martes, 26 de abril de 2016

La aspiración igualitaria (III)

Concluye aquí esta breve serie. Y recalco la fecha en que fue efectuado un dictamen tan pesimista, por los rasgos que entonces se apuntaban y hoy ya son plenamente reconocidos: 1992, el año de los fastos (y los gastos) de la Exposición Universal de Sevilla, el Centenario del Descubrimiento de América, los Juegos Olímpicos de Barcelona, y el año que en comenzó la crisis económica que marcó el declive del gobierno de Felipe González.

3. La democracia desigual

Hoy, en las postrimerías del siglo XX, tanto el llamado socialismo real, o el socialismo realmente existente, como el liberalismo triunfante han conseguido burlar el afán igualitario para generar nuevas formas de desigualdad social.
En el primer caso, la existencia del partido único y la ocupación del Estado por una nomenklatura sin control social alguno han supuesto la negación de uno de los principios fundacionales de tales sociedades, teóricamente formadas por sujetos política y económicamente iguales. 
En el segundo caso, el liberalismo ha dado lugar a democracias capitalistas, democracias burguesas, gobernadas por varias nomenklaturas que forman una clase con intereses particulares en el entramado del poder, y nuestro país, pese a su tardía instalación en tal modelo, no es una excepción.
Hoy la democracia es formal; carece de contenido moral, de ética. Ha quedado reducida a unas cínicas reglas para alcanzar el poder político y permitir sin sobresaltos la alternancia entre las élites. No es una forma de gobernar ni de pertenecer a la comunidad política. El aristotélico zoon politikón, que vive en comunidad y se ocupa de los asuntos de la comunidad (ese es el sentido primigenio de la política, cuando la polis es la comunidad), ha dado paso al zoon apolitikón, gobernado por una casta de profesionales en la gestión de los asuntos públicos, que son cada vez más los asuntos privados de una clase política ideológicamente indiferenciada. Así, habría que actualizar la vieja frase del Manifiesto Comunista que dice que "el gobierno del Estado moderno no es más que una junta que administra los negocios comunes de toda la burguesía”, y añadir la idea de que el Estado es el lugar privilegiado donde hace negocios la clase política, como los hechos están demostrando cada día.
Si a lo largo de los dos últimos siglos las clases dominantes se han defendido como gato panza arriba del derecho al sufragio de las clases subalternas, para acabar reconociéndolo muy a su pesar, no por eso han cejado en su empeño de restaurar la desigualdad social y política, y no digamos ya la económica. 
En realidad, el vaciamiento que se ha producido en las reglas que conforman la democracia política mediante la interesada intervención de las élites en las leyes electorales y los reglamentos de las cámaras, la disciplina de partido, el papel del Ejecutivo, los supercentros de poder alejados del control ciudadano, etc, etc, muestran que se trata de una lucha de las oligarquías de cualquier ideología política contra el principio igualitario del sufragio universal. No contra la forma, que es intocable porque confiere legitimidad (incluso los dictadores la utilizan), sino contra el contenido igualador de la democracia. Así, de hecho, no son equivalentes los votos de todos los ciudadanos, ni todos los ciudadanos son realmente elegibles ni la política es una actividad de toda la politeia. Con ello se ha llegado a un sistema de representación irresponsable, por el cual los electores disponen de una capacidad muy limitada sobre sus representantes, tanto para designarlos como para deponerlos.
Si el fracaso del socialismo real muestra las dificultades para crear sociedades realmente igualitarias, en las que los individuos puedan disfrutar de los mismos derechos y oportunidades, el modelo defendido por la doctrina neoliberal muestra las dificultades para mantener la igualdad de los derechos individuales en las desigualitarias sociedades actuales.
En este modelo, la desigualdad como principio, incentivada por la penetración de las leyes del mercado en todos los rincones de la sociedad, ha generado un mundo hobbesiano donde la insolidaridad y la desigualdad se han convertido en patrones de vida.
La justificación de tales conductas parece encontrarse en el papel concedido por cada sujeto a su propio yo como suprema instancia para medir la relación con todos los demás. El éxito individual, medido en dinero y en poder, y el hedonismo buscado de manera compulsiva parecen ser la última y poderosa razón para olvidarse de los otros, que únicamente existen como ocasionales servidores -de usar y tirar- o como competidores en una sociedad concebida como una jungla, en la que, desterrada toda cooperación desinteresada, sólo cabe competir para vencer o ser vencido.
Como en otros momentos oscuros de la historia, la aspiración igualitaria descansa, pero no parece que vaya a ser por mucho tiempo, pues la gravedad de los problemas sociales y el rápido deterioro ecológico muestran que vivimos en un mundo cada vez más pequeño, más frágil, más inhumano y más injusto, en el que la actuación irresponsable de unos pocos conlleva consecuencias gravísimas para muchos. Pero no ha de tardar la respuesta de los muchos, defendiendo su vida y la del planeta, al imponer nuevos raseros que erosionen la desigualdad existente y la injusticia imperante.

Madrid, verano de 1992. 

Para Iniciativa Socialista, número 21, extra “Libertad, Igualdad y Solidaridad”, octubre de 1992. 
Aparecido en el libro colectivo: "Entre dos siglos (1989-2005)", Madrid. SEPHA, 2006, dentro de la selección de textos publicados por la revista Iniciativa Socialista (luego Trasversales) desde su fundación en 1989.

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