de
partida y base de apoyo a todo el razonamiento posterior. Esta premisa es la
siguiente: la acción política y militar de las fuerzas sociales sublevadas el
18 de julio de 1936 contra la legalidad republicana puso fin, entre otras
cosas, a un capítulo de la historia del movimiento obrero en España. Por lo
tanto, si existe un rasgo común a las diversas expresiones de la acción
reivindicativa de los trabajadores durante el régimen franquista, es que se
trata de un fenómeno social nuevo.
Esta apreciación es importante tanto en lo que se
refiere a los trabajadores como un conjunto humano de las sociedades
industriales, es decir, como una clase sociológica, que, además, cumple un
papel esencial como productora, como consumidora y como contribuyente, cuanto
se refiere a la clase obrera entendida como un sujeto cuyos intereses son
antagónicos con los del capital, lo cual da lugar a peculiares prácticas de
clase que pueden llegar a desembocar en una praxis revolucionaria.
Sin embargo, si bien es cierto que, durante las
primeras décadas de este siglo, los objetivos planteados por dicha praxis
excedieron con mucho lo que las tradicionales clases poseedoras estaban
dispuestas a conceder a las clases subalternas para mantener la paz social y
que fueron uno de los motivos que llevaron a la guerra civil como máxima
expresión de la lucha de clases, hay que señalar que, a lo largo de la
existencia de la dictadura franquista, bajo la aparente continuidad -y hasta el aumento numérico- de la clase trabajadora se han producido dentro de ésta
bruscas discontinuidades sociológicas e ideológicas.
1. LA NUEVA
CLASE OBRERA
Por varias y poderosas causas, las manifestaciones
del lento y costoso despertar de las reivindicaciones obreras entre los años
1955 y 1975 muestran que se trata de un movimiento social que guarda notables
diferencias con respecto al movimiento obrero existente durante la II República
y la guerra civil.
La primera causa reside en que la victoria militar
del bloque social dirigido por Franco y la dictadura instaurada tras la
contienda consiguieron deshacer las fuerzas políticas y sindicales de las
clases subalternas, en particular de la clase obrera, y privarlas, por mucho
tiempo, de capacidad para actuar.
La represión policíaca, además de desmantelar a dos
grandes sindicatos como la UGT y la CNT[i], que
llegaron a agrupar a dos millones de afiliados[ii] sobre
una población activa de nueve millones de personas, de eliminar físicamente o
conducir a la cárcel o al exilio a sus principales dirigentes y cuadros medios,
impidió que estos sindicatos pudieran transmitir las experiencias de lucha a
nuevas generaciones de trabajadores. El desorden social producido por la guerra
y las rupturas ocasionadas en muchas familias por la represión posterior,
hicieron muy difícil el traspaso de ese legado de lucha obrera a los más
jóvenes. Con ello faltó la posibilidad de ofrecer respuestas colectivas al
régimen del 18 de julio, que impidió, de manera sangrienta, la reproducción de
una forma de intervenir en la moderna sociedad de clases desde la perspectiva
de los intereses y aspiraciones de los trabajadores. Es más, la insubordinación
militar del 18 de julio cumplió con terrible saña -en la guerra y en la primera
postguerra- la tarea de procurar la atomización de las fuerzas obreras y la
inanidad política de sus pretensiones, que quedaron reducidas a simples
cuestiones de conciencia de cada individuo; ni siquiera pudieron ser un asunto
de opinión.
Mediante un rígido control de la información y la
cultura, la dictadura creó un enorme vacío sobre el conocimiento de la
historia, tanto de la inmediata -groseramente adulterada en beneficio del bando
victorioso en la guerra civil- como de la remota, y sobre la percepción de la
realidad cotidiana. Con ello, trataba de impedir que desde el lado subalterno
de la sociedad brotara un discurso crítico o que un discurso formulado en el
pasado pudiera de nuevo cumplir una función aglutinante, para lo cual había que
borrar todos los rastros de la cultura del enemigo de clase y dejar que la
propaganda y el tiempo actuasen sobre la memoria colectiva. En este sentido y
pese a otro tipo liberalizaciones, el régimen de Franco se mantuvo fiel hasta
sus últimos días a su misión fundacional: impedir el reagrupamiento político de
las clases subalternas.
