En Madrid, el Día del libro no tiene la relevancia que tiene el día de Sant Jordi en Barcelona, pues no se acerca ni de lejos al ambiente de fiesta popular que tiene en la ciudad condal, capital del mundo editorial durante decenios, pero respecto a libros, Madrid tiene otras cosas, que no están mal. Y con esto, tal y como está el patio de revuelto, no quiero comparar ni colocar una ciudad sobre la otra, pues en cuestión de lecturas y culturas, prefiero sumar; añadir ocasiones, antes de oponer y restar.
Una
de estas madrileñas ocasiones es la Feria del libro, una anual cita para los amantes
de la lectura; ubicada en el paseo de Coches del Retiro en los días de la
primavera tardía, cuando se alternan el calor y las tormentas. Otra es la feria
permanente de libros antiguos, situada en la cuesta dedicada a Claudio Moyano
(1809-1890), el que siendo ministro en el Gobierno de Narváez hizo aprobar la
Ley de Instrucción Pública, que definió la organización de la enseñanza en
España desde 1857 hasta la ley de Villar Palasí en 1970.
Dichosos
tiempos, aquellos, en que el sistema de enseñanza duraba decenios, en cambio
ahora, cada ministro del ramo quiere tener su ley, a su gusto y manera, para
confusión de alumnos, padres y profesores y para perjuicio del país, que en materia
de educación o de enseñanza e instrucción anda, también, desnortado y
predispuesto a acoger sin reservas las teorías pedagógicas de cualquier
charlatán postmoderno. Pero volvamos a los libros que no son sólo de texto.
Además
de las casetas de la Cuesta de Moyano, los lectores (y lectoras, no se me
enfaden las empoderadas, que, suelen ser las que más leen), cuentan con dos ferias
del libro antiguo y de ocasión, que en otoño y primavera levantan sus casetas
en el Paseo de Recoletos. La feria es un gozo, no sólo por los libros para
bibliófilos y amantes de las páginas con ácaros, sino por la diversidad de
láminas, carteles, cromos, tebeos y libros infantiles y juveniles, que llenan
las casetas de color con su portadas.
No
se debe acudir a Recoletos con la idea de encontrar un título preciso, pero dedicando
algo de tiempo a mirar lomos y portadas de cientos de ejemplares, un buscador
pertinaz se puede tropezar con cosas curiosas y títulos de interés. Por
ejemplo, en la última feria de otoño, sin buscarlas, me vinieron, casi a la
mano, una historia gráfica en la Comuna parisina, editada en francés e ilustrada
con preciosos dibujos, que no pude dejar allí. También “Ochrana”, de A. Vasiliev,
memorias del último director de la policía zarista, editado por Espasa Calpe en
1930, “The West”, una antología de la Harper’s Magazine sobre el Oeste
americano, que tampoco pude abandonar a la suerte de otro lector, y finalmente,
en otro orden de cosas, me topé con las “Obras Completas” de José Antonio Primo
de Rivera, en un solo volumen editado en 1945 y a un precio razonable, que, no
es que sea el santo preferido de mis devociones, pero leído a ratos y picando
aquí y allá entre sus páginas, se obtiene una idea de lo que, en las filas de
la derecha española, españolísima, se pensaba en los años treinta. Es decir, un
singular aporte para conocer algo mejor este condenado país, obtenido
directamente de una de sus fuentes. Aunque ya conocía al personaje por una
antología.
Ayer,
en una agradable mañana, acudí, como otras veces con una de mis hijas, al Paseo
de Recoletos, que, para los forasteros, es el paseo comprendido entre las
plazas de Cibeles y de Colón. La estatua de la diosa, en el carro con sus
leones y surtidores de agua, fija; la del marino, itinerante, pues, sucesivos alcaldes
madrileños le han ido marcando singladuras en la plaza, moviendo al pobre
Cristóbal y a su pedestal de un lado a otro, como prueba del acierto con que la
población de la villa ha calificado estos y otros caprichos de sus regidores
llamándolos alcaldadas.
