miércoles, 16 de mayo de 2018

La cabeza de la serpiente


El día claro es el que hace salir a la víbora, y eso requiere andar con cuidado (…) Así pues, hay que considerarle como un huevo de serpiente, que, si se incuba, será tan dañino como todos los de su especie, por eso hay que matarle en el cascarón.
(Shakespeare: Bruto, en Julio César, acto II).

En Cataluña, uno tras otro, los tópicos nacionalistas van cayendo, desmentidos por la realidad. Uno de ellos, básico, ha sido afirmar que el nacionalismo catalán, a diferencia del vasco, no es un nacionalismo étnico sino cívico, pues no tiene una base biológica sino política y cultural. Una formulación más del repertorio de tópicos de la mitología catalanista, basada en la sublimación del “seny”, de la cordura y la sensatez, como filosofía de la vida y como un rasgo del buen talante de gente democrática y laboriosa, predispuesta al comercio y al diálogo fructífero antes que al enfrentamiento. Palabras.
Retórica, que, para mucha gente de dentro y de fuera de Cataluña, se pudo mantener mientras crecía el embrión de la serpiente.
En 1977, el cineasta sueco Ingmar Bergman dirigió la película “El huevo de la serpiente”, título seguramente sugerido por la tragedia de Shakespeare, el cual quizá tomó la idea de Plinio el Viejo, quién como cónsul o procónsul romano en Germania pudo tener contacto con los mitos bárbaros de la región, entre los cuales la serpiente jugaba, al parecer, un papel importante. Quizá fuese así, y no sería extraño que ETA, que siempre quiso legitimarse como heredera de un pueblo milenario, fuera partícipe de una idea similar al adoptar como emblema el hacha y la culebra.  
El caso es que en la película de Bergman, situada en Alemania, en los años de gestación del movimiento nacional socialista, uno de los personajes indica que la fina membrana del huevo permite ver como dentro se agita, vivo, el reptil.
Desde entonces, el huevo de la serpiente se ha usado como una metáfora del fascismo en ascenso, del fascismo embrionario, con el cual hay que acabar antes de que se desarrolle y acabe mordiendo. Ese es el sentido en que Bruto, en la tragedia de Shakespeare, utiliza la metáfora para justificar el asesinato de Julio César antes de que llegue a ser rey, pues una vez que lo sea habrá acabado con la República, a la que Bruto y los otros conjurados en el crimen defienden.
En Cataluña, el huevo de la serpiente se ha incubado durante décadas a base de quejas y de victimismo, de continuas exigencias al gobierno central, de sugerir la idea de que la Generalitat es una institución propia y no una parte del Estado español; de adoctrinar en las aulas, de tergiversar los hechos y de amañar la historia para hacerla coincidir con el relato de que existe una ofensiva de España contra Cataluña, un conflicto de siglos que debe ser resuelto aceptando el plan de los nacionalistas. Y resultado, también, de grandes dosis de propaganda, de trampas semánticas y de frases simples que encierran aparentes e incontrovertibles verdades para soliviantar a una parte de la población poco informada u educada desde hace tiempo en las verdades del barquero del nacionalismo, y dirigirla contra sus propios vecinos, con el fin de extraer de tal división de Cataluña la ciudadanía combativa que precisa el proyecto independentista.
La membrana de la retórica nacionalista no era totalmente opaca, pues permitía ver que el bicho que había en su interior estaba vivo. Había quien lo negaba, quien no miraba y quien miraba y no lo veía, pero allí estaba el reptil, se movía y crecía.
Bien, ya ha sacado la cabeza. El peor pronóstico se ha cumplido y ha llegado al Govern de Cataluña un digno representante de tales ideas.
Dejando aparte sus comentarios en las redes -los “tuits”- que, por su brevedad y la prisa con que pueden haber sido escritos no se deben considerar una fiel expresión de sus ideas, los artículos de Quim Torra, que se suponen meditados antes de redactarse, dejan pocas dudas respecto a su ideología.
Torra es un admirador de Estat Catalá, una organización separatista y fascista de los años treinta del siglo pasado, que tenía sus propias milicias armadas, y de los hermanos Badía. Uno de ellos, Miquel, participó en un atentado frustrado contra Alfonso XIII, fue Secretario de Orden Público de la Generalitat, organizó a los escamots, un grupo paramilitar, y obtuvo (mala) fama como perseguidor de los anarquistas, en particular de la FAI, que finalmente acabó con su vida y la de su hermano, en abril de 1936.
Pero Torra no es sólo un admirador de personajes y sucesos del pasado, sino que es un doctrinario de los peores componentes del nacionalismo coetáneo. En uno de sus artículos escritos durante el “procés”, calificaba de bestias, de hienas, de víboras y carroñeros a los españoles y, claro, a los catalanes que rechazan su excluyente proyecto político, a los que atribuye un odio a Cataluña insertado en el ADN.
Se supone que Puigdemont, que es quien ha designado a Torra como candidato a presidir el gobierno catalán, que quienes han aceptado tal designación y lo han propuesto en el Parlament y quienes le han votado comparten el supuesto de que es la persona más adecuada para representar el programa independentista y el unilateral camino para hacerlo realidad, y que, además, es quien mejor expresa los valores y los mitos que lo animan, aunque hagan de él un gobernante que puede estar más cerca de un “duce” o un “conducator”, que de un presidente democrático.
Así, pues, los nacionalistas han decidido ahora dar a conocer sus intenciones con toda claridad. Se acabaron las metáforas y los eufemismos con que han venido disfrazando sus pretensiones durante décadas.
Torra ha dejado meridianamente claro que la supremacía catalana no es una opción política, no responde al deseo de dividir a la ciudadanía de Cataluña, ni de menospreciar a los llegados de fuera; que no es fruto de la caprichosa voluntad de los nacionalistas, sino una consecuencia de las desigualdades que la naturaleza establece entre los seres humanos, una cuestión de raza, de ADN, de morfología, de complexión anatómica -franca o danesa, según convenga, pero siempre nórdica, no sureña (semítica)-; un efecto de la excelente capacidad cerebral y de la fortaleza espiritual catalana. 
Simplemente, hay que admitir que los catalanes son superiores al resto de los españoles, porque la naturaleza, y Dios para algunos, así lo han querido. Son, entonces, una raza de señores, que han nacido para mandar sobre los españoles, miembros de una raza inferior, que han nacido para obedecer. Es lo que hay.
Joaquim Torra ha venido a respaldar lo que ya estaba anunciado por forjadores del catalanismo como Pompeu Gener, el doctor Robert, Bosch-Gimpera, Martí i Juliá o Prat de la Riba. Es decir, a poner de actualidad viejas ideas antropológicas, organicistas y raciales, propias de la mentalidad colonial del siglo XIX, para que sirvan de fuente de inspiración en el proceso de alumbrar un país nuevo en el siglo XXI.
Este es el proyecto que Puigdemont, a través de un servicial funcionario que actúa como presidente provisional, ha propuesto a los catalanes para un futuro más bien oscuro.    



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