La segunda causa de la novedad del movimiento obrero
reside en los importantes cambios en la estructura social acaecidos a lo largo
de la prolongada existencia del Régimen.
En primer lugar hay que tener en cuenta la
renovación social producida por el crecimiento vegetativo de la población. En
1964, año en que el franquismo celebra sus bodas de plata -25 años de paz-, el 22% de la población activa tiene menos de 24
años; un 41% está entre los 25 y 44 años y un 36% tiene más de 45 años. En
1970, los trabajadores que tienen menos de 24 años son el 24% de la población
activa; un 38% se encuentra entre los 24 y 44 años y un 37% está por encima de
los 45 años (Anuario, 1977, 216). Otro factor son las transferencias de
población desde el ámbito rural al urbano (Giner, 1972). Sólo entre 1961 y 1969
unos tres millones de personas cambian de residencia, de las cuales casi
800.000 fijan su destino en ciudades de más de 100.000 almas, localizadas,
sobre todo, en el País Vasco, Cataluña y Madrid. Esta ciudad, además de ser el
corazón político del Régimen y el cerebro financiero del Estado, se convierte
de forma muy rápida en un centro industrial de primer orden, que absorbe
enormes cantidades de mano de obra. La provincia de Madrid pasa de tener una
población de 1,6 millones en 1940 a 2,2, millones en 1960 y a 4,3 millones en
1975[[iii]].
Entre 1960 y 1975 se crean en Madrid casi 600.000
puestos de trabajo, de los cuales más de 400.000 corresponden al sector
servicios (ibíd, 46). En esos años se
generan importantes cambios en la forma de vida -la motorización (el coche
utilitario), se disparan el consumo energético y la venta de aparatos electrodomésticos,
se adquiere la vivienda-, que dan lugar al llamado milagro español, que el Régimen exhibe como uno de sus triunfos
sociales.
Uno de los efectos de la migración interior es el
veloz crecimiento de los barrios de barracas y chabolas y, luego, de las
barriadas obreras que forman el llamado cinturón
rojo de las grandes urbes. Zonas llenas de carencias y, por tanto,
proclives a la reclamación colectiva y a la solidaridad con el movimiento
obrero. Con tan rápido y desordenado aumento de la población obrera en las
grandes ciudades, el Régimen tiene que enfrentarse a conflictos sociales que
pensaba haber desterrado en 1939.
Hay que hacer una llamada de atención sobre el
aspecto puramente cuantitativo de estas cifras, ya que una interpretación de la
praxis obrera desde un punto de vista muy ideológico tiende a acentuar los
aspectos subjetivos (conciencia de clase, por ejemplo) de los individuos en
detrimento de los factores objetivos que marcan su existencia como lo es, por
ejemplo, el número. Piénsese, por ejemplo, que el movimiento obrero británico
descrito en las primeras obras de Engels y considerado pionero del movimiento
obrero europeo, corresponde a un grado determinado de industrialización y de
aglomeración urbana. Así, Londres tenía ya en 1850 dos millones y medio de
habitantes, población que Madrid no alcanzaría hasta un siglo después, en
1960.
De los procesos de aglomeración urbana dan cuenta
las siguientes cifras (Cortés, 1995, 160). Entre 1951 y 1970, el parque de
viviendas familiares en el ámbito metropolitano [iv] es del
39,4%; en las mismas fechas, el parque construido en el ámbito urbano es del
39,3% y el del semiurbano es del 30,9%, en tanto que la construcción en el
ámbito rural es sólo el 23%. Pero además de estos aspectos cuantitativos, hay
que tener en cuenta la importancia que adquiere la vivienda familiar en la
organización social, pues, debido, entre otras causas, al tamaño de los pisos,
se acaba imponiendo un modelo familiar que progresivamente se reduce: la
familia nuclear de pocos miembros, en la que los descendientes adultos se
alejan del hogar paterno. Por otro lado, la vivienda es una forma territorial
de insertar a los individuos, pues, debido al modelo residencial impulsado -la
vivienda en propiedad-, se convierte en un eficaz método de fijar los
trabajadores a una zona, ya que la propiedad y sobre todo la hipoteca sobre
ésta actúan como un nuevo pacto de vasallaje con la banca. Tenemos así, como
uno de los rasgos de la nueva clase obrera, la paradójica situación que
convierte a los trabajadores en propietarios de su vivienda -los asimila a la
clase dominante- y, a la vez, en nuevos y peculiares siervos de la gleba al
estar atados al minúsculo territorio de su casa por el vínculo de un crédito a
largo plazo.
