lunes, 25 de abril de 2016

25 de abril

Good morning, Spain que es different
Grándola, vila morena, terra da fraternidade.
O povo é quem mais ordena dentro de ti, ó cidade.
Dentro de ti, ó cidade, o povo é quem mais ordena,
terra da fraternidade, Grándola, vila morena.
Em cada esquina um amigo, em cada rosto igualdade,
Grándola, vila morena, terra da fraternidade.
Terra da fraternidade, Grándola, vila morena,.
em cada rosto igualdade, o povo é quem mais ordena.
A sombra duma azinheira, que já nao sabia a idade,
jurei ter por companheira, Grándola, tua vontade.
Grándola, a tua vontade, jurei ter por companheira,
á sombra duma azinheira, que já nao sabia a idade.
(José Afonso)
Hay un bolero que canta que la distancia es el olvido y un tango que afirma que veinte años no es nada. Y los dos tienen razón, no porque el espacio y el tiempo sean categorías relativas, como sostenía Einstein en su endiablada teoría, ni porque sean formas a priori de la sensibilidad humana, como indicaba, de manera no menos enrevesada, Manuel Kant, sino porque el tiempo y el espacio se miden en la mente humana con instrumentos volubles.
Olvido y permanencia, recuerdo y amnesia, memoria y desmemoria dependen de los afectos, y los afectos traicionan; envilecen o ennoblecen los recuerdos, podan, aumentan, niegan, disminuyen o exaltan las relaciones para cumplir el papel fundamental de justificar nuestra existencia y hacerla soportable.
Unas cosas han quedado voluntaria o involuntariamente olvidadas y, sin embargo, otras permanecen todavía frescas, celosamente guardadas en el desván de la memoria, porque conservan ese sabor agridulce de lo apetecido y lo perdido, de lo que fue ambicionado y que se quedó en intento con toda su pureza.
Una de esas cosas que se resisten al olvido, quizá porque corresponden a momentos de la vida en que por encima del análisis frío está la conmoción causada por los hechos, es la revolución de los claveles, en 1974, la conmoción en el vecino Portugal, un país "todavía más atrasado que España", se decía entonces, y que, sin embargo, también nos adelantaba a los que, con la inexperiencia de los pocos años y escasa sabiduría, teníamos la intención de hacer más pronto que tarde una revolución en este país.
Un 25 de abril nos despertamos con la noticia de que ahí al lado, a un paso, en el silencio de la noche habían brotado unos cravos bermelhos; la revoluçao, así como suena. Había antecedentes, sí; sabíamos del malestar social, de un golpe militar fracasado en Caldas de Rainha... pero de eso al hundimiento de un régimen dictatorial más antiguo que el de Franco, que contaba con una policía secreta, la temida PIDE, que tenía en sus fichas a cuatro millones de portugueses, la mitad de la población, iba mucha distancia.
Ignorábamos que, mientras nosotros dormíamos, algunos lisboetas permanecían en vigilia. No dormía el comandante Otelo Saraiva de Calvalho, porque tenía que poner un telegrama con un extraño texto: Tía Aurora llegará el día 25 a las tres de la madrugada. Un abrazo. Primo Antonio.
No dormía el capitán Vasco Correia Lourenço cuando recibió, en las islas Azores, el telegrama del primo Antonio; ni dormía el capitán Delgado Fonseca en su unidad del norte de Oporto; ni dormían los conjurados de Santarem, ni los de Viseu, ni los de Estremoz, el pueblo de mármol...
Tampoco dormía esa noche del 24 al 25 de abril el locutor y periodista Leite Vasconcelos, que a las tres de la madrugada puso, con sumo cuidado y muchos nervios, el brazo del tocadiscos sobre un disco del cantautor José Afonso. La canción escogida estaba prohibida por la censura, pero una revolución no se detiene por un trámite administrativo. Y así, a las tres en punto de la madrugada, "Grándola, vila morena" salía al aire.
Inmediatamente en varios lugares de Portugal se pusieron en marcha los motores de los carros de combate y de los transportes de tropas.
Lisboa seguía durmiendo cuando los tanques del capitán Salgueiro Maia entraron en la ciudad a las cinco de la mañana. Y también cuando "O Século", un diario tempranero, alertado por los insólitos movimientos que había en la calle, se atrevía a sacar en la página de última hora un pequeño suelto, sin pasar por la censura, que decía: golpe de Estado militar en curso.
Tampoco habían dormido los soldados de patrullaban sobre un camión por una Lisboa que lentamente se desperezaba aquel día de abril. Estaban cansados y ojerosos y, detenido el camión, pidieron a Celeste Carmins un cigarrillo.
Ella no fumaba, pero llevaba en las manos un ramo de claveles rojos -cravos bermelhos- para celebrar el primer aniversario del restaurante en el que trabajaba. Y, a falta de pitillos, les ofreció los claveles, que los soldados colocaron en las bocachas de sus fusiles automáticos. Ese día habían amanecido una revolución y un símbolo. Después vendrían los días de euforia y las reformas, las huelgas, las tomas de tierras, la solidaridad, los forcejeos políticos, la presión de los que siempre han mandado, los golpes de fuerza de un lado y de otro. Y los retrocesos, la normalización, la rutina y el desencanto, porque las revoluciones duran poco tiempo. Son como una pasión ardiente y efímera que deja un recuerdo agridulce. En este caso, unos claveles y una canción.

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