El
Paseo de Recoletos es un tramo de una de las calles más largas y más notables
de Madrid, desde el punto de vista monumental y como eje de la vida política,
económica, financiera y cultural de la ciudad. Es el primordial eje viario que
va desde el sur, el río Manzanares, hasta el norte, donde acaba, en ese otro
río, pero de coches, que es el cierre de la M-30. Lo que sucede es que, en una manía
o costumbre, a mi juicio muy mala del lugar, la misma calle, el mismo paseo en
este caso, tiene varios nombres: Paseo de las Delicias, Paseo del Prado, Paseo
de Recoletos y Paseo de la Castellana. Antes tenía, además, el de Avenida del
Generalísimo, oportunamente apeado.
No
puede decirse que la importancia de esta larga y bella vía urbana, que conecta
el camino hacia los secarrales de la Mancha, por el sur, con la ruta hacia las
zonas verdes de la Sierra por el norte, haya merecido, por parte de alguna de
las tres administraciones -la central, la autonómica y la local- que tratan de
gobernar la vida de los madrileños, la atención de dotarla de una línea de
Metro, que la recorra entera, de arriba a abajo, o de construir alguna estación
más en el ferrocarril subterráneo de Cercanías para que pueda suplir esa
carencia. Descuidos de gente que se mueve por la urbe en coche oficial.
Bien,
como decía, en la soleada mañana de ayer, la feria estaba animada y era un
gusto pasear y recorrer las casetas. Mejor dicho, hubiera sido un gusto hacerlo
si los visitantes no hubieran visto interrumpida su labor de ojeadores por la
intempestiva presencia de patinadores y ciclistas, que recorrían el paseo a
velocidades impropias y sin respetar el espacio de los peatones, en el que ellos
eran invasores. La de los ciclistas es la última plaga que ha caído sobre los
peatones de Madrid, que se ven obligados a compartir sus aceras con todo tipo
de transportes privados dotados de ruedas.
Para
concluir, la búsqueda, o casi mejor, la “busca” barojiana, me deparó la suerte
de encontrar un librote, en formato grande, “Marx et son époque”, de Arthur
Conte, de quien no tenía noticia, pero consultada la wiki, ha resultado ser un
diputado socialista, luego centrista, periodista y escritor especializado en
historia, y director de la televisión pública, ORTF, fallecido en 2013.
Es
una biografía de Marx, abundantemente ilustrada con fotografías y dibujos de la
época, acompañada por un apéndice de cuadros cronológicos, que sólo por eso y
por los dibujos merece comprarse. Además, estamos en el año y en el mes del
bicentenario del nacimiento de Marx. Y también, pero eso es lo de menos, por el
precio: 5 euros. Una bicoca.
Compré
también una antología de la revista “Leviatán”, desde el nº 1, mayo de 1934, al
nº 25, junio de 1936, aunque faltan números. Lleva un prólogo de Paul Preston, está
editada por Turner en 1976 (9 euritos).
Vi
“Estudios sobre la revolución”, de E. H. Carr, de Alianza, en buen estado,
edición de 1970. ¿Y quién no lo compra en este mes de mayo por 5 euros?
También
fue al saco “La teoría de la historia de Karl Marx”, de Gerald Cohen, que se me
escapó en su día (edición española de 1986). Este me dolió más: 20 euros, a pesar
de mi intento de regatear, en el que estoy poco ducho.
Encontré
otra alhaja dado el momento, “Las nacionalidades” de Pi y Margall, encuadernado
en pliegos y con las páginas aún sin abrir: 5 euros. Y ya de retirada, apareció
una novela de un viejo conocido, P. G.
Wodehouse: “Un par de solteros”, editada en 1944, por Al monigote de papel, en
buen uso; 6 euros.
Esa fue la cosecha de la
mañana.
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