En segundo lugar, se produce una rápida
concentración industrial favorecida por la gran oferta de mano de obra barata.
En 1930 (Tamames, 1977, 212), el 46% de la población activa prestaba sus
servicios en el sector agrario; el 27% en la industria; un 3% en la
construcción y un 21% en los servicios, mientras que en 1970, el 25% pertenece
al sector agrario; un 26% al industrial; un 10% a la construcción y un 37% a
los servicios.
En un primer momento, los jornaleros llegados del
campo se emplean en las fábricas en trabajos sin cualificar, como peones. Hasta
1960, el afán por sobrevivir lleva a las nuevas levas de proletarios a aceptar
unas condiciones de trabajo muy duras y a soportar una forma de vida miserable.
Y aquí, la palabra proletario, despojada
de la envoltura mítica (como clase revolucionaria), está tomada en su acepción
más literal, cuyo contenido -(Giner, 1972) muchos hijos (prole), escasa o nula
cualificación profesional, bajos salarios, alto índice de analfabetismo,
aculturación, desorientación social y pérdida de raíces, infravivienda (chabola
o piso minúsculo), reacciones emotivas más que racionales, cultura política
escasa y elemental- resume una vida reducida a poco más que la mera
subsistencia.
Dentro de los cambios acaecidos en la estructura
social hay que incluir un factor atemperador de los conflictos de clase, que
será un elemento importante en la estabilidad del Régimen. Se trata de la
aparición de una nutrida clase media urbana vinculada al sector de los
servicios, cuyo estilo de vida, aún modesto, tratarán de emular los
trabajadores a través de las facilidades para el consumo que lentamente ofrece
la economía de mercado (créditos, ventas a plazos, hipotecas). Sin entrar en lo
que se entiende por servicios[v], este
sector agrupa en 1930 al 21% de la población activa; en 1970, al 37% y en 1975,
al 39%.
La tercera causa alude a los cambios habidos en el
marco jurídico-político en que se habrá de desenvolver, a partir de 1939, la
acción de los trabajadores.
La instauración, en abril de 1939, del Estado
nacional-sindicalista supone la abolición de los derechos democráticos
amparados por la Constitución de 1931, con lo cual quedan fuera de la ley los
partidos políticos y los sindicatos de clase, que son reemplazados por las instituciones
adecuadas al nuevo Estado totalitario: el partido único -el Movimiento
Nacional- y la Organización Sindical, el sindicato vertical que agrupa a
obreros y a empresarios, cuya misión teórica es unir los esfuerzos del capital
y del trabajo en aras de la producción nacional, pero que no deja de ser un
órgano para controlar a los trabajadores puesto en manos de la Falange.
La afiliación obligatoria al sindicato vertical
mientras dura la vida laboral y la prohibición de crear organizaciones de de resistencia
a la explotación privan a los trabajadores de sus propios medios de defensa y,
despojándolos de toda consideración a su dignidad humana, los transforman pura
y simplemente en productores, una
palabra que agrada al Régimen.
Así, la fuerza de trabajo, gracias a una legislación
de excepción, es convertida en el dócil instrumento que precisa el capital. Sin
embargo, la prohibición por decreto de la lucha de clases no hace desaparecer
las contradicciones entre los intereses del capital y los del trabajo que
surgen en el corazón mismo de la producción, ni puede impedir que, tarde o
temprano, tales contradicciones se manifiesten en forma de tensiones sociales
dando lugar a diversas prácticas de clase, a través de las cuales los
trabajadores, con no poco esfuerzo, tratarán de llevar a cabo una práctica
sindical y política autónoma con respecto al Estado, al sindicato vertical y a
las fuerzas del capital.
