Observo
que el tema de esta sesión de las “Jornadas”[1] viene definido por tres
sugerentes voces -conciencia, crítica y ciudadanos-, así que, a tenor de lo que me suscita la unión de
estas tres palabras, antes de responder al interrogante que señala el título en cuestión, voy a
plantear otras preguntas que vienen al hilo del asunto: ¿Podemos imaginar una ciudadanía
que no sea crítica? ¿No es el espíritu crítico y vigilante lo que caracteriza a
la ciudadanía?
En
el Antiguo Régimen, el discurso crítico que brotaba desde los estamentos
subalternos contra el ilimitado poder regio, que reservaba la función
gubernativa a los altos estamentos -nobleza y clero- e imponía deberes y
obediencia al estado llano, es lo que acabó con la figura del súbdito e hizo
aparecer la figura del ciudadano burgués, que, más tarde, y debido a las
demandas políticas del movimiento obrero, dio lugar al ciudadano moderno, que
es un sujeto reclamante de derechos, razonante y crítico, vigilante del poder
político, activo y revolucionario, pues introduce una nueva forma de concebir
la política, es decir, de acceder y ejercer el poder, para atender a unos
asuntos que se van a considerar públicos (comunes, abiertos y opinables) y no
reservados a la ocupación privada y permanente de una casta.
La
figura del ciudadano, con tiempo y esfuerzo, y en medio de notables tensiones
sociales y de saltos atrás, muy frecuentes y graves en el caso de España[2], ha ido creciendo en
derechos nominales y reales, pero desde el punto de vista de la praxis
política, hoy, en las postrimerías del siglo XX, en Occidente, el vigoroso
trazo que perfilaba al ciudadano se ha ido debilitando, erosionado por los
cambios jurídico-políticos, que, desde la década de los años setenta, han dado
lugar a los regímenes de democracia dura o fuerte, que ya anticipaba Agnoli[3], como autoritaria
respuesta a la crisis de legitimación, que, según Habermas, sufre, desde
entonces, el Estado democrático.
En
este orden de cosas, uno de los cambios políticos más importantes ha sido sentar
las condiciones para que surja un discurso que equipara la figura del ciudadano
a la del contribuyente, a la del consumidor o a la del modélico votante. Este
programado ciudadano se muestra cuando vota -lo que le ponen delante-, cuando
paga los impuestos -que le ponen delante-, cuando consume -los artículos a los
precios que le ponen delante- y cuando trabaja en las condiciones laborales,
que también le ponen delante.
Este paradigmático
sujeto es un ser obediente, aceptante del (des)orden vigente, que no cuestiona,
pero en el cual él mismo es cuestionado por ignotos poderes para hacerle
volver, cada día un poco más, a la condición propia de un súbdito que acepta su
voluntaria sumisión[4] como una condición básica
para mantener vigente el orden político y económico. Surge la pasividad (o la resignación)
como necesaria condición para mantener el régimen político liberal/democrático
y el sistema económico de mercado -la producción capitalista-, como ya señalara
Marx (1974, p. 255): la teoría económica liberal /burguesa sólo funciona cuando
los trabajadores aceptan someterse a la producción en las condiciones que marca
el capital, pues en cuanto brota la lucha de clases, es decir, cuando no se
acepta mansamente lo que el capital prescribe, entonces la teoría no se cumple[5].
El sujeto así considerado
estaría más cercano al idiota, el
ciudadano libre de la Atenas clásica, que, en principio, no ostentaba cargos
públicos y que luego fue desentendiéndose de los asuntos comunes (de la gestión
de la polis) y acabó viviendo
aislado, inmerso en su vida privada y renunciando de hecho a los derechos que
le confería su ciudadanía. Por decirlo de otra manera, abusando de la
definición de Aristóteles -zoon politikon-
del hombre como animal político, el idiota
sería el zoon apolitikon, el hombre
apolítico. A tenor de esta idea, el
individuo apolítico es un hombre (o ya, en nuestros días, una mujer)
incompleto, porque está mutilado de un aspecto esencial de su vida humana, es
decir, transnatural, que se ocupa de hacerle partícipe de los fines y afanes
comunes, el que le brinda la percepción de que su propia existencia sólo tiene
sentido en relación con la existencia de otros semejantes, dentro de un
proyecto común de cuya gestión también debe de ocuparse[6].
Hoy, en gran medida,
el sistema político democrático -o mejor dicho, democrático burgués, pues sigue
conformado por la hegemonía burguesa y respondiendo de manera principal, aunque
no exclusiva, al logro de los intereses de esta clase- se esfuerza por producir
ingentes cantidades de idiotas. Lo peor
del asunto es que también los llamados partidos de izquierda (y los sindicatos)
han invertido no pocos de sus esfuerzos en alimentar esta contagiosa epidemia
de idiotez.
