El
proceso político -“el procés”- que ha culminado en la fallida independencia de
Cataluña, declarada de modo unilateral y vergonzante por la Generalitat, ha
vuelto a colocar sobre la mesa dos preguntas -¿Qué es Cataluña? y ¿Qué es España?-
e indirectamente otra, también importante y efecto de las otras dos: ¿Qué es la
izquierda?
Damos
por supuesta la existencia de la izquierda porque algunos partidos así se
proclaman, pero ante la recurrente cuestión nacional, o mejor nacionalista, las
izquierdas desaparecen, su perfil se disipa en una niebla de declaraciones
ambiguas y conciliadoras o en el oportunismo más cortoplacista y garbancero,
configurando, en unos casos, una interesada y mercantil colaboración con los
partidos nacionalistas, basada en te doy para que me des, el culto “do ut des”
o el castizo intercambio de cromos, y en otros, una especie de nacionalismo
plebeyo, que se subordina al nacionalismo de rancio abolengo, burgués y pequeño
burgués, ante el cual se sacrifican las demandas específicas de los programas
de la izquierda.
El
problema no es nuevo, pues se arrastra, al menos, desde la etapa tardía de la
dictadura, cuando, ante el ocaso del franquismo, desde el PSOE, pasando por el
PCE, hasta los grupos de la izquierda más radical defendieron, con alguna rara
excepción, el derecho de autodeterminación de las nacionalidades y sostuvieron
su vigencia para aplicarlo a España sesenta años después de cuando fue
utilizado al concluir la I Guerra mundial, para aliviar las tensiones étnicas y
culturales de los imperios derrotados. Parecía como si la alternativa apropiada
al modelo de país propugnado por Franco, resumido en la consigna España Una,
Grande y Libre, fuera una España troceada en varios países más pequeños, y que
la vieja aspiración de la izquierda de conquistar el Estado para ponerlo al
servicio de los trabajadores y las clases subalternas hubiera dejado su lugar a
la tarea más modesta de disgregarlo en favor de las burguesías nacionalistas
periféricas.
Si
bien es cierto que los dos grandes partidos de la izquierda -el PSOE y el PCE-
corrigieron pronto sus primeras declaraciones, el tema no quedó aclarado ni el
problema resuelto para la izquierda con la fundación del Estado autonómico,
porque tanto el PSOE como el PCE, y no digamos los partidos situados a su
izquierda, otorgaron a los nacionalismos periféricos un duradero plus de
legitimidad, como si ante un nacionalismo malo, centralista y unitario,
defendido por el Partido Popular, hubiera un nacionalismo bueno, secesionista y
periférico, cuyas demandas fueran inobjetables para el resto del país y
debieran ser atendidas forzosamente por el Estado.
Así
tenemos que casi 40 años después de la fundación del estado autonómico, con la
“comprensión” de las izquierdas en unos casos y la colaboración en otros, los
partidos nacionalistas han intentado en dos ocasiones alcanzar su máximo
objetivo, que es la secesión. La primera fue el Plan Ibarretxe, que, en 2004,
en ejercicio de un imaginado “derecho a decidir”, pretendía fundar un Estado
vasco independiente asociado a España (algo semejante a Puerto Rico respecto a
Estados Unidos); la segunda ha sido la declaración unilateral de independencia
de la república catalana, fundada en el mismo y fantasmal derecho.
Para
las izquierdas, sumidas en una crisis más general, el resultado de tal
colaboración ha sido el inverso: para el PSOE, la pérdida de importancia y la
apertura de profundas grietas internas con sus baronías; un viaje a ninguna
parte para el PCE-IU, tanto en Galicia, como en el País Vasco, desde la
escisión de Lertxundi, pasando por Alternatiba y Anitza, como en Cataluña,
desde el poderoso PSUC a la irrelevante ICV-EUiA, y para los restos de la
izquierda más radical, la práctica subsunción en el magma identitario. Mientras
tanto, las izquierdas han dejado la defensa de la unidad territorial a su más
tradicional y enconado adversario, que es el PP, y ahora, en Cataluña, a
Ciudadanos.
La
propuesta de Pedro Sánchez, respaldada en el 39º Congreso (junio 2017), afirma
el carácter plurinacional del Estado, pero mantiene que la soberanía reside en
el pueblo español y apuesta por reformar la Constitución en la cuestión
territorial. Por parte de Unidos-Podemos, Iglesias afirma que España es una
nación de naciones, admite el derecho a decidir y propugna un referéndum
pactado para satisfacer las pretensiones de los secesionistas, que hasta el día
21 de diciembre seguirán estando electoralmente en minoría, aunque sea una
minoría estruendosa.
Las
dos principales propuestas sobre el tema que hay sobre la mesa no parecen haber
acertado al plantear el problema, ni, por tanto, haber dado con la solución,
que, para las izquierdas que aspiran a gobernar todo el país, pasa por ofrecer
a la ciudadanía, en tanto subsista la actual correlación de fuerzas, garantías
de no ceder a los envites de los nacionalistas, que no van a cejar en su empeño
de perseguir lo que creen que han tenido al alcance de la mano.
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