2. EL NUEVO
MOVIMIENTO OBRERO
Frente a la reglamentación laboral de inspiración
fascista, por la cual el Estado fija directamente los salarios, la Ley de
Convenios Colectivos de 1958 introduce la posibilidad de entablar negociaciones
directas, dentro del marco del sindicato vertical, entre los trabajadores y los
empresarios, con lo cual a comienzos de los años sesenta -y espoleada por el
rigor con que el Plan de Estabilización (1959) trata a las economías más
modestas- se inicia una etapa de conflictos surgidos de la negociación de los
convenios colectivos y empieza a cuartearse la paz social -sólo rota esporádicamente
en las zonas con una clase obrera formada anteriormente- que había
caracterizado a los años cuarenta y cincuenta. Dos décadas después del final de
la guerra civil, es decir de la derrota del movimiento obrero organizado, la
actividad reivindicativa de una estrecha capa de trabajadores que se irá
ampliando progresivamente en los años venideros pone fin a la etapa de sumisión
e inaugura un período de negociación directa con la patronal, frecuentemente
acompañada de presión y de lucha, que será mayor en las grandes empresas,
preferentemente del sector metalúrgico y entre los obreros más cualificados y
mejor pagados, que, junto a los mineros y los trabajadores de la construcción,
pronto formarán la vanguardia del nuevo movimiento obrero. La creación de los
polos de desarrollo y la extensión de las viejas zonas industriales
multiplicarán los conflictos.
Así, pues, a finales de los años sesenta, este
incipiente movimiento obrero, formado por la estrecha franja de trabajadores
que realiza algún tipo de actividad reivindicativa, no es, claro está, el de
fines de la década siguiente, pero tampoco es el de 1939. Ha dado muestras de
una lenta recuperación al protestar en 1952 contra la subida de precios; en la
primavera de 1956 al obtener, pese a la dura represión policial, aumentos
salariales que van del 25% al 70% (Bulnes, 1966) y, en 1958, en las minas
asturianas y en la oleada huelguística de 1962, que empieza en Asturias y se
extiende luego a otras provincias. Ha dado pruebas de su espíritu solidario en
1962 y en 1963, cuando los obreros bilbaínos salen a la calle para protestar
por la deportación de los trabajadores que participaron en las huelgas de 1962;
ha boicoteado, en 1963, las elecciones del sindicato vertical en Asturias,
Santander, País Vasco y, en menor medida, en Madrid y en Cataluña.
Este lento despertar del movimiento obrero se
manifiesta en que, en 1964, 680.000 obreros industriales y braceros del campo
que han participado en huelgas, lo que supone un incremento del 29% sobre el
año anterior, y en que un 15% de las mismas hayan tenido por causa la
solidaridad (Blanc, 1966). Igualmente se advierte una cierta convergencia entre
las luchas de los mineros asturianos y las movilizaciones de otras provincias,
aunque ésta sea todavía muy incipiente. Y lo que es más importante, los
trabajadores, aún bajo las duras condiciones impuestas por el Régimen, han
encontrado en las comisiones obreras una forma autónoma de organización, en
torno a la cual se inician las primeras resistencias que darán lugar al nuevo
movimiento.
Las comisiones obreras tienen, inicialmente,
carácter esporádico: aparecen ante una reclamación de los trabajadores, que
forman una comisión para negociar con la empresa, y una vez alcanzado el
objetivo se disuelven. La primera comisión obrera se forma en la mina asturiana
La Camocha, en 1958, y desde allí, al
calor de las huelgas mineras de 1962 y 1963, la experiencia se extiende a otras
zonas, en parte de forma espontánea y en parte impulsada por grupos de diversa
procedencia (cristianos, comunistas, falangistas disidentes), cuyas ideas se
reflejan en el primer documento de CC.OO. con visos de programa -Ante el futuro del sindicalismo (marzo,
1966)-, que está atravesado por una moralista posición anticapitalista y
animado por una profunda prevención ante los partidos políticos. El documento,
además de una declaración de independencia con respecto a los partidos y de
señalar que CC.OO. no se subordina a ninguna tendencia ideológica, precisa que
el auténtico sindicalismo obrero debe respetar las diversas tendencias que
puedan darse en su seno y evitar la
dictadura del grupo más fuerte o mejor organizado. Finalmente expresa el
ferviente deseo de que sus aspiraciones puedan realizarse por medios pacíficos.
La primera que tiene carácter estable es la Comisión
Obrera del Metal de Madrid, surgida, en 1964, en una asamblea de 600 delegados
obreros del sindicato oficial, reunidos para negociar el convenio colectivo.
