miércoles, 9 de mayo de 2018

De buscón, en Recoletos


En Madrid, el Día del libro no tiene la relevancia que tiene el día de Sant Jordi en Barcelona, pues no se acerca ni de lejos al ambiente de fiesta popular que tiene en la ciudad condal, capital del mundo editorial durante decenios, pero respecto a libros, Madrid tiene otras cosas, que no están mal. Y con esto, tal y como está el patio de revuelto, no quiero comparar ni colocar una ciudad sobre la otra, pues en cuestión de lecturas y culturas, prefiero sumar; añadir ocasiones, antes de oponer y restar.  
Una de estas madrileñas ocasiones es la Feria del libro, una anual cita para los amantes de la lectura; ubicada en el paseo de Coches del Retiro en los días de la primavera tardía, cuando se alternan el calor y las tormentas. Otra es la feria permanente de libros antiguos, situada en la cuesta dedicada a Claudio Moyano (1809-1890), el que siendo ministro en el Gobierno de Narváez hizo aprobar la Ley de Instrucción Pública, que definió la organización de la enseñanza en España desde 1857 hasta la ley de Villar Palasí en 1970.
Dichosos tiempos, aquellos, en que el sistema de enseñanza duraba decenios, en cambio ahora, cada ministro del ramo quiere tener su ley, a su gusto y manera, para confusión de alumnos, padres y profesores y para perjuicio del país, que en materia de educación o de enseñanza e instrucción anda, también, desnortado y predispuesto a acoger sin reservas las teorías pedagógicas de cualquier charlatán postmoderno. Pero volvamos a los libros que no son sólo de texto.
Además de las casetas de la Cuesta de Moyano, los lectores (y lectoras, no se me enfaden las empoderadas, que, suelen ser las que más leen), cuentan con dos ferias del libro antiguo y de ocasión, que en otoño y primavera levantan sus casetas en el Paseo de Recoletos. La feria es un gozo, no sólo por los libros para bibliófilos y amantes de las páginas con ácaros, sino por la diversidad de láminas, carteles, cromos, tebeos y libros infantiles y juveniles, que llenan las casetas de color con su portadas.
No se debe acudir a Recoletos con la idea de encontrar un título preciso, pero dedicando algo de tiempo a mirar lomos y portadas de cientos de ejemplares, un buscador pertinaz se puede tropezar con cosas curiosas y títulos de interés. Por ejemplo, en la última feria de otoño, sin buscarlas, me vinieron, casi a la mano, una historia gráfica en la Comuna parisina, editada en francés e ilustrada con preciosos dibujos, que no pude dejar allí. También “Ochrana”, de A. Vasiliev, memorias del último director de la policía zarista, editado por Espasa Calpe en 1930, “The West”, una antología de la Harper’s Magazine sobre el Oeste americano, que tampoco pude abandonar a la suerte de otro lector, y finalmente, en otro orden de cosas, me topé con las “Obras Completas” de José Antonio Primo de Rivera, en un solo volumen editado en 1945 y a un precio razonable, que, no es que sea el santo preferido de mis devociones, pero leído a ratos y picando aquí y allá entre sus páginas, se obtiene una idea de lo que, en las filas de la derecha española, españolísima, se pensaba en los años treinta. Es decir, un singular aporte para conocer algo mejor este condenado país, obtenido directamente de una de sus fuentes. Aunque ya conocía al personaje por una antología.
Ayer, en una agradable mañana, acudí, como otras veces con una de mis hijas, al Paseo de Recoletos, que, para los forasteros, es el paseo comprendido entre las plazas de Cibeles y de Colón. La estatua de la diosa, en el carro con sus leones y surtidores de agua, fija; la del marino, itinerante, pues, sucesivos alcaldes madrileños le han ido marcando singladuras en la plaza, moviendo al pobre Cristóbal y a su pedestal de un lado a otro, como prueba del acierto con que la población de la villa ha calificado estos y otros caprichos de sus regidores llamándolos alcaldadas.
El Paseo de Recoletos es un tramo de una de las calles más largas y más notables de Madrid, desde el punto de vista monumental y como eje de la vida política, económica, financiera y cultural de la ciudad. Es el primordial eje viario que va desde el sur, el río Manzanares, hasta el norte, donde acaba, en ese otro río, pero de coches, que es el cierre de la M-30. Lo que sucede es que, en una manía o costumbre, a mi juicio muy mala del lugar, la misma calle, el mismo paseo en este caso, tiene varios nombres: Paseo de las Delicias, Paseo del Prado, Paseo de Recoletos y Paseo de la Castellana. Antes tenía, además, el de Avenida del Generalísimo, oportunamente apeado.
No puede decirse que la importancia de esta larga y bella vía urbana, que conecta el camino hacia los secarrales de la Mancha, por el sur, con la ruta hacia las zonas verdes de la Sierra por el norte, haya merecido, por parte de alguna de las tres administraciones -la central, la autonómica y la local- que tratan de gobernar la vida de los madrileños, la atención de dotarla de una línea de Metro, que la recorra entera, de arriba a abajo, o de construir alguna estación más en el ferrocarril subterráneo de Cercanías para que pueda suplir esa carencia. Descuidos de gente que se mueve por la urbe en coche oficial.  
Bien, como decía, en la soleada mañana de ayer, la feria estaba animada y era un gusto pasear y recorrer las casetas. Mejor dicho, hubiera sido un gusto hacerlo si los visitantes no hubieran visto interrumpida su labor de ojeadores por la intempestiva presencia de patinadores y ciclistas, que recorrían el paseo a velocidades impropias y sin respetar el espacio de los peatones, en el que ellos eran invasores. La de los ciclistas es la última plaga que ha caído sobre los peatones de Madrid, que se ven obligados a compartir sus aceras con todo tipo de transportes privados dotados de ruedas.
Para concluir, la búsqueda, o casi mejor, la “busca” barojiana, me deparó la suerte de encontrar un librote, en formato grande, “Marx et son époque”, de Arthur Conte, de quien no tenía noticia, pero consultada la wiki, ha resultado ser un diputado socialista, luego centrista, periodista y escritor especializado en historia, y director de la televisión pública, ORTF, fallecido en 2013.
Es una biografía de Marx, abundantemente ilustrada con fotografías y dibujos de la época, acompañada por un apéndice de cuadros cronológicos, que sólo por eso y por los dibujos merece comprarse. Además, estamos en el año y en el mes del bicentenario del nacimiento de Marx. Y también, pero eso es lo de menos, por el precio: 5 euros. Una bicoca.
Compré también una antología de la revista “Leviatán”, desde el nº 1, mayo de 1934, al nº 25, junio de 1936, aunque faltan números. Lleva un prólogo de Paul Preston, está editada por Turner en 1976 (9 euritos).
Vi “Estudios sobre la revolución”, de E. H. Carr, de Alianza, en buen estado, edición de 1970. ¿Y quién no lo compra en este mes de mayo por 5 euros?
También fue al saco “La teoría de la historia de Karl Marx”, de Gerald Cohen, que se me escapó en su día (edición española de 1986). Este me dolió más: 20 euros, a pesar de mi intento de regatear, en el que estoy poco ducho.
Encontré otra alhaja dado el momento, “Las nacionalidades” de Pi y Margall, encuadernado en pliegos y con las páginas aún sin abrir: 5 euros. Y ya de retirada, apareció una novela de un  viejo conocido, P. G. Wodehouse: “Un par de solteros”, editada en 1944, por Al monigote de papel, en buen uso; 6 euros.
Esa fue la cosecha de la mañana. 

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