martes, 26 de abril de 2016

La aspiración igualitaria (II)

2. La emancipación colectiva. La igualdad
Junto a la anterior interpretación de la génesis de la sociedad moderna cabe otra. No opuesta, sino complementaria, que busca en el afán igualitario el otro polo de la tensión que ha forjado la sociedad de nuestros días.
La vocación igualitaria ha sido históricamente una aspiración de las clases subalternas, suscitada por la pobreza material y la carencia de derechos. Ha aparecido asociada con la demanda de equidad en la distribución de los bienes y de justicia en la interpretación y administración de las leyes, pues no ha sido casual que los más pobres hayan sido siempre los más injustamente tratados.
En la Europa moderna, la aspiración igualitaria tiene un largo recorrido, cuyo origen es el quiliasma revolucionario medieval, heredero a su vez de los relatos proféticos del judaísmo y del primer cristianismo. Dichas profecías son, para Norman Cohn[1], "mecanismos gracias a los cuales los grupos religiosos, primero judíos y después cristianos, se consolidaban, fortalecían y reafirmaban ante la amenaza o realidad de la opresión".
Las conmociones sociales de la Edad Media reavivaron en las clases más humildes la creencia de que habría de venir un reino que duraría un milenio, en el que todas las injusticias serían reparadas y donde los pobres encontrarían compensación a su desdicha. El milenarismo -según M. I. Pereira de Queiroz[2]- se ocupa siempre en imaginar una transformación del mundo profano; las esperanzas y aspiraciones que se encuentran en él son terrestres, pero los medios para tener acceso al mundo nuevo, así como ciertas características de éste, son sagrados". "Sin embargo -continua la misma autora-, el milenarismo no puede nacer en cualquier religión; no es viable más que en las religiones activas, que atribuyen al individuo el poder de transformar el mundo en que vive.
La lenta descomposición del orden medieval fue la base material sobre la que se revitalizaron las profecías milenarias que se propagaron por Europa desde fines de la alta Edad Media hasta el Renacimiento. En Flandes se extendieron entre el siglo XI y el XIV; en el centro y sur de Alemania, desde mediado el siglo XIII hasta el cisma protestante; en Holanda, Westfalia y Bohemia durante la Reforma.
La progresiva reducción de los grupos ampliados de parentesco, el crecimiento demográfico y la crisis de la economía rural que arrojaba del feudo a los que no podía alimentar, la sustitución de los lazos de solidaridad vertical entre señores y siervos por estratos horizontales basados en la posesión de la riqueza pero sin ningún tipo de compromiso asistencial, el crecimiento de las ciudades, el auge gremial del artesanado y la formación de una boyante burguesía mercantil trajeron nuevas relaciones sociales.
Junto a la riqueza que exhibían los grandes comerciantes y los nobles que los emulaban, coexistía la pobreza creciente de todos aquellos que, marginados de las estructuras sociales tradicionales, no encontraban acomodo en aquella sociedad que lentamente se iba polarizando. Mientras los lazos sociales propios de la era moderna (relaciones entre clases) se instalaban entre las capas altas y los habitantes de las ciudades, las relaciones tradicionales, basadas en el parentesco y en los pactos de vasallaje, se mantenían en los estratos sociales inferiores y en el extensísimo mundo rural.
En estas circunstancias, las guerras y las pestes no hicieron más que agravar las penurias de los desposeídos. Por ello no es de extrañar que las viejas profecías milenarias volvieran a encontrar eco en las masas de individuos cuya vida se había visto dramáticamente perturbada por la desaparición de las relaciones socioeconómicas a las que estaban habituados. A pesar de la  exasperación y la radicalidad de sus planteamientos, en estos movimientos, representados por múltiples sectas, aún no está presente un programa político. Sus reivindicaciones y su lenguaje están presos todavía de los presupuestos religiosos y de la idea de la redención; no obstante el afán igualitario es claro.
Frente al poder y la molicie de la nobleza y la riqueza de la burguesía y del alto clero se opone el ideal de vida sencilla, basado en la abolición de la propiedad privada y de la autoridad, en el disfrute de los bienes en común e, incluso, en la comunidad de mujeres. El abanico de idearios es tan amplio que va desde la simple propuesta de reformar la Iglesia para retornar a la pobreza evangélica, hasta formular postulados anarcocomunistas, como el caso de John Ball, en la Inglaterra del siglo XIV, el de Tomás Müntzer, en Alemania, en el siglo XVI, o el programa de los niveladores de Winstanley, en la convulsa Inglaterra de la guerra civil. 
Paralelamente, el afán igualitario también encuentra expresión escrita en un género literario que critica el mundo presente a través de la descripción de una sociedad armoniosa -la utopía-, que, a la vez que niega lo existente, adelanta una sociedad futura que oscila entre el comunismo de estado y el anarquismo.
La Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano viene a reconocer la igualdad como uno de los fundamentos legales de la nueva sociedad, pero bien pronto la marcha de la revolución señala la honda escisión que existe dentro del tercer estado, porque la Declaración de Derechos del Hombre de 1789 tiene su reverso en la Ley Le Chapelier,[3] del año 1791, que proscribe la huelga y la asociación de los obreros.
Tras el ocaso del período jacobino, la reacción del Thermidor viene a confirmar que el impulso popular e igualitario se ha agotado. Su último estertor lo exhala la fallida insurrección de Los Iguales, capitaneada por Babeuf, Marechal y Buonarroti en 1797, cuyo ideario es ya un embrión del programa comunista radical que más tarde será continuado por Blanqui.
La copiosa literatura utópica posterior a la revolución de 1789 abunda en la idea de la igualdad desde perspectivas diferentes, pero será sobre todo el proyecto comunista en sus dos versiones (comunismo libertario y comunismo autoritario) el que convierta la igualdad en uno de los pilares del programa de la clase obrera.
Efectivamente, el afán igualitario está tan presente en los primeros programas socialistas y en el efímero gobierno de la Comuna de París, como en las agitaciones campesinas andaluzas de finales del siglo diecinueve; en los primeros años que siguen a la revolución de octubre 1917, como en las colectivizaciones agrarias en la guerra civil española... pero es un impulso que no perdura. En el mejor de los casos, los procesos pronto se osifican y el poder se esclerotiza en una burocracia que huye del igualitarismo como de la peste. Los últimos coletazos del afán igualitario tienen lugar en China durante la oleada igualitarista de la revolución cultural, y en fecha más reciente, en el interior del Perú, en el ideario de Sendero Luminoso. Ambos casos penetrados por un gran componente autoritario, incluso despótico, y un fuerte culto a la personalidad de los dos máximos dirigentes -Mao Ze Dong y el presidente Gonzalo (Abimael Guzmán)-, que ejercen el papel que durante la Edad Media cumplían profetas y visionarios, como depositarios de la verdad e intérpretes de la historia, y, en el caso peruano -el de Sendero Luminoso-, se advierte un renacer del sentimiento milenario, aunque el viejo lenguaje religioso haya sido sustituido por otro secular pero con similar estilo doctrinario.




[1] Cohn. N.; En pos del milenio, Madrid, Alianza, 1981, 3. ed. 1985, p. 18.
[2] Pereira de Queiroz, Mª Isaura; Hiistoria y etnología de los movimientos mesiánicos, Méjico, Siglo XXI, 1969, p.20.
[3] La ley Le Chapelier, que prohibía la asociación de los obreros y la huelga, estuvo inspirada en los principios del liberalismo económico que pocos meses antes habían alumbrado la ley D’Allarde, que acabó con los gremios.  

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