Luego se van formando en otras ramas de la producción, en las principales zonas
industriales del país, casi siempre al amparo de los cargos electos de enlaces
y jurados sindicales que ostenta la mayoría de sus componentes y de cierta
tolerancia del Régimen, que aborda una tímida liberalización[vi]
promovida por los tecnócratas y trata de utilizarlas para revitalizar el
declinante sindicato vertical, hasta que el Tribunal Supremo las declara
ilícitas y subversivas, tras las masivas manifestaciones de enero y octubre de
1967. A partir de este momento, la movilización de los trabajadores no vuelve a
remontar esos niveles hasta casi los días finales del Régimen, sin embargo
seguirá siendo un eficaz instrumento de desgaste de la dictadura franquista,
junto con el movimiento estudiantil y el nacionalista (sobre todo en Cataluña y
el País Vasco), y Comisiones Obreras, con sus luces y sus sombras, será una
obligada referencia en la historia del nuevo movimiento obrero.
3.
OBJETIVOS POLÍTICOS Y ACTITUDES EN LA NUEVA CLASE OBRERA
Una de las diferencias más notables entre el nuevo y
el viejo movimiento obrero reside en los objetivos políticos que lo animan y en
las actitudes mantenidas por los trabajadores.
Durante los años de declive del sistema canovista y
durante la II República, en una sociedad con diferencias de clase muy marcadas
y en un clima político muy diferente, los trabajadores, especialmente los
afiliados a la CNT -jornaleros del campo y peones industriales, en su mayoría-,
estuvieron influidos por doctrinas que ponían más el acento en cambiar
radicalmente el sistema (Juliá, 1988) aunque fuera democrático, que en
reformarlo. Por contra, durante la dictadura franquista, una vez conocida -y
padecida- la experiencia del fascismo en Europa, el sector hegemónico del
movimiento obrero defiende la instauración de un régimen democrático en vez de
la revolución social. Así, tras la muerte del dictador, los sindicatos se han
convertido en una de las bases más firmes del Estado de derecho.
3.1. LA
LUCHA DE LÍNEAS DENTRO DEL NUEVO MOVIMIENTO OBRERO
Igual que ocurre con el movimiento obrero anterior a
la guerra civil, influido por diversas ideologías, sucede lo propio en el
movimiento obrero posterior formado en torno a Comisiones Obreras, que en sus
primeros años de existencia conserva la mezcla ideológica surgida de las
aportaciones de sus fundadores. No obstante, una vez que el PCE abandona la
Oposición Sindical Obrera y centra su atención en CC.OO., ésta recibe su
influencia política y pronto queda marcada por los objetivos y el estilo
burocrático de este partido.
Sin embargo, una serie de organizaciones
revolucionarias[vii]
surgidas en la segunda mitad de la década de los años sesenta aspira a disputar
al PCE la hegemonía sobre el movimiento[viii] y a
colocarse al frente de la clase obrera para conducirla al definitivo
enfrentamiento con el enemigo de clase, por lo cual una parte de estas
organizaciones entrará en CC.OO. con el propósito de arrebatar la dirección al
PCE, en tanto que otra parte fundará sus propias organizaciones obreras y más
tarde, sus sindicatos.
Con respecto a la primera táctica, la falta de
centralización de CC.OO. debida a la clandestinidad permite que en ciertas
zonas -de Barcelona, del País Vasco, de Navarra y, en menor medida, Madrid- y
empresas la hegemonía no sea del PCE, pero cuando las condiciones lo permitan y
pueda levantar un sólido aparato organizativo, éste recobrará su capacidad para
controlar el movimiento y conducirlo, en líneas generales, de acuerdo con su
estrategia. Entre las organizaciones que antes (1967) disputan la hegemonía al
PCE se encuentra el FOC, que logra una amplia representación en la Comisión
Nacional de Cataluña, de tal manera que durante un tiempo (es verdad que no muy
largo), en Barcelona, CC.OO. tiene dos coordinadoras, una por ramas, dirigida
por el PCE, y otra por zonas, dirigida por el FOC-. Lo propio sucede en el País
Vasco, en donde habrá -hasta 1977, en que se vuelven a unir- dos ramas de
CC.OO., la CECO, dirigida por la izquierda radical, y la CONE dirigida por el
PCE. Con respecto a la creación de organizaciones alternativas a CC.OO., además
de la citada OSO, retomada por el PCE (m-l), hay que citar, entre otras:
Plataformas, promovida por organizaciones provenientes del FOC, Comisiones
Obreras Revolucionarias creada por el PCE (i), Sectores (de CC.OO), auspiciada
por OCE (BR), y Proletario, por la LCR, todas ellas de corta vida. Aquí hay que
hacer una mención al escaso papel jugado por la CNT en estos años, cuyas causas
residen, además de en el quebranto sufrido por la represión, en las divisiones
entre los residentes en el exilio y los del interior, en el apego a viejas
formas de lucha sin percibir las mutaciones que la dictadura ha producido en
las estructuras del Estado, en la ignorancia de los profundos cambios ocurridos
en la sociedad española y, sobre todo, en la clase obrera. Y, por otra parte,
en su interior se da una honda división entre los afiliados antiguos, marcados
profundamente por los problemas sociales y las formas de lucha de los años
treinta, y las nuevas generaciones, para las cuales el anarquismo es, más que
nada, una referencia cultural, o mejor dicho, contracultural, similar a otras
corrientes en boga.