Así,
pues, la respuesta a la pregunta que señala el objeto de esta sesión estaría en
hacer revivir esa incómoda figura para el gobernante, porque es crítica,
activa, acreedora, participativa, interpeladora del poder político (y del
económico), que debiera ser el ciudadano moderno: en hacer revivir, adaptado a
las necesidades de nuestra época, el zoon
politikon aristotélico, pues para el filósofo de Estagira, la política es
un instrumento para formar y articular la
parte social de cada individuo, el ámbito para alcanzar la socialización
suprema, que es convertirse en ciudadano; es decir, sentirse miembro de una
colectividad y asumir los deberes y derechos que implica vivir en comunidad,
porque vivir es convivir y compartir tiempo y espacio (territorio).
El
quid de la cuestión está en que hacer revivir a este paradigmático sujeto no es
tarea fácil, porque llegar a ser un ciudadano crítico y exigente precisa, entre
otros requisitos, entender bien lo que ocurre alrededor, y eso -llegar a
entender, a comprender- es hoy algo bastante difícil de conseguir.
MIRAR Y NO ENTENDER
Hoy, cuando recibimos cada
día más cantidad de información sobre la situación del mundo que la que han
recibido nunca las generaciones precedentes, no podemos asegurar que prestando
atención a las noticias que nos suministran los medios -la prensa-
entendemos bien lo que acontece en el planeta.
De la lectura de los periódicos, la
audición de la radio y el visionado de los programas informativos de televisión
no obtenemos la impresión de entender lo que ocurre. Es más, personalmente
siento que la representación del mundo que costosamente me había ido elaborando
a lo largo de muchos años se ha ido desbaratando en poco tiempo, y que ni
uniendo los trozos dispersos de la vieja imagen con las novedades cotidianas
consigo formalizar una nueva visión coherente que reemplace a la antigua, lo
cual me llena de perplejidad.
Por fortuna, existen personas que ofrecen
unas reflexiones que van por delante de las nuestras y nos procuran el alivio
de hallarnos en buena compañía en este mundo que se nos ha vuelto tan extraño.
Anthony Giddens (1993, p.16) señala: la opinión de que no es posible obtener un
conocimiento sistemático de la organización social resulta, en primer lugar, de
la sensación que muchos de nosotros tenemos de haber sido atrapados en un
universo de acontecimientos que no logramos entender del todo y que en gran
medida parecen escapar a nuestro control.
Otro autor, un periodista y estudioso de los
procesos de la comunicación, I. Ramonet (1997, p.87), comparte esta desazón
cuando escribe: Nos enfrentamos a una
crisis de inteligibilidad: aumenta la distancia entre lo que sería necesario
comprender y las herramientas conceptuales necesarias para tal comprensión. Con
la desaparición de las certezas y la ausencia de proyecto colectivo, ¿habrá que
resignarse a vivir lo que Max Weber llamaba <<el desencanto del
mundo>>?
Opinión compartida por J. Mª Ripalda (1999,
p.105) que señala que las clásicas
distinciones de frentes se difuminan; los viejos esquemas políticos, oficiales
o revolucionarios, no funcionan; el discernimiento es más necesario y difícil
que nunca. Y Marc Ferro[7]
escribe: somos conscientes de vivir en
unas sociedades sin brújula, que han perdido sus puntos de referencia y ya no
saben unir el futuro y el pasado. Lo mismo se puede decir de las ideologías,
porque ya no sirven de referencia, se trate de socialismo o de liberalismo,
puesto que las prácticas que pretendían encarnarlos han resultado equivocadas.
Parece, pues, que habitamos en un mundo sin rumbo, como lo califica Ramonet
(1997), o desbocado, como lo hace Giddens (2000), o que, de repente, haya
explotado el desorden, como afirma Fernández Durán (1993).
En los
años 60 y 70, entre la “gente maja”, progresista o comprometida en la lucha
contra la dictadura, se puso de moda un término -tomar conciencia-, que era una aberración semántica (tomar
conciencia es gramaticalmente similar a tomar horchata), pero señalaba la
necesidad de entender, de ser conscientes de lo que pasaba. Eran un par de
palabrejas de separaban el mundo de los alienados del mundo de los iniciados,
de los seres conscientes, de los que estaban orientados, sabían lo que pasaba y
lo que había que hacer.
La
conciencia solía tomarse, como un
bebedizo, en uno o varios seminarios, en los cuales un iniciado abría los
arcanos de la concepción materialista de la historia a los catecúmenos.
Después
de varios seminarios bien cargados de
conciencia, ya se tenían las claves de cómo funcionaba el mundo y de por
qué lo hacía, y ya se podía pensar en cambiarlo. Con tan ligero equipaje teórico,
los que en los años sesenta teníamos alrededor de veinte años nos aprestamos a
transformar el mundo de manera radical (desde la raíz) y no de otra forma, pues
la fuerza de nuestro empeño no residía tanto en un real conocimiento del mundo
como en la creencia de que poseíamos ese saber. Nuestra titánica tarea de
pretender cambiar el mundo de manera revolucionaria no era tanto una
consecuencia de la ciencia como de la fe; de haber tomado conciencia. Sin embargo, el proceso de conocer el mundo -no
digamos ya el de transformarlo- es una tarea algo más compleja y requiere un
poco más de tiempo.
