2. La emancipación colectiva. La
igualdad
Junto a la anterior interpretación de la
génesis de la sociedad moderna cabe otra. No opuesta, sino complementaria, que
busca en el afán igualitario el otro polo de la tensión que ha forjado la
sociedad de nuestros días.
La vocación igualitaria ha sido
históricamente una aspiración de las clases subalternas, suscitada por la
pobreza material y la carencia de derechos. Ha aparecido asociada con la
demanda de equidad en la distribución de los bienes y de justicia en la interpretación
y administración de las leyes, pues no ha sido casual que los más pobres hayan
sido siempre los más injustamente tratados.
En la Europa moderna, la aspiración
igualitaria tiene un largo recorrido, cuyo origen es el quiliasma
revolucionario medieval, heredero a su vez de los relatos proféticos del
judaísmo y del primer cristianismo. Dichas profecías son, para Norman Cohn[1],
"mecanismos gracias a los cuales los grupos religiosos, primero judíos
y después cristianos, se consolidaban, fortalecían y reafirmaban ante la
amenaza o realidad de la opresión".
Las conmociones sociales de la Edad
Media reavivaron en las clases más humildes la creencia de que habría de venir
un reino que duraría un milenio, en el que todas las injusticias serían
reparadas y donde los pobres encontrarían compensación a su desdicha. El
milenarismo -según M. I. Pereira de Queiroz[2]- se
ocupa siempre en imaginar una transformación del mundo profano; las esperanzas
y aspiraciones que se encuentran en él son terrestres, pero los medios para
tener acceso al mundo nuevo, así como ciertas características de éste, son
sagrados". "Sin embargo -continua la misma autora-, el
milenarismo no puede nacer en cualquier religión; no es viable más que en las
religiones activas, que atribuyen al individuo el poder de transformar el mundo
en que vive.
La lenta descomposición del orden
medieval fue la base material sobre la que se revitalizaron las profecías
milenarias que se propagaron por Europa desde fines de la alta Edad Media hasta
el Renacimiento. En Flandes se extendieron entre el siglo XI y el XIV; en el
centro y sur de Alemania, desde mediado el siglo XIII hasta el cisma
protestante; en Holanda, Westfalia y Bohemia durante la Reforma.
La progresiva reducción de los grupos
ampliados de parentesco, el crecimiento demográfico y la crisis de la economía
rural que arrojaba del feudo a los que no podía alimentar, la sustitución de
los lazos de solidaridad vertical entre señores y siervos por estratos
horizontales basados en la posesión de la riqueza pero sin ningún tipo de
compromiso asistencial, el crecimiento de las ciudades, el auge gremial del
artesanado y la formación de una boyante burguesía mercantil trajeron nuevas
relaciones sociales.
Junto a la riqueza que exhibían los
grandes comerciantes y los nobles que los emulaban, coexistía la pobreza
creciente de todos aquellos que, marginados de las estructuras sociales
tradicionales, no encontraban acomodo en aquella sociedad que lentamente se iba
polarizando. Mientras los lazos sociales propios de la era moderna (relaciones
entre clases) se instalaban entre las capas altas y los habitantes de las
ciudades, las relaciones tradicionales, basadas en el parentesco y en los
pactos de vasallaje, se mantenían en los estratos sociales inferiores y en el
extensísimo mundo rural.
En estas circunstancias, las guerras y
las pestes no hicieron más que agravar las penurias de los desposeídos. Por
ello no es de extrañar que las viejas profecías milenarias volvieran a
encontrar eco en las masas de individuos cuya vida se había visto
dramáticamente perturbada por la desaparición de las relaciones socioeconómicas
a las que estaban habituados. A pesar de la
exasperación y la radicalidad de sus planteamientos, en estos
movimientos, representados por múltiples sectas, aún no está presente un
programa político. Sus reivindicaciones y su lenguaje están presos todavía de
los presupuestos religiosos y de la idea de la redención; no obstante el afán
igualitario es claro.
