jueves, 31 de mayo de 2018

La política necesaria


En un día como hoy, mientras se debate en el Congreso la moción de censura que tiene el propósito de desalojar del Gobierno al corrompido partido de Rajoy, sólo me atrevo a exponer una desusada noción de la política.
La humana actividad de la política es necesaria porque no somos ni ángeles ni bestias; porque, a nuestro pesar, tenemos mucho de bestias pero nos creemos ángeles, y sobre todo, porque estamos solos, arrojados a un mundo sin dioses y excluidos del mundo de las bestias, y, por tanto, el orden humano es de nuestra exclusiva incumbencia.
La política es la actividad -¿la ciencia, el arte?- empeñada en intentar fundar un orden terrenal -no celestial-, inestable y cambiante a pesar de los esfuerzos por dotarlo de homogeneidad y permanencia, en el que los humanos, seres con grandes limitaciones, desmedidos deseos y tremendas ambiciones, puedan cooperar de la forma que sea -por acuerdo o coerción, o por una combinación de ambas- para sobrevivir.
Los humanos, como los primates más evolucionados que somos, nos hemos apartado de la naturaleza, en donde tenemos nuestro origen como individuos y como especie y, en parte, de nuestro hábitat, pero no nos hemos apartado lo suficiente como para ser sólo entes culturales.
Nos hemos adaptado y apartado, a la vez, de la naturaleza transformándola, en lugar de sólo adaptarnos a ella como hacen los demás animales, y nos hemos transformado nosotros a medida que hemos transformado el entorno. Hemos cambiado el medio -los medios, pues somos la única especie que puede habitar en medios naturales tan dispares-, pero en ese proceso hemos mutado y nos hemos convertido en seres culturales, determinados por la naturaleza, claro, pero también por nuestras propias creaciones para alejarnos de ella.
Con esto, pretendo señalar que compartimos con los animales el inexorable mandato de la naturaleza, que es asegurar la continuidad de las especies mediante los instintos de supervivencia y de reproducción de cada individuo, y segundo, que no compartimos, al menos plenamente, el modo asumido por los animales para cumplir esos imperativos mandatos.  
Los humanos -los humanes, como escribe Mosterín, cuando nos considera una especie- hemos escapado, aunque no del todo, a esas determinaciones de la naturaleza, y si descartamos por inverosímil la hipótesis religiosa que asegura -sin pruebas- que existe una sublime y eterna inteligencia que gobierna el orden celeste, del cual el orden terrestre es sólo una emanación imperfecta, entonces podemos referirnos a la necesaria función de la política.
Y si no somos plenamente ni bestias ni ángeles, sino que compartimos porciones de ambos, que somos pasión y razón a la vez, nuestro orden social es precario; por eso es necesaria la política: el arte o la ciencia de gobernar, de gobernarnos, y de afrontar los asuntos comunes.
Hablar sobre la política obliga a referirse al origen urbano del término griego, pues, en la cultura europea occidental, es en la Grecia clásica donde surgen las primeras reflexiones sobre los obstáculos que encuentra la convivencia entre personas desconocidas, es decir, el trato permanente entre gentes que no son ni lejanamente parientes. Y es en la polis -la ciudad/Estado-, en el limitado territorio donde se agrupan de manera estable personas extrañas, donde inicialmente se medita acerca de las dificultades que entraña esa permanente y forzada convivencia.
La ciudad, no sólo entendida como diseño urbano, sino como espacio para convivir y como metáfora del Estado, es el ámbito específicamente humano, artificial, logrado por miles de años de civilización que nos ha alejado del ámbito propio de los animales, que es la naturaleza. En ese ámbito exclusivamente humano se entrecruzan cada día miles de trayectorias vitales y de proyectos particulares, que no son coincidentes ni en sus medios ni en sus fines, de ahí viene la necesidad de organizar, limitar y encauzar, tales proyectos para evitar que choquen y que se destruyan recíprocamente en su aspiración a realizarse. La ciudad (el Estado moderno) es, así, además de un ámbito artificial, un territorio conflictivo en precario equilibrio, amenazado por las contradictorias apetencias de grupos e individuos.
Aristóteles, que consideraba que el orden social depende de la voluntad de muchos, veía, ya en el siglo IV antes de Cristo y en una civilización bien distinta a la nuestra, las tensiones que podían acabar con la ciudad y proponía una ética eminentemente práctica que las contuviera y condujera, y que tuviera, por demás, su continuación en la política como gestión de los asuntos comunes, pues, si cada ciudadano o cada grupo asumía que sus aspiraciones debían contemplar como obligado límite las aspiraciones de otros, era posible garantizar la permanencia de ese ámbito, que él consideraba natural -tan natural como la agrupación de las abejas, señala-, en el que dichas aspiraciones pudieran realizarse.
Pero no somos abejas, aunque estemos en un avispero. Lo que espero, aunque quizá ya sea tarde, es que en el Congreso predomine la razón antes que la pasión, las razones antes que las pasiones; la candidez de los ángeles antes que los instintos de las bestias. Pero no estoy seguro de que así ocurra.

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