Los griegos de la época
clásica llamaban contemplación -mirar detenidamente- a la labor de meditar,
reservada a los hombres libres que disponían del tiempo suficiente como para
poder entregarse a interpretar el mundo después de haberlo contemplado
largamente -eso es lo que significa en
griego théorein, <ver>, <contemplar>, señala Victoria Camps[8]-, y
de ahí ha quedado el sentido posterior del término teoría como resultado de la reflexión, de la contemplación, de la
actividad de mirar y de pensar. La
theoría era un reflejo que se construía en el aire de la mente y que se
levantaba con la dúctil materia de las palabras. Por ello, la theoría -lo
visto, en suma-, se reconstruía abstractamente, sin la grávida realidad e
indiferente a la asunción que de ellas habían hecho nuestros ojos, señala
Emilio Lledó en la obra citada (1994, p.12), pero hoy, la afanosa escrutación
del mundo por una mirada anhelante sólo parece hallar el caos como resultado de
su esfuerzo y, en consecuencia, en vez de encontrar conocimiento, tropieza no
sólo con la duda, sino con la confusión.
Comprender es hoy la apuesta capital, sentencia Ramonet (1997, p. 191), luego de señalar
que estamos saliendo de un universo de
simples determinismos y entramos en un mundo de complejidad, en el que la
incertidumbre, la estrategia y la innovación aparecen fuertemente ligadas. Pero
su imbricación nos aparece como un enigma.
Así, pues, tal y como
prescribía Hegel a sus coetáneos, los humanos de hoy volvemos a estar
condenados por Dios a ser filósofos; condenados a tener como tarea prioritaria
la interpretación de un mundo que en sus evoluciones nos deja perplejos.
Javier Muguerza (1990, p. 46) considera
interesante este estado de tensión
que para él es la perplejidad, ya que es la antesala de la búsqueda -la filosofía apenas es más que un conjunto
de cuestiones incesantemente planteadas y vueltas a replantear, de problemas
siempre abiertos, de perplejidades que nos asaltan una y otra vez. De tal
manera, indica este autor, que, si para
la inmensa mayoría de los mortales, incluida la inmensa mayoría de los
filósofos (y, por supuesto, el que esto escribe), la perduración de un estado
de irresuelta perplejidad tendría bastante más de pesadilla, y hasta de
maldición, que de dádiva o de regalo de los cielos, algunos escasos
filósofos pueden disfrutar con el don de la perplejidad, puesto que es el único padecimiento filosófico capaz de
inmunizarnos contra el escepticismo propio de la ignorancia y la certeza
del dogmatismo.
Pero no debemos renunciar a entender este
presente confuso haciendo de la perplejidad una razón de vida o la base de una
postura estética, si es que aspiramos a actuar de alguna manera sobre la realidad. Muy al
contrario, el dinamismo del mundo actual no respeta la automarginación para
dedicarse a contemplar los afanes humanos (demasiados de ellos trágicos) desde
un hipotético Olimpo resguardado de dudas y tensiones. Al final, hay que actuar
y para hacerlo hay que tratar de comprender; es decir, no renunciar, cuanto
menos, a utilizar la razón, como indica Muguerza (1990, p. 662) -Cualquiera que sea el grado de perplejidad
teórica en que uno esté sumido, hay ocasiones en la vida en que no queda más
remedio que optar por una u otra alternativa. La opción por la razón frente a
la sinrazón es una de ellas. Es, sin lugar a dudas, la opción fundamental. Y la
necesidad de optar por la razón es de índole eminentemente práctica.
Así, pues, en nuestros confusos días y como previo
requisito a la intención de actuar sobre el mundo -tarea propia de cíclopes, si
se trata de transformarlo- o al menos de no abandonarlo del todo a su
controvertido rumbo, habría que plantearse (o replantearse) la imperiosa
necesidad de volver a interpretarlo; de comprenderlo en su acelerado dinamismo
y en su creciente complejidad, tarea, a mi parecer, no menos ciclópea.
Mayo, 2000.
[1] Jornadas sobre medios de comunicación:
presente y futuro. Barcelona, 3-4 de junio de 2000, organizadas por el Consell
d’Edicions del Centre d’Estudis y Debats de l’Esquerra Socialista de Catalunya.
Se publicó parcialmente como artículo en la revista Escrits nº 21, hivern, 2006.
[2] Tema que he abordado en El lienzo de Penélope. España y la desazón
constituyente (1812-1978), Madrid, Los libros de la catarata, 1999.
[3] Agnoli, J. & Brückner, P. (1971)
(primera edición alemana en 1968): La
transformación de la democracia, Méjico, Siglo XXI.
[4] Sobre este asunto, ya, en el siglo XVI,
reflexionó Etienne de La Böetie en El
discurso de la servidumbre voluntaria.
[5] Los
economistas quieren que los obreros sigan en la sociedad tal como está
establecida y tal como la han consignado y sellado en sus manuales. Marx, C. (1974): Miseria de la filosofía.
[6] Este tema lo he abordado con más extensión
en el capítulo “Gobierno y convivencia. Apunte sobre el origen urbano de la
política”, en la obra colectiva: Política
y comunicación. Conciencia cívica, espacio público y nacionalismo, Madrid,
Los libros de la catarata, 1999.
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