4. LA
REMODELACIÓN ORGANIZATIVA AL FINAL DEL FRANQUISMO
La movilización social que acompaña el ocaso del
franquismo se intensifica tras la muerte del dictador y genera acelerados
cambios en la estructura jurídico-política del Estado. Desde el agonizante
sindicato vertical, y enarbolando la bandera de la unidad sindical, se pretende
fundar, por medio de un congreso constituyente, un sindicato solo de
trabajadores que sirva de alternativa a las organizaciones obreras, CC.OO., UGT
y USO, especialmente a la primera, que
es la más representativa y está vinculada al PCE, del que se desconoce su
verdadera fuerza y, sobre todo, sus verdaderas intenciones, pero el intento se
salda con un fracaso y el sindicato único se arrincona por inservible, junto
con el partido único y a otros cachivaches de la dictadura. Sin embargo la idea
de la unidad sindical, viejo objetivo del movimiento obrero, no logra
materializarse. A lo más que se llega es a constituir, en julio de 1976, la
Coordinadora de Organizaciones Sindicales, de vida efímera, pues se rompe en
marzo de 1977, con gran satisfacción de la patronal, para quien es preocupante
el hecho de que los trabajadores puedan quedar representados por un solo
sindicato en el que los comunistas sean la fuerza más importante. Así que los
mismos que durante el franquismo habían defendido con tesón la afiliación obligatoria
de todos los trabajadores en el sindicato vertical, se convierten en encendidos
partidarios de la voluntariedad de la afiliación y de la pluralidad sindical y
deciden alentar todo tipo de organizaciones que puedan disputar la hegemonía a
CC.OO. Deseo que coincide con la intención de la socialdemocracia europea de
afianzar por medio del PSOE su presencia entre las fuerzas políticas que han de
alumbrar el nuevo régimen y de difundir, a través de la UGT, un sindicalismo de
concertación y de servicios, que actúe como elemento moderador en el
enfrentamiento entre el capital y el trabajo.
En la I Asamblea General de CC.OO. (11 de julio de
1976) vuelve a surgir la cuestión de la unidad sindical con la propuesta de una
corriente minoritaria encabezada por militantes del PTE y la ORT de llegar a
una rápida unificación con los otros sindicatos. Pero al ser derrotada, esta
propuesta de unidad da lugar a nuevas divisiones, pues al enconarse las
discrepancias entre los promotores del Sindicato Unitario, en vez de un solo
sindicato se forman dos: el Sindicato Unitario, dirigido por la ORT, y la
Confederación de Sindicatos Unitarios de Trabajadores, dirigida por el PTE. El
primero celebra su congreso constituyente el día 1 de mayo de 1977 y la segunda
el día 15 del mismo mes. Ambos sindicatos se disputarán con USO el tercer
puesto, después de CC.OO. y UGT.
La fundación de estos sindicatos no es el único
intento, realizado desde la extrema izquierda, de crear núcleos de resistencia
anticapitalista aprovechando el marco de la lucha sindical. De ello derivan dos
tipos de sindicalismo: el que tiene como límite la consolidación del régimen
democrático en fase de instauración y el
que estima que las demandas de los trabajadores (y más en tiempo de crisis) no
deben supeditarse a la estabilidad de un régimen político, que para una gran
parte de la izquierda radical conserva muchos rasgos del anterior. En
consecuencia, para la extrema izquierda la lucha sindical favorece su táctica
de desgastar al sistema, en tanto que para el primer tipo de sindicalismo se
trata de consolidar el régimen democrático manteniendo el conflicto de clases
dentro del terreno de lo negociable.
