viernes, 25 de mayo de 2018

Del ciudadano ácrítico: el retorno del idiota


Observo que el tema de esta sesión de las “Jornadas”[1] viene definido por tres sugerentes voces -conciencia, crítica y ciudadanos-, así que, a tenor de lo que me suscita la unión de estas tres palabras, antes de responder al interrogante  que señala el título en cuestión, voy a plantear otras preguntas que vienen al hilo del asunto: ¿Podemos imaginar una ciudadanía que no sea crítica? ¿No es el espíritu crítico y vigilante lo que caracteriza a la ciudadanía?
En el Antiguo Régimen, el discurso crítico que brotaba desde los estamentos subalternos contra el ilimitado poder regio, que reservaba la función gubernativa a los altos estamentos -nobleza y clero- e imponía deberes y obediencia al estado llano, es lo que acabó con la figura del súbdito e hizo aparecer la figura del ciudadano burgués, que, más tarde, y debido a las demandas políticas del movimiento obrero, dio lugar al ciudadano moderno, que es un sujeto reclamante de derechos, razonante y crítico, vigilante del poder político, activo y revolucionario, pues introduce una nueva forma de concebir la política, es decir, de acceder y ejercer el poder, para atender a unos asuntos que se van a considerar públicos (comunes, abiertos y opinables) y no reservados a la ocupación privada y permanente de una casta.  
La figura del ciudadano, con tiempo y esfuerzo, y en medio de notables tensiones sociales y de saltos atrás, muy frecuentes y graves en el caso de España[2], ha ido creciendo en derechos nominales y reales, pero desde el punto de vista de la praxis política, hoy, en las postrimerías del siglo XX, en Occidente, el vigoroso trazo que perfilaba al ciudadano se ha ido debilitando, erosionado por los cambios jurídico-políticos, que, desde la década de los años setenta, han dado lugar a los regímenes de democracia dura o fuerte, que ya anticipaba Agnoli[3], como autoritaria respuesta a la crisis de legitimación, que, según Habermas, sufre, desde entonces, el Estado democrático.
En este orden de cosas, uno de los cambios políticos más importantes ha sido sentar las condiciones para que surja un discurso que equipara la figura del ciudadano a la del contribuyente, a la del consumidor o a la del modélico votante. Este programado ciudadano se muestra cuando vota -lo que le ponen delante-, cuando paga los impuestos -que le ponen delante-, cuando consume -los artículos a los precios que le ponen delante- y cuando trabaja en las condiciones laborales, que también le ponen delante.
Este paradigmático sujeto es un ser obediente, aceptante del (des)orden vigente, que no cuestiona, pero en el cual él mismo es cuestionado por ignotos poderes para hacerle volver, cada día un poco más, a la condición propia de un súbdito que acepta su voluntaria sumisión[4] como una condición básica para mantener vigente el orden político y económico. Surge la pasividad (o la resignación) como necesaria condición para mantener el régimen político liberal/democrático y el sistema económico de mercado -la producción capitalista-, como ya señalara Marx (1974, p. 255): la teoría económica liberal /burguesa sólo funciona cuando los trabajadores aceptan someterse a la producción en las condiciones que marca el capital, pues en cuanto brota la lucha de clases, es decir, cuando no se acepta mansamente lo que el capital prescribe, entonces la teoría no se cumple[5].
El sujeto así considerado estaría más cercano al idiota, el ciudadano libre de la Atenas clásica, que, en principio, no ostentaba cargos públicos y que luego fue desentendiéndose de los asuntos comunes (de la gestión de la polis) y acabó viviendo aislado, inmerso en su vida privada y renunciando de hecho a los derechos que le confería su ciudadanía. Por decirlo de otra manera, abusando de la definición de Aristóteles -zoon politikon- del hombre como animal político, el idiota sería el zoon apolitikon, el hombre apolítico. A tenor de esta idea, el individuo apolítico es un hombre (o ya, en nuestros días, una mujer) incompleto, porque está mutilado de un aspecto esencial de su vida humana, es decir, transnatural, que se ocupa de hacerle partícipe de los fines y afanes comunes, el que le brinda la percepción de que su propia existencia sólo tiene sentido en relación con la existencia de otros semejantes, dentro de un proyecto común de cuya gestión también debe de ocuparse[6].
Hoy, en gran medida, el sistema político democrático -o mejor dicho, democrático burgués, pues sigue conformado por la hegemonía burguesa y respondiendo de manera principal, aunque no exclusiva, al logro de los intereses de esta clase- se esfuerza por producir ingentes cantidades de idiotas. Lo peor del asunto es que también los llamados partidos de izquierda (y los sindicatos) han invertido no pocos de sus esfuerzos en alimentar esta contagiosa epidemia de idiotez.
Así, pues, la respuesta a la pregunta que señala el objeto de esta sesión estaría en hacer revivir esa incómoda figura para el gobernante, porque es crítica, activa, acreedora, participativa, interpeladora del poder político (y del económico), que debiera ser el ciudadano moderno: en hacer revivir, adaptado a las necesidades de nuestra época, el zoon politikon aristotélico, pues para el filósofo de Estagira, la política es un instrumento para formar y articular la parte social de cada individuo, el ámbito para alcanzar la socialización suprema, que es convertirse en ciudadano; es decir, sentirse miembro de una colectividad y asumir los deberes y derechos que implica vivir en comunidad, porque vivir es convivir y compartir tiempo y espacio (territorio).
El quid de la cuestión está en que hacer revivir a este paradigmático sujeto no es tarea fácil, porque llegar a ser un ciudadano crítico y exigente precisa, entre otros requisitos, entender bien lo que ocurre alrededor, y eso -llegar a entender, a comprender- es hoy algo bastante difícil de conseguir.