Frente al poder y la molicie de la
nobleza y la riqueza de la burguesía y del alto clero se opone el ideal de vida
sencilla, basado en la abolición de la propiedad privada y de la autoridad, en
el disfrute de los bienes en común e, incluso, en la comunidad de mujeres. El
abanico de idearios es tan amplio que va desde la simple propuesta de reformar
la Iglesia para retornar a la pobreza evangélica, hasta formular postulados
anarcocomunistas, como el caso de John Ball, en la Inglaterra del siglo XIV, el
de Tomás Müntzer, en Alemania, en el siglo XVI, o el programa de los
niveladores de Winstanley, en la convulsa Inglaterra de la guerra civil.
Paralelamente, el afán igualitario
también encuentra expresión escrita en un género literario que critica el mundo
presente a través de la descripción de una sociedad armoniosa -la utopía-, que,
a la vez que niega lo existente, adelanta una sociedad futura que oscila entre
el comunismo de estado y el anarquismo.
La Declaración de Derechos del Hombre y
del Ciudadano viene a
reconocer la igualdad como uno de los fundamentos legales de la nueva sociedad,
pero bien pronto la marcha de la revolución señala la honda escisión que existe
dentro del tercer estado, porque la Declaración de Derechos del Hombre
de 1789 tiene su reverso en la Ley Le Chapelier,[3] del
año 1791, que proscribe la huelga y la asociación de los obreros.
Tras el ocaso del período jacobino, la
reacción del Thermidor viene a confirmar que el impulso popular e igualitario
se ha agotado. Su último estertor lo exhala la fallida insurrección de Los
Iguales, capitaneada por Babeuf, Marechal y Buonarroti en 1797, cuyo
ideario es ya un embrión del programa comunista radical que más tarde será
continuado por Blanqui.
La copiosa literatura utópica posterior
a la revolución de 1789 abunda en la idea de la igualdad desde perspectivas diferentes,
pero será sobre todo el proyecto comunista en sus dos versiones (comunismo
libertario y comunismo autoritario) el que convierta la igualdad en uno de los
pilares del programa de la clase obrera.
Efectivamente, el afán igualitario está
tan presente en los primeros programas socialistas y en el efímero gobierno de
la Comuna de París, como en las agitaciones campesinas andaluzas de finales del
siglo diecinueve; en los primeros años que siguen a la revolución de octubre
1917, como en las colectivizaciones agrarias en la guerra civil española...
pero es un impulso que no perdura. En el mejor de los casos, los procesos
pronto se osifican y el poder se esclerotiza en una burocracia que huye del
igualitarismo como de la peste. Los últimos coletazos del afán igualitario
tienen lugar en China durante la oleada igualitarista de la revolución
cultural, y en fecha más reciente, en el interior del Perú, en el ideario de
Sendero Luminoso. Ambos casos penetrados por un gran componente autoritario,
incluso despótico, y un fuerte culto a la personalidad de los dos máximos
dirigentes -Mao Ze Dong y el presidente Gonzalo (Abimael Guzmán)-, que
ejercen el papel que durante la Edad Media cumplían profetas y visionarios,
como depositarios de la verdad e intérpretes de la historia, y, en el caso peruano
-el de Sendero Luminoso-, se advierte un renacer del sentimiento milenario,
aunque el viejo lenguaje religioso haya sido sustituido por otro secular pero
con similar estilo doctrinario.
[1]
Cohn. N.; En pos del milenio, Madrid, Alianza, 1981, 3. ed. 1985, p. 18.
[2] Pereira de Queiroz, Mª Isaura; Hiistoria
y etnología de los movimientos mesiánicos, Méjico, Siglo XXI, 1969, p.20.
[3] La ley Le Chapelier, que prohibía la
asociación de los obreros y la huelga, estuvo inspirada en los principios del liberalismo
económico que pocos meses antes habían alumbrado la ley D’Allarde, que acabó
con los gremios.
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