Acogiéndose a los
postulados del positivismo jurídico, que identifican los términos Estado
y Derecho, en virtud de los cuales cualquier Estado -de hecho-, con
independencia de sus características y de cuáles hayan sido sus orígenes, es,
como conjunto de normas jurídicas, un Estado de Derecho, el general Franco
consideraba que el Estado nacional-sindicalista surgido de la victoria de la
alianza de las fuerzas conservadoras en la guerra civil constituía un Estado de
derecho y que las Leyes Fundamentales, lo que con gran reserva podríamos
denominar el sustrato legal de su Régimen, compendiaban, por lo tanto,
una peculiar forma de Constitución; una Constitución abierta y en evolución,
como gustaba definirla él mismo[1].
Quienes no se
identifiquen con los principios del positivismo jurídico, y mucho menos con los
fundamentos del régimen político instaurado por Franco, pueden hallar muy
débiles las razones aducidas por el dictador. Y sin embargo, desde su punto de
vista, la pretensión de que un Estado de derecho pudiera haber surgido de un
hecho tan contrario al derecho, como lo fue la insubordinación militar del 18
de julio de 1936, que acabó por la fuerza de las armas con el Gobierno legal de
la II República, no carecía de cierta lógica, pues ese Estado fáctico alumbrado
por la insurgencia anticonstitucional remitía, según su fundador (Franco, 1975,
366), a las fuentes de una legitimidad distinta -Una nación en pié de guerra
es un referéndum inapelable, un voto que no se puede comprar, una adhesión que
se rubrica con la ofrenda de la propia vida. Por eso creo que jamás hubo en
España un Estado más legítimo, más popular y más representativo que el que
empezamos a forjar hace casi un cuarto de siglo-, que expresaba, por un
procedimiento rápido y cruento pero necesario, el retorno a la verdadera
esencia de España.
La España
tradicional, católica, imperial e intransigente; la España constituida históricamente había sido restaurada por la
vía guerrera de una nueva cruzada, después de atravesar, según la opinión del
dictador, una prolongada, costosa y catastrófica experiencia, en la que,
imitando formas políticas extranjeras y gobernando a través de los partidos -la
política de partidos llevó a España en un siglo a tres guerras civiles y al
estado gravísimo de que la sacamos (Franco, I, 130)-, el país había sido
llevado al desastre. Con la guerra civil convertida en un viaje al pasado, el
nuevo Estado español nacional-sindicalista había reencontrado sus genuinas y
extraviadas legitimidades -Lo que con el Movimiento y la Cruzada surge (...)
es una concepción política y una estructura estatal que por ser legítimas de
origen y por estar insertas biológicamente en las entrañas de la tradición y
ser conformes con los imperativos de nuestro tiempo, cristaliza desde el primer
instante en un sistema político-social de derecho, españolamente original,
superador, sin lastres ni taras, con un sentido de continuidad histórica
(Franco, I, 85)-.
Así, pues, con la
victoria de los sublevados, según Franco (ibíd, 80), España se había vuelto a
encontrar consigo misma, después del errático camino emprendido en el siglo XIX
-El siglo XIX, que nosotros hubiéramos querido borrar de nuestra Historia,
es la negación del espíritu español, la inconsecuencia de nuestra fe, la
denegación de nuestra unidad, la desaparición de nuestro Imperio, todas las
degeneraciones de nuestro ser, algo extranjero que nos dividía y nos enfrentaba
entre hermanos y que destruía la unidad armoniosa que Dios había puesto sobre
nuestra tierra- con destino a una innecesaria y arriesgada modernidad.
Para Franco, la
verdadera España, es decir la España estamental y piadosa, intolerante y
clerical, políticamente conservadora y culturalmente arcaica, estaba
adecuadamente representada por la monarquía autoritaria, cuyo despótico
mandato, apoyado institucionalmente por la Iglesia católica, se inspiraba en
una intransigente interpretación del credo cristiano, que convertía al
gobernante no sólo en el poderoso administrador de las vidas y haciendas de sus
súbditos, sino en un esforzado custodio de la salud de sus almas.