MIRAR Y NO ENTENDER
Hoy, cuando recibimos cada día más cantidad de información sobre la situación del mundo que la que han recibido nunca las generaciones precedentes, no podemos asegurar que prestando atención a las noticias que nos suministran los medios -la prensa- entendemos bien lo que acontece en el planeta.
De la lectura de los periódicos, la audición de la radio y el visionado de los programas informativos de televisión no obtenemos la impresión de entender lo que ocurre. Es más, personalmente siento que la representación del mundo que costosamente me había ido elaborando a lo largo de muchos años se ha ido desbaratando en poco tiempo, y que ni uniendo los trozos dispersos de la vieja imagen con las novedades cotidianas consigo formalizar una nueva visión coherente que reemplace a la antigua, lo cual me llena de perplejidad.
Por fortuna, existen personas que ofrecen unas reflexiones que van por delante de las nuestras y nos procuran el alivio de hallarnos en buena compañía en este mundo que se nos ha vuelto tan extraño.
Anthony Giddens (1993, p.16) señala: la opinión de que no es posible obtener un conocimiento sistemático de la organización social resulta, en primer lugar, de la sensación que muchos de nosotros tenemos de haber sido atrapados en un universo de acontecimientos que no logramos entender del todo y que en gran medida parecen escapar a nuestro control.
Otro autor, un periodista y estudioso de los procesos de la comunicación, I. Ramonet (1997, p.87), comparte esta desazón cuando escribe: Nos enfrentamos a una crisis de inteligibilidad: aumenta la distancia entre lo que sería necesario comprender y las herramientas conceptuales necesarias para tal comprensión. Con la desaparición de las certezas y la ausencia de proyecto colectivo, ¿habrá que resignarse a vivir lo que Max Weber llamaba <<el desencanto del mundo>>?
Opinión compartida por J. Mª Ripalda (1999, p.105) que señala que las clásicas distinciones de frentes se difuminan; los viejos esquemas políticos, oficiales o revolucionarios, no funcionan; el discernimiento es más necesario y difícil que nunca. Y Marc Ferro[7] escribe: somos conscientes de vivir en unas sociedades sin brújula, que han perdido sus puntos de referencia y ya no saben unir el futuro y el pasado. Lo mismo se puede decir de las ideologías, porque ya no sirven de referencia, se trate de socialismo o de liberalismo, puesto que las prácticas que pretendían encarnarlos han resultado equivocadas. Parece, pues, que habitamos en un mundo sin rumbo, como lo califica Ramonet (1997), o desbocado, como lo hace Giddens (2000), o que, de repente, haya explotado el desorden, como afirma Fernández Durán (1993).
En los años 60 y 70, entre la “gente maja”, progresista o comprometida en la lucha contra la dictadura, se puso de moda un término -tomar conciencia-, que era una aberración semántica (tomar conciencia es gramaticalmente similar a tomar horchata), pero señalaba la necesidad de entender, de ser conscientes de lo que pasaba. Eran un par de palabrejas de separaban el mundo de los alienados del mundo de los iniciados, de los seres conscientes, de los que estaban orientados, sabían lo que pasaba y lo que había que hacer.
La conciencia solía tomarse, como un bebedizo, en uno o varios seminarios, en los cuales un iniciado abría los arcanos de la concepción materialista de la historia a los catecúmenos.
Después de varios seminarios bien cargados de conciencia, ya se tenían las claves de cómo funcionaba el mundo y de por qué lo hacía, y ya se podía pensar en cambiarlo. Con tan ligero equipaje teórico, los que en los años sesenta teníamos alrededor de veinte años nos aprestamos a transformar el mundo de manera radical (desde la raíz) y no de otra forma, pues la fuerza de nuestro empeño no residía tanto en un real conocimiento del mundo como en la creencia de que poseíamos ese saber. Nuestra titánica tarea de pretender cambiar el mundo de manera revolucionaria no era tanto una consecuencia de la ciencia como de la fe; de haber tomado conciencia. Sin embargo, el proceso de conocer el mundo -no digamos ya el de transformarlo- es una tarea algo más compleja y requiere un poco más de tiempo. 
Los griegos de la época clásica llamaban contemplación -mirar detenidamente- a la labor de meditar, reservada a los hombres libres que disponían del tiempo suficiente como para poder entregarse a interpretar el mundo después de haberlo contemplado largamente -eso es lo que significa en griego théorein, <ver>, <contemplar>, señala Victoria Camps[8]-, y de ahí ha quedado el sentido posterior del término teoría como resultado de la reflexión, de la contemplación, de la actividad de mirar y de pensar. La theoría era un reflejo que se construía en el aire de la mente y que se levantaba con la dúctil materia de las palabras. Por ello, la theoría -lo visto, en suma-, se reconstruía abstractamente, sin la grávida realidad e indiferente a la asunción que de ellas habían hecho nuestros ojos, señala Emilio Lledó en la obra citada (1994, p.12), pero hoy, la afanosa escrutación del mundo por una mirada anhelante sólo parece hallar el caos como resultado de su esfuerzo y, en consecuencia, en vez de encontrar conocimiento, tropieza no sólo con la duda, sino con la confusión.
Comprender es hoy la apuesta capital, sentencia Ramonet (1997, p. 191), luego de señalar que estamos saliendo de un universo de simples determinismos y entramos en un mundo de complejidad, en el que la incertidumbre, la estrategia y la innovación aparecen fuertemente ligadas. Pero su imbricación nos aparece como un enigma.
Así, pues, tal y como prescribía Hegel a sus coetáneos, los humanos de hoy volvemos a estar condenados por Dios a ser filósofos; condenados a tener como tarea prioritaria la interpretación de un mundo que en sus evoluciones nos deja perplejos.
Javier Muguerza (1990, p. 46) considera interesante este estado de tensión que para él es la perplejidad, ya que es la antesala de la búsqueda -la filosofía apenas es más que un conjunto de cuestiones incesantemente planteadas y vueltas a replantear, de problemas siempre abiertos, de perplejidades que nos asaltan una y otra vez. De tal manera, indica este autor, que, si para la inmensa mayoría de los mortales, incluida la inmensa mayoría de los filósofos (y, por supuesto, el que esto escribe), la perduración de un estado de irresuelta perplejidad tendría bastante más de pesadilla, y hasta de maldición, que de dádiva o de regalo de los cielos, algunos escasos filósofos pueden disfrutar con el don de la perplejidad, puesto que es el único padecimiento filosófico capaz de inmunizarnos contra el escepticismo propio de la ignorancia y la certeza del dogmatismo.
Pero no debemos renunciar a entender este presente confuso haciendo de la perplejidad una razón de vida o la base de una postura estética, si es que aspiramos a actuar de alguna manera sobre la realidad. Muy al contrario, el dinamismo del mundo actual no respeta la automarginación para dedicarse a contemplar los afanes humanos (demasiados de ellos trágicos) desde un hipotético Olimpo resguardado de dudas y tensiones. Al final, hay que actuar y para hacerlo hay que tratar de comprender; es decir, no renunciar, cuanto menos, a utilizar la razón, como indica Muguerza (1990, p. 662) -Cualquiera que sea el grado de perplejidad teórica en que uno esté sumido, hay ocasiones en la vida en que no queda más remedio que optar por una u otra alternativa. La opción por la razón frente a la sinrazón es una de ellas. Es, sin lugar a dudas, la opción fundamental. Y la necesidad de optar por la razón es de índole eminentemente práctica.
Así, pues, en nuestros confusos días y como previo requisito a la intención de actuar sobre el mundo -tarea propia de cíclopes, si se trata de transformarlo- o al menos de no abandonarlo del todo a su controvertido rumbo, habría que plantearse (o replantearse) la imperiosa necesidad de volver a interpretarlo; de comprenderlo en su acelerado dinamismo y en su creciente complejidad, tarea, a mi parecer, no menos ciclópea.

