Dos años de vértigo han transcurrido en
Cataluña, y en buena medida en el resto de España, desde las elecciones
“plebiscitarias” de septiembre de 2015 hasta las elecciones de ayer,
autonómicas “normales”, dicho con prevención, porque la situación de Cataluña
dista de ser “normal”.
La celebración de unas elecciones autonómicas convocadas
por el Gobierno central al amparo de la aplicación del artículo 155 de la
Constitución es una anomalía que trataba de restaurar el orden constitucional
alterado por la confusa declaración de independencia del Govern de Puigdemont,
pero no era lógico esperar que, en tan poco tiempo, produjera un cambio notable
en la correlación de fuerzas entre independentistas y no independentistas o
unionistas.
Con una participación muy alta (82%), en lo que
se refiere a los dos grandes bloques de opinión formados en torno a la cuestión
nacional, las elecciones han dejado una situación muy semejante a la de los
días previos a la convocatoria: los independentistas han obtenido el 48% de los
votos válidos y los no independentistas el 52%, el mismo porcentaje que hace
dos años. Lérida y Gerona son provincias con una mayoría partidaria de la secesión
y Barcelona y Tarragona, provincias donde triunfa la tendencia contraria. Si el
Gobierno de Rajoy pensaba -y hay declaraciones que así lo indican- que con la
aplicación del artículo 155 el independentismo estaba derrotado o seriamente afectado,
estaba en un error. Quizá sus partidos pudieran quedar descabezados, como
aseguraba la vicepresidenta en unas imprudentes declaraciones, pero no por eso
el movimiento que los apoya iba a renunciar a su objetivo. Y los resultados lo
confirman.
JuntsxCat ha recibido el 21,65% de los votos y 34
diputados y ERC, el 21,39% y 32, diputados. Los independentistas han premiado más
“la fuga” de Puigdemont -para ellos President en el exilio- antes que la cárcel
de Junqueras, mostrando su preferencia por la picaresca antes que por el martirio.
En conjunto, el bloque soberanista se mantiene
estable, por lo que no es descartable la tentación de continuar “el procés”
desde la Generalitat, aunque de otra manera o de rentabilizar la victoria en
una hipotética negociación. En cualquier caso, la gobernación no será fácil,
pues van a tener enfrente a una oposición muy peleona, encabezada por
Ciudadanos, y además van percibir las consecuencias del deterioro económico
provocado por “el procés”, que seguramente irá a más.
La victoria indiscutible ha sido para Ciudadanos,
que ha recibido más de un millón de votos, el 25,37% de los válidos, y 37
escaños, consecuencia de un discurso contra el nacionalismo, firme y coherente
de Inés Arrimadas, mantenido a lo largo del tiempo. Como derecha neoliberal no se
le puede pedir programa social, pero en la defensa de la unidad territorial del
país ha sido eficaz y coherente. Pero con 37 diputados y lo que tiene alrededor
no puede formar gobierno, aunque sí encabezar una oposición que puede ser muy
dura.
Justo lo contrario le ha sucedido al Partido
Popular, que ha sufrido una derrota estrepitosa, que puede deberse a una
campaña electoral desastrosa, llena de provocaciones y meteduras de pata, y
sobre todo a su morosidad a la hora de hacer frente al desafío de los soberanistas.
Los votantes la han castigado tanto por dejar que la situación llegara hasta el
extremo de tener que aplicar el artículo 135 y por años de silencio sobre el
problema. Su posición como Gobierno ha sido suicida: no hablar con los
independentistas pero tampoco combatir sus argumentos. El “premio” a esta
parálisis son los 3 diputados obtenidos (pierde 8), que le conducen al grupo
mixto. En Génova deben estar asustados por el ascenso de Ciudadanos.
A pesar de los intentos de Iceta, los
resultados han dejado frustración en el PSC, que con 17 escaños, aguanta y gana
uno, no recibe el voto esperado a su espíritu conciliador y aglutinante. Su
postura ha sido a ratos ambigua y a ratos conciliadora y constructiva, pero en
un clima muy polarizado su opción por la tibieza, por quedarse en un lugar
intermedio no ha recibido el apoyo que esperaba.
En la CUP, la catástrofe que representa perder
6 votos de 10 que tenía, no les priva de seguir teniendo en sus manos -Dempeus!- la llave del futuro gobierno
de la Generalitat, pues los 4 escaños que conservan serán necesarios para
formar la mayoría nacionalista de 70 escaños en el Parlament.
Preocupación en la casa común de la izquierda
CatComún-Podem, que pierde 3 escaños respecto a las de 2015 como CatSqPot. Los
divisiones internas de Podemos no han favorecido, pero tampoco la equidistancia
entre la crítica al artículo 155 y la declaración unilateral de los
independentistas, ni la falta de claridad respecto al problema nacional y a los
partidos independentistas. La alianza de la preocupante ambigüedad de Podemos
con el oportunismo sin principios de Colau ha obtenido 8 escaños (3 menos que
en 2015), que les colocan en una difícil situación ante la polarización de un
casi seguro gobierno independentista y una oposición capitaneada por Arrimadas.
Si el Parlament refleja la opinión de la
sociedad catalana, entonces hay que admitir que Cataluña es una sociedad de derechas,
variadas (derechas independentistas y unionistas; del siglo XIX y del siglo
XXI; tradicionales y neoliberales; laicas y confesionales; corruptas y
honradas) pero derechas al fin y al cabo.
La suma, improbable como gobierno pero real
como ideología dominante, de los diputados de JunstxCat (34), de ERC (32), de Ciudadanos
(37) y del PP (3) da 106 diputados sobre el total de 135, mientras que la suma
de los diputados de las izquierdas (también variadas y de alianza improbable)
ofrece sólo 29escaños: 17 del PSC, 8 de CatComún-Podem y 4 de la CUP. Pocos y
mal avenidos.
Para
las izquierdas, los resultados son de susto, por lo cual, deberían abandonar
cualquier intento de buscar consuelo en un moderado pragmatismo -seguimos
siendo necesarios- y en las particularidades de la situación -muy adversa para
los valores de izquierda- y buscarse una vacuna contra la picadura del virus
mortal del nacionalismo, que por ahora parece no tener cura.
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