Teniendo en cuenta
esta anacrónica visión del país y de sus moradores, el dictador encarnaba a la
perfección la tradicional hostilidad de la oligarquía y de las clases
acomodadas rurales a las consecuencias culturales -el libre pensamiento, la
libre opinión y el laicismo- y políticas -el sufragio universal y el gobierno
representativo- de la modernidad y el pánico de las clases altas al movimiento
obrero, al que no habían sido capaces de integrar ni de entender. Así que
detrás de la encendida retórica sobre la salvación de la patria, el verdadero
fin de la conjura que condujo al 18 de julio y a la guerra civil fue deshacer
la obra modernizadora de la II República, restaurar los antiguos privilegios de
la Iglesia y de las clases altas y reconducir a su perpetua condición
subalterna a las clases populares, cuyos representantes políticos habían tenido
la osadía de asumir, si bien por poco tiempo, la dirección del Estado y de
compartirla con partidos de la burguesía moderna y laica.
Pero Franco, que
consideraba lo moderno como una moda extranjerizante y, por tanto, inadaptada
a las hechuras de una España siempre igual a sí misma, no era inmune a las
formas políticas de su tiempo y sabía que la legitimidad de la Constitución de
1931 no podía ser sepultada exhibiendo únicamente el privilegio de que su
persona gozaba del favor divino -caudillo por la gracia de Dios- y el
amparo que la Iglesia católica había proporcionado a la rebelión militar, al
haber convertido en una cruzada lo que era una guerra civil emprendida para
expoliar a las clases económicamente más débiles.
Franco era consciente
de que para luchar contra el recuerdo de la II República y la potencia legal de
la Constitución de 1931 era preciso algo más que la retórica imperial
falangista y la selectiva alusión a personajes y hechos de la historia de
España (El Cid, Don Pelayo, los Reyes Católicos, Cisneros, el Gran Capitán,
Flandes, América, Lepanto...) debidamente fantaseados, con los que su régimen
se procuraba una legitimidad difusa y remota.
El Estado surgido de
la insubordinación militar del 18 de julio necesitaba imperiosamente un
sustrato legal, si no del todo homologable en sus contenidos con los textos
constitucionales de los Estados del entorno (aunque esa era la ambiciosa e
infundada pretensión de sus juristas), sí expresado en la terminología empleada
por las modernas teorías constitucionales. La inmoderada pretensión de conceder
a una serie de leyes promulgadas a lo largo del tiempo el rango de Leyes
Fundamentales y de considerarlas una Constitución abierta responde a este
deseo.
Este larguísimo y
peculiar proceso constitucional abierto, que duró treinta años, se
inicia, en 1938, con el Fuero del Trabajo; sigue con la Ley de Cortes, de 1942;
el Fuero de los Españoles, de 1945; la Ley del Referéndum Nacional, de 1945; la
Ley de Sucesión a la Jefatura del Estado, de 1947; la Ley de Principios del
Movimiento Nacional, de 1958, y, finalmente, después de transcurridas tres
décadas desde la fundación del Régimen, el dictador, en la presentación de la
Ley Orgánica del Estado, de 10 de enero de 1967, considera llegado el
momento oportuno para culminar la institucionalización del Estado nacional;
delimitar las atribuciones ordinarias de la suprema magistratura del Estado al
cumplirse las previsiones de la Ley de Sucesión; señalar la composición del
Gobierno, el procedimiento para el nombramiento y cese de sus miembros, su
responsabilidad e incompatibilidades; establecer la organización y funciones
del Consejo Nacional; dar carácter fundamental a las bases por las que se rigen
la Justicia, las Fuerzas Armadas y la Administración Pública; regular las
relaciones entre la Jefatura del Estado, las Cortes, el Gobierno y el Consejo
del Reino; señalar la forma de designación, duración del mandato y cese del
Presidente de las Cortes y los Presidentes de los más altos Tribunales y
Cuerpos consultivos, y abrir un cauce jurídico para la impugnación de cualquier
acto legislativo o de gobierno que vulnere nuestro sistema de Leyes
Fundamentales. Ese prolongado proceso responde a la idea de Franco (1975,
I, 387) de que España es un país de Constitución abierta y no cerrada. Por
ello, el perfeccionamiento de sus instituciones es constante y progresivo, y
cada etapa se lleva a cabo en el momento que el mejor servicio a la Nación lo
requiere, sin abrir con ello períodos constituyentes, de interinidad, ni menos
revolucionarios.