Fracasados los intentos de la izquierda radical de
conducir al movimiento obrero hacia el enfrentamiento de clases por medio de
otros sindicatos o de intentar torcer el rumbo de CC.OO., se puede decir que la
tendencia dominante viene marcada por el papel que desempeña el modelo sindical
basado en la concertación.
Este modelo de sindicalismo, que se irá imponiendo
lenta pero inexorablemente en el curso de pocos años, pretende arrebatar
protagonismo a los trabajadores y confiarlo a los expertos, ofreciendo a
gobiernos y patronales pocos pero escogidos interlocutores dotados de gran
capacidad para decidir, lo cual requiere terminar con las incipientes formas de
democracia obrera -el asambleísmo, los delegados revocables, la ocupación de
las empresas, la presión sobre los esquiroles, los piquetes y las huelgas sin
previo aviso y sin duración establecida-.
Modelo que conduce a centralizar la materia
negociable y a que los trabajadores confíen la defensa de sus intereses a unos
sindicatos que gozarán del beneficio de representar a todos los trabajadores y
no sólo de sus afiliados, y que, en consecuencia, acordarán con gobiernos y
patronales, por medio de grandes pactos, las condiciones de trabajo de toda la
clase. Con ello el sindicalismo se escinde en funciones contradictorias. Por un
lado, los sindicatos son el único freno a las apetencias patronales, a las
políticas de ajuste y a los rigurosos planes del neoliberalismo económico. Por
otro, nace en el seno de los sindicatos una casta de burócratas que hacen de la
negociación su medio de vida. Serán profesionales de la mediación laboral, pero
no estarán ligados directamente al mundo del trabajo. Esta autonomía con
respecto al mundo del trabajo será reconocida y fomentada por gobiernos y
patronales, deseosos de contar con unos interlocutores físicamente alejados de
la producción directa y colocados entre el capital, el trabajo y el poder
político. Como intermediarios en una sociedad de intermediarios defenderán su
lugar específico, convirtiéndose en piezas fundamentales del orden laboral
existente.
5.
CONSIDERACIONES FINALES
A lo largo del proceso constituyente del Estado de
derecho se ha ido perfilando simultáneamente un modelo de sindicalismo muy
institucionalizado en el que priman la eficacia en la gestión sobre la
democracia y la negociación de los expertos sobre la movilización de los
trabajadores. Sin embargo, pese a la estabilidad que tal modelo confiere al
sistema productivo y al régimen político, se trata de un modelo anticuado que
encaja bien con la organización social del Estado del bienestar, pero que
actualmente está siendo erosionado por las mutaciones producidas en su base
social.
El proceso de reestructuración fabril que reduce, atomiza,
destruye, reconvierte, fragmenta y traslada la producción, introduce a gran
escala nuevas tecnologías y modifica profundamente las relaciones laborales,
tiene graves efectos sociales, pues actúa rompiendo socialmente a la clase
obrera, de tal manera que, en opinión de A. Bilbao (1993, 49), cabe leer el proceso de reestructuración del
capital en términos de un proceso de desestructuración de la clase obrera.
Las consecuencias sociales de tales cambios
ocurridos en el área productiva a impulsos de las políticas neoliberales llevan
a una sociedad donde la clase obrera, tal como era concebida hasta fecha no
lejana, pierde la importancia estratégica que hasta ahora había tenido y en la
que el institucionalizado modelo sindical coincide con la tendencia dominante de
lo que se ha llamado sociedad corporatista, propia del capitalismo de
organización (Habermas, 1975).
Comunicación publicada en: Tiempos
de silencio. Actas del IV Encuentro de Investigadores del Franquismo,
Valencia, Fundació d’Estudis i Iniciatives Sociolaborals, Valencia, 1999.
* * *
BIBLIOGRAFÍA
REFERIDA
Ariza, J. (1976): CC.OO. Comisiones Obreras, Barcelona, Avance.
Bértolo, C. y OO.AA. (1988): La crisis social de la ciudad, Madrid, Alfoz.
Bilbao, A. (1993): Obreros y ciudadanos, Madrid, Trotta.
