lunes, 14 de mayo de 2018

Los “sesentaiochos” (2).


Rebeldes con causa
A veces son los poetas, los filósofos o los escritores, casi nunca los economistas, quienes anticipan los cambios de época. Y en los años sesenta, fueron los cantantes populares los que mejor intuyeron el agotamiento de un tiempo y el advenimiento de otro.  
“Los tiempos están cambiando”, es una canción de Bob Dylan del año 1964, “La respuesta está en el viento”, otra balada, es del año anterior, “Satisfaction” -No puedo lograr satisfacción y lo intento, lo intento-, de los Rolling Stones, es de 1965; de ese año es “My generation”, de The Who, donde una de las estrofas de la repetitiva letra dice “Espero morir antes de hacerme viejo”. Otros cantantes muestran similares inquietudes pero no objetivos claros: I keep moving on, but I never found out why (Sigo moviéndome, pero nunca sé por qué), canta Janis Joplin.
Fue una época, indica Roszak (El País, 26/11/1987), en la que más gente aprendió su política del rock y de profetas beat que de cualquier manifiesto.
Unos años antes, Cliff Richard, en The Young ones (1961), invitaba a vivir el momento, porque el mañana a veces no llega -Tomorrow sometimes never comes-. Más adelante, el mañana desaparece, el futuro se disipa y la esperanza de cambiar el mundo se pierde. El mensaje juvenil será imperioso, más huraño, airado, irreverente y ruidoso con el punk; crítico, idealista y político con The Clash, y nihilista y desesperado con Sex Pistols -“No future”-, como reacción a la derrota, a los sueños frustrados de los años sesenta y a los pavorosos efectos sociales de la pujante reacción conservadora.
La desordenada emergencia de nuevos comportamientos sociales señala los cambios que se habían ido produciendo de manera soterrada en las sociedades neocapitalistas después de la II Guerra mundial, y que, a la altura de los años sesenta, hallaron un ambiente propicio para que los jóvenes, los sujetos que mejor los representaban, pudieran expresarlos de manera pública y tumultuosa. Para la población adulta, que vivía en la sociedad de consumo, llamada por J. K. Galbraith, sociedad opulenta, esos años mostraron la súbita aparición de sujetos y actitudes desconocidos, con los que la sociedad perdía su perfil tradicional y se volvía irreconocible. 
Una parte de la numerosa cohorte generacional de la postguerra -del llamado baby boom- reaccionó contra el mundo que se le ofrecía, porque presentía que en la sociedad tal como estaba constituida no podía hallar satisfacción a sus necesidades radicales, en el sentido que Agnes Heller (“Por una filosofía radical”) da a este término: Llamamos necesidades radicales a las necesidades que nacen en la sociedad basada en relaciones de subordinación pero que no pueden ser satisfechas en una sociedad semejante.
Efectivamente, los sueños libertarios, el disfrute de la naturaleza, la liberación del trabajo alienante y del consumo compulsivo y la realización personal no en competencia sino en colaboración no podían alcanzarse, ni tampoco el acceso a lo que la sociedad ofrecía por medio de la publicidad y la propaganda, porque tenía un coste demasiado alto, que los jóvenes, en principio, rechazaban.
La productiva sociedad legada por los adultos, consumista, rutinaria y aburrida, en la cual había que integrarse resignadamente, suponía renunciar a los sueños juveniles. Por tanto la respuesta estaba en hacer lo contrario: no en adaptarse al mundo de los adultos, tan ingrato, tan injusto, tan cerrado y tan condicionado, sino en adaptar el mundo a la medida de los sueños. Escapar. La sociedad opulenta prometía, pero sometía.
De ahí viene la protesta y el intento de cambiar un mundo que parece permeable, susceptible de transformación; sólo hay que creer y empujar, no se sabe muy bien hacia dónde o en varias direcciones distintas; hacia donde sea, lo que importa es moverse, empujar, contestar, cuestionar, discrepar de los adultos, de los mayores, de los políticos que han hecho el mundo así, tan determinado. Y hay que hacerlo con prisa, porque el tiempo pasa rápidamente. Hay que disfrutar siendo joven.
Una de las características del momento es el culto de los jóvenes a la propia juventud, el desprecio de la madurez y aversión a la vejez. Cualquier persona mayor de 30 años es sospechosa y, por el contrario, cualquiera menor de esa edad es afín. I wanna live fast love hard die young and leave a beautiful memory, recita el “country singer” Faron Young.
El mito de Aquiles, que eligió tener una vida corta y gloriosa antes que otra larga y anodina, se renueva en la frase “vive deprisa, muere joven y deja un bonito cadáver”, que se atribuye a James Dean. En realidad, la frase la pronuncia John Derek en la película “Llamad a cualquier puerta”, de Nicholas Ray, pero como la película es de 1949, en los años sesenta la frase sería de sobras conocida y se adjudicó a quién mejor la podía representar con su muerte prematura. En todo caso, resume bien la idea de que es preferible una vida breve, disfrutada con vigor y plenitud, antes que una existencia rutinaria y una larga decadencia; antes la muerte que la vejez

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