Mayo, 2000.



[1] Jornadas sobre medios de comunicación: presente y futuro. Barcelona, 3-4 de junio de 2000, organizadas por el Consell d’Edicions del Centre d’Estudis y Debats de l’Esquerra Socialista de Catalunya. Se publicó parcialmente como artículo en la revista Escrits nº 21, hivern, 2006.
[2] Tema que he abordado en El lienzo de Penélope. España y la desazón constituyente (1812-1978), Madrid, Los libros de la catarata, 1999.
[3] Agnoli, J. & Brückner, P. (1971) (primera edición alemana en 1968): La transformación de la democracia, Méjico, Siglo XXI.
[4] Sobre este asunto, ya, en el siglo XVI, reflexionó Etienne de La Böetie en El discurso de la servidumbre voluntaria.
[5] Los economistas quieren que los obreros sigan en la sociedad tal como está establecida y tal como la han consignado y sellado en sus manuales. Marx, C. (1974): Miseria de la filosofía.
[6] Este tema lo he abordado con más extensión en el capítulo “Gobierno y convivencia. Apunte sobre el origen urbano de la política”, en la obra colectiva: Política y comunicación. Conciencia cívica, espacio público y nacionalismo, Madrid, Los libros de la catarata, 1999.
[7] M. Ferro “Medios y comprensión del mundo”, en Le Monde diplomatique (1998): Pensamiento crítico vs. Pensamiento único, Madrid, Debate.
[8] Camps, V., "El sentido olvidado de la ética", reseña del libro de E. Lledó Memoria de la ética, (El País, "Babelia", 12-XI-1994, p.13).

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