Blanc, J. (1966): "Las huelgas en el movimiento
obrero español", Cuadernos Ruedo
Ibérico. Horizonte español 1966, París, vol. II, pp. 249-274.
Bulnes, R. (1966): "Del sindicalismo de
represión al sindicalismo de integración", Cuadernos Ruedo Ibérico. Horizonte
español 1966, vol. II, París, pp. 285-325.
Cortés, L. (1995): La cuestión residencial, Madrid, Fundamentos.
Giner, S. (1972):"La estructura social de
España", Horizonte español 1972, vol. II. Cuadernos Ruedo Ibérico, París.
Habermas, J. (1975): Problemas de legitimación en el capitalismo tardío, Buenos Aires,
Amorrortu.
Juliá, S. (1988): "La nueva clase obrera",
Historia económica y social moderna y
contemporánea de España (vol.2), Madrid.
Roca, José M. (ed.) (1994): "Sindicalismo y
revolución", El proyecto radical. Auge y declive de la izquierda
revolucionaria en España (1964-1992), Madrid, Los libros de la catarata.
Ruiz, D. (dir.) (1993): Historia de Comisiones Obreras (1958-1988), Madrid, Siglo XXI.
Sartorius, N. (1976): El resurgir del movimiento obrero, Barcelona, Laia.
Tamames, R. (dir) (1977): Anuario económico y social de España 1977, Barcelona, Planeta.
[i].
Para hacer más ágil la lectura del texto, se indica aquí el significado de las
siglas: CC.OO.: Comisiones Obreras; CECO: Coordinadora de Euskadi de CC.OO.;
CONE: Comisión Obrera Nacional de Euskadi; CNT: Confederación Nacional del
Trabajo; FOC: Frente Obrero Catalán; LCR: Liga Comunista Revolucionaria; OCE
(BR): Organización Comunista de España (Bandera Roja);ORT: Organización
Revolucionaria de Trabajadores; PCE: Partido Comunista de España; PCE (i):
Partido Comunista de España (internacional); PCE (m-l): Partido Comunista de
España (marxista-leninista); PSOE: Partido Socialista Obrero Español; PTE:
Partido del Trabajo de España; UGT: Unión General de Trabajadores; USO: Unión
Sindical Obrera.
[ii].
En 1932, cada uno de estos sindicatos contaba con un millón de afiliados
aproximadamente. Posteriormente, CNT perdió afiliados y UGT los ganó, con lo cual,
en 1935, el sindicato anarquista contaba con unos 600.000 adherentes, en tanto
que el sindicato socialista alcanzó 1.200.000.
[iii].
Véase R. Fernández Durán, "Efectos de la crisis en la metrópli
madrileña", en Bértolo, C. y oo.aa. 1988.
[iv].
El término metropolitano se refiere a municipios de más de 500.000 habitantes;
urbano a municipios entre 100.001 y 500.000 habitantes; semiurbano a municipios
entre 10.001 y 100.000 habitantes y rural lo que tienen menos de 10.000
habitantes.
[v].
Se debe indicar que el mismo epígrafe <<servicios>> recoge
activivades muy diferentes. Mientras en los años 20 y 30 se refiere, sobre
todo, a la servidumbre doméstica, en los años 60 y 70 se refiere a empleados de
oficina.
[vi].
Al socaire de la campaña XXV años de paz,
se decreta un indulto parcial, más tarde se modifica en el Código Penal la
tipificación de la huelga como delito de sedición, aunque conserva tal carácter
para los empleados públicos, en 1965 se promulga la Ley de Asociaciones y en
1966, la Ley de Prensa e Imprenta, aunque el Régimen, poco tiempo antes ha
mandado ejecutar al comunista Julián Grimau y a los anarquistas Granados y
Delgado.
[vii].
Este asunto lo he tratado en "Una aproximación sociológica, política e
ideológica a la izquierda comunista revolucionaria en España" y en
"Reconstrucción histórica del nacimiento, evolución y declive de la
izquierda comunista revolucionaria en España. 1964-1992", publicados en la
obra colectiva J. M. Roca (ed.) El
proyecto radical. Auge y declive de la izquierda revolucionaria en España
(1964-1992).
[viii].
Este asunto ha sido tratado en el capítulo "Sindicalismo y
revolución", publicado en José M. Roca (1994).
No hay comentarios:
Publicar un comentario