Para el dictador, la
interinidad de un proceso constituyente breve, democrático y verdadero quedaba
superada con ventaja por una guerra civil y por la adición de sucesivas normas
de tipo autoritario a lo largo de treinta años.
Esta fórmula de la
constitución abierta, alejada, en su opinión, de una visión racionalista que
quiere ofrecernos un modelo universal y abstracto de instituciones, válido para
todos los países, y de la rigidez de una Constitución, obra exclusiva de
un grupo o de un momento, brindaba, según Franco, una solución adecuada a
los peculiares rasgos de una España en perenne proceso fundacional, cuando la
verdad es que la violenta abolición de la Constitución republicana de 1931 y la
instauración de un régimen dictatorial inspirado en la sociedad estamental
supusieron una nueva ruptura del hilo constitucional, tantas veces suturado a
lo largo del siglo XIX, y la negación de la acepción moderna del término constitución,
estrechamente vinculada a la noción de proceso constituyente, el cual,
adulterado también por la interpretación franquista, se imaginaba como la
sucesiva adición de normas legales a los inamovibles principios del Movimiento
Nacional -por su propia naturaleza, permanentes e inalterables-, a
medida que el Régimen, según avanzaba su deterioro, precisaba nuevas operaciones
legitimadoras.
Sin embargo, ni una
cosa ni la otra. Ni las leyes fundamentales franquistas pueden considerarse una
verdadera constitución, pues, como advierte Loewenstein (1979, 218), no todas
las leyes fundamentales amparadas en el nombre de constituciones lo son, sino
que algunas de ellas no pasan de ser meras constituciones semánticas; ni
el Régimen, a pesar de los deseos de su fundador, se hallaba en un permanente
proceso de adaptación jurídica a una realidad social cambiante, sino todo lo
contrario: permanecía anclado en un contumaz inmovilismo, sordo y ciego a las
rápidas mutaciones, que, a pesar de todo, experimentaba la sociedad española.
En la presentación de
la obra de C. Schmitt (1982, 13), F. Ayala se refiere al Estado constitucional
en sentido estricto como al Estado liberal-burgués, el Estado de Derecho,
con lo cual, las Leyes Fundamentales de la dictadura franquista, a fuerza de
ser antiliberales, es decir políticamente antiburguesas, quedaban bastante
alejadas de lo que es, en sentido estricto, una Constitución.
Entre otros autores,
tampoco Tomás y Valiente (1989, 128) concede a las llamadas Leyes
Fundamentales del Nuevo Estado creado y sostenido por el general Franco el
rango de Constitución, porque, entre otras razones, el Fuero de los
Españoles contenía más deberes que derechos y más retórica totalitaria que
regulación jurídica inmediatamente aplicable a los pocos derechos allí
reconocidos, y, porque según la propia legalidad franquista, Franco asumía
todos los poderes del nuevo Estado, de los que respondía ante Dios y ante la
historia, según reza la Ley de Principios del Movimiento Nacional, pero
no ante instituciones jurídico-políticas de raíz y composición democráticas.
Señala este autor (ibíd, 129) que treinta años después de
la fundación del Régimen, Franco seguía conservando los mismos poderes
extraordinarios, si bien, a la altura del año 1967, aparecían revestidos de
nuevas coberturas lingüísticas.
Efectivamente, la
función caudillista asumida por el fundador, la concepción orgánica de la
sociedad y el origen militar del nuevo Estado estuvieron muy presentes en las
cabezas de los juristas del Régimen cuando no señalaron, ni siquiera
formalmente, la separación y la limitación de poderes, sino, muy al contrario,
en la confección de la legalidad subsiguiente siguieron respetando el contenido
del Decreto 138/1936, de 29 de septiembre de 1938, emitido, pues, en plena
guerra civil, en virtud del cual los miembros de la Junta de Defensa Nacional,
pensando no sólo en las necesidades de la guerra sino en lo que pudiere venir
después, estimaron la alta conveniencia de concentrar en un solo poder todos
aquellos que han de conducir a la victoria final y al establecimiento,
consolidación y desarrollo del nuevo Estado y acordaron, en el artículo
primero, nombrar Jefe del Gobierno del Estado Español al Excmo Sr. General
de División D. Francisco Franco Bahamonde, quien asumirá todos los poderes del
nuevo Estado. En el artículo segundo se le nombraba Generalísimo de las
fuerzas nacionales de Tierra, Mar y Aire y se le confería el cargo de
General Jefe de los Ejércitos y Operaciones.
