Dos
años largos han transcurrido entre dos elecciones del mismo rango, pero de significado
diferente, desde las elecciones “plebiscitarias” (septiembre de 2015) hasta hoy,
en que se celebran elecciones autonómicas, digamos, “normales”, aunque, en
realidad no lo son del todo, porque la situación de Cataluña dista de ser “normal”.
Las
primeras fueron convocadas por el Govern catalán, con la promesa de lograr la
independencia de Cataluña en 18 meses. Éstas, convocadas por el Gobierno
central, han sido descalificadas por los partidos independentistas desde el primer
día, por la convocatoria -“al amparo de un golpe de Estado”-, que es como
califican la aplicación del artículo 155 de la Constitución, y por las dudas
sobre los resultados, que el expresident Puigdemont ha expresado al preguntar
si el Gobierno central los respetará, en caso de que ganen los partidos soberanistas.
Es
paradójico que quien desdeñó los resultados de las elecciones de 2015 (“plebiscitarias”),
que dieron a los “indepes” sólo el 48% de los votos válidos y 72 diputados,
para actuar como si hubieran recibido un respaldo electoral superior, quiera
dar, por anticipado, lecciones de limpieza sobre los resultados de las
elecciones de hoy.
Se
debe recordar que, en aquellos días, el miembro de la CUP Antonio Baños dijo
que el plebiscito se había perdido. Debe ser el único de la CUP y de los soberanistas
que sabe algo de democracia y además sabe de cuentas. La CUP ha anunciado que
si ahora no sale el resultado que les gustaría, boicotearán el Parlament; es
decir, que cobrarán sin trabajar. Con demócratas así, los “indepes” no irán muy
lejos. Porque este es el gran problema del “procés”: lo que sus promotores entienden
por democracia.
Los
independentistas se presentan públicamente como la voz de Cataluña, como la verdadera,
la única voz legítima de Cataluña, entendida como un “solo pueblo” (los demás
son fascistas), y han creído que con esa proclamación todo les está permitido. Pero
no hay tal, porque ese pueblo, dividido en dos grandes grupos tiene por lo
menos dos voces, y hoy, en el momento de votar, hasta siete voces distintas,
tantas como partidos se presentan y compiten, en este caso, todos contra todos,
rotos los dos grandes bloques que agrupan a independentistas y a unionistas o
constitucionales.
Frente
a la “tiranía de España” y al autoritario Gobierno central, los promotores del “procés”
han sabido presentarse como los únicos demócratas, que sólo quieren que se oiga
la voz de ese pueblo en marcha expresada en las urnas. “Votar es democracia”, “Queremos
votar”, “President pon las urnas”, “No nos dejan votar”, “Libertad de expresión”,
estas y otras consignas similares han aparecido en pancartas, carteles y
manifestaciones a favor del referéndum, pero ese apoyo popular no puede suplir
la representación electoral recibida por Puigdemont y los suyos, que en 2015 no
fue la esperada, ni tampoco dotar, de modo unilateral, a la Generalitat de
mayores competencias de las que legalmente dispone, de ahí el recurso a la
movilización callejera, a la prisa y a la chapuza legislativa para dotar al
Govern de las leyes (ad hoc) que precisaba para celebrar un referéndum, para el
cual carecía de la mayoría necesaria (90 escaños) y de las debidas competencias,
y declarar, luego, de modo unilateral la independencia de Cataluña, que está
fuera de cualquier marco legal.
El
vigente sistema democrático tiene defectos, es cierto; es mejorable, también
cierto, pero es el que hay; señala unas reglas del juego que no se deben cambiar
sobre la marcha para ajustarlas al propósito de quienes quieren dividir el país
con la facilidad con que se divide una tarta. Y ahí han chocado con la
legalidad vigente.
Cierto
es que desde el Partido del Gobierno, después de haber de haber incentivado el
sentimiento de agravio de los nacionalistas para desgastar al Gobierno
tripartido en Cataluña y el Gobierno de Zapatero, a la vez, poco esfuerzo se ha
hecho para disuadir a los independentistas de su insensata aventura, salvo
apelar a la ley, que finalmente se ha impuesto, pero hubiera sido necesario aportar
argumentos en positivo destinados a las bases del soberanismo para mostrar las
ventajas que tiene permanecer en España y las desventajas, que ya se están
viendo, de optar por una hipotética separación, que legalmente hoy no es
posible. Pero en el PP se han conformado con advertir a los “indepes” de que se
iban a topar con la ley, que finalmente se ha aplicado, y ahí se ha visto la sorpresa
en las filas soberanistas, convencidas por sus jefes de lo bien que iban las
cosas sólo con pasearse.
Otra
cosa hubiera sido que, en estos años, Puigdemont, Junqueras y la plana mayor
del independentismo hubieran dicho algo diferente a sus seguidores. Y en vez de
animarles salir a la calle, participar en actos festivos y engatusarles con el
argumento de que con banderolas y camisetas se lograba la independencia de
Cataluña mediante una higiénica, rápida e indolora “desconexión”, les tenían
que haber advertido que les invitaban a participar en una revolución, que
pretendía fundar un nuevo país a costa de quitar territorio a otro, y que en
esa incierta aventura se iban a encontrar sin apoyos en el mundo e iban a topar
con el resto de la sociedad catalana y con la resistencia del Gobierno español,
que utilizaría sin vacilar (o quizá vacilando, pero es lo mismo) los resortes
del Estado para impedirlo. Y entonces la gente se hubiera tentado la ropa antes
de seguir.
En
este aspecto, la actitud de los dirigentes de esta aventura ha sido, sobre
todo, deshonesta desde el principio y cobarde al final.
Las elecciones van a restaurar
la normalidad institucional, que ya es bastante, pero sigue pendiente la tarea fundamental
e ineludible de combatir el discurso de los nacionalistas.
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