El vasto poder de que
disponía Franco se completaba en la Ley de 30 de enero de 1938, por la cual el
Estado insurgente se organizaba ya en departamentos ministeriales. En el
artículo 17º de dicha ley se atribuía al Jefe del Estado la suprema potestad
de dictar normas jurídicas de carácter general. Con todo ello, respondiendo
a los principios de unidad de poder y coordinación de funciones[i], en la
persona de Franco, además de la iniciativa legislativa, se acumulaban las
principales jefaturas del Régimen: del Estado, del Gobierno (hasta el
nombramiento de Carrero Blanco en 1973), del Ejército, del Partido Único y casi
del Sindicato Único, porque de él dependía, también, el nombramiento de su
responsable, además de la designación de otros altísimos cargos del Partido y
del Estado[2]
Esta concentración de
poderes responde a una noción militar del ejercicio del mando, por la cual el
gobernante es, antes que otra cosa, un comandante que imparte órdenes a una
nación que se imagina formada por personas que obedecen como soldados, en vez
estar poblada por ciudadanos activos que, como soberanos, son acreedores del
poder, y entre cuyos derechos inalienables se encuentra el de vigilar su
ejercicio. Ante población tan mansa, lo mismo da que el dictador se digne
responder ante Dios y ante la Historia o que lo haga ante otra instancia
imaginaria, y ese desprecio por lo que la ciudadanía pudiera opinar sobre quiénes
y, sobre todo, sobre quién gobernaba en su nombre recorre, hasta sus últimos
días de existencia, los textos fundamentales del Régimen y, por supuesto, las
actitudes de Franco y de quienes gobernaban con él.
Comunicación publicada en: “Tiempos de silencio. Actas del IVº
Encuentro de Investigadores del Franquismo”, Valencia, 17-19 de noviembre,
1999. Edita: Fundació d’Estudis i Iniciatives Sociolaborals, Valencia, 1999.
* * *
BIBLIOGRAFÍA REFERIDA
La Constitución española. Leyes fundamentales del
Estado
(1971), Servicio
Informativo Español, Madrid, Ministerio de Información y Turismo.
Franco, F. (1973): Tres discursos de Franco, Madrid, Ediciones
del Movimiento.
Franco, F. (1975): Pensamiento político de Franco (I), Madrid, Ediciones
del Movimiento.
Loewenstein, K. (1979): Teoría de la Constitución, Barcelona,
Ariel.
Schmitt, C. (1982): Teoría de la Constitución, Madrid, Alianza.
Tomás y Valiente, F. (1989): Códigos y constituciones. 1808-1978,
Madrid, Alianza.
[1] El tema de la constitución abierta, en Franco es
recurrente. Véanse, por ejemplo, sus declaraciones a la agencia Associated Press, en 1946, (Franco, 1975, I, p. 387), su discurso en
la sesión extraordinaria de las Cortes Españolas, el 22 de noviembre de 1966,
al presentar la nueva Ley Orgánica del Estado (La Constitución española.
Leyes fundamentales del Estado, Madrid, Mº Información y Turismo, pp.
19-37, p. 35-36) o el epígrafe "El Movimiento y el proceso institucional",
del Discurso en la Sesión de Apertura de la X Legislatura de las Cortes Españolas,
18 de noviembre de 1971 (Tres discursos de Franco, Madrid, Ediciones del
Movimiento, 1973, p. 19).
[2] Véanse las amplísimas competencias que el Título
II de la citada Ley Orgánica del Estado, de 10 de enero de 1967, confiere al
Jefe del Estado.
[2].. Franco concentraba en su
persona la Jefatura del Estado, del Gobierno, del Ejército y del Movimiento
Nacional; ostentaba la presidencia del Consejo Nacional y de la Junta de
Defensa Nacional, designaba a los presidentes del Consejo del Reino, de las
Cortes Generales, del Tribunal Supremo, del Tribunal de Cuentas y del Consejo
de Economía Nacional, nombraba a los ministros del Gobierno, a cuarenta
Consejeros nacionales, a 25 procuradores en Cortes, al Jefe de la Organización
Sindical, intervenía en el nombramiento de obispos, se reservó el privilegio de
conceder títulos nobiliarios y designó a su sucesor con el título de rey.
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