Tras esperarla durante quince meses, una
mañana de abril -no recuerdo la fecha exacta- sonó la “loca”. Era el habitual
toque de diana señalando el comienzo de la jornada castrense, pero aquel día se
me antojó que sonaba en la versión floreada, especialmente dedicada a mí; era,
por fin, la “loca”.
Me quedan quince y “la loca”, decían
ufanamente los soldados veteranos a los reclutas que tenían toda la “mili” por
delante, indicando, con los toques de diana, los días que les faltaban para volver
a casa tras recibir la licencia, de momento, provisional. Y luego iban restando
cada día que pasaba, como hacía el capitán de caballería Jonathan Brittles
(John Wayne), en la película La legión
invencible, hasta que llegaba la última diana, la definitiva, la “loca”,
que a mí también me llegó; tardó, pero llegó.
En adelante, en vez de un toque de
corneta, un simple reloj despertador o un receptor de radio indicarían la hora
de levantarme, sin tener que hacerlo con prisa para salir a formar la compañía
y dar al oficial de semana el primer parte de novedades del día, después del
madrugón.
Realicé los trámites burocráticos,
recibí la cartilla militar -la “verde”- con las firmas y sellos pertinentes, el
oficio indicando el lugar donde debía pasar la obligatoria revista anual, hasta
recibir, a los cuarenta años, la licencia definitiva, y cuál era el regimiento
de destino, de artillería, en mi caso, al que me debía incorporar en caso de
ser movilizado. Después entregué el saco petate, las botas y el correaje, los
uniformes de faena y de paseo, y los dos gorros, el redondo de paseo, con
visera, y el ajado de faena -vikingo, le llamaban-, apetecido por los reclutas
-“se lo cambio, por el mío”- por esa circunstancia -por tener encima “mucha
mili” y por el galón de cabo primero (no deseado, pero si un capitán decide que
seas cabo y después cabo primero, lo serás aunque no quieras; lo será por
“galones”, dicho finamente)-.
Vestido de paisano, me despedí de los colegas, crucé la larguísima explanada flanqueada por edificios bajos de estilo colonial y traspasé por última vez la puerta del campamento, custodiada rutinariamente por los soldados del cuerpo de guardia.
Me fui sin mirar atrás y prometiendo no volver por allí (aunque he vuelto con mis hijas), pero orgulloso de haber superado una molesta etapa obligatoria y también inquieto ante lo que tenía delante, que era adaptarme a la vida civil tras quince meses de inmersión castrense, sólo interrumpidos por un permiso de trece días, y hacerme adulto, porque, entonces, una vez cumplido el servicio militar, ya no había escapatoria: la juventud quedaba definitivamente superada y se entraba, de verdad, en la edad adulta, en la edad de sentar la cabeza, decían, claro está, los muy adultos, y de aceptar lo que había por delante: una vida de trabajo y asumir las correspondientes responsabilidades familiares; un horizonte poco esperanzador.
Se habían acabado los sueños juveniles y
debía aceptar que la vida, más aún en la España de Franco, quedaba muy lejos de
lo ofrecido por los tebeos, las novelas y el cine de intriga y aventuras.
Terminar unos estudios que no me
gustaban, vegetar en un empleo y cargarme de familia y de deudas quedaba muy
lejos de los mares del sur, de las galopadas por las praderas de Dakota, de los
abordajes piratas y la búsqueda de las minas del rey Salomón, de tesoros en el
Caribe o en tierra de incas; de las carreras de cuadrigas y las luchas de
gladiadores en el Coliseo; de los duelos en el Atlántico, en el aire -temibles,
los Stukas de la Luftwafe-, bajo el mar -con el último torpedo- o en el OK
Corral; del asalto a las diligencias, a los trenes, a los fuertes de troncos y
a los castillos medievales; de los safaris y las cacerías y la legión
extranjera; del desembarco en las playas de Normandía o de Iwo Jima; de las
pesquisas de detectives con gabardina y sombrero; de los gangsters, los pistoleros y los jefes indios; de los corsarios y
los piratas tuertos; de Robin Hood y los arqueros del bosque; de Ivanhoe y los
caballeros del rey Arturo, y de los caballeros que las preferían rubias; del
capitán Nemo y Phileas Fogg, de Búfalo Bill y Wyat Earp; de Toro Sentado,
Cochise y Caballo Loco; de Dick Turpin, D’Artagnan y el Conde de Montecristo;
de Pancho Villa, El Zorro, el Coyote, los dos hombres buenos y el Capitán
Trueno y, desde luego, de las bellas mujeres que les acompañaban en sus
aventuras, aventureras algunas de ellas, fatales, otras, y siempre guapas e
interesantes todas.
Quedaba atrás todo aquel mundo ficticio,
que parecía más auténtico y, desde luego más interesante que el verdadero, que
había sido otra escuela de la vida en un bachillerato complementario, aprobado
con nota alta en los cines de barrio.
Así, pues, estaba condenado a ser
adulto, plenamente adulto -a veces creo que aún no lo he logrado-, en un mundo
construido por adultos, que no me gustaba, aunque en 1968 estaba agitado por
esperanzadores signos de cambio, y en un país raro, atrasado e ingrato, que
parecía tercamente empeñado en no cambiar en un mundo agitado, gobernado,
además, por un anciano y despótico militar y una patulea de personajes despóticos,
ambiciosos y mediocres. Pero cambios sí que había; el más evidente, en mi
salud.
Unos anómalos días de mucho frío en una
zona habitualmente cálida, soportados con uniformes de verano, habían causado
estragos en la compañía y me habían provocado una fortísima bronquitis, que se
me reprodujo a los pocos días de licenciarme, en una de las drásticas bajadas
de temperatura, frecuentes en la Meseta.
Afección, que se repetiría en los
inviernos siguientes, y de la que me costó bastante tiempo y esfuerzo librarme,
aunque no del todo, pues quedé resentido de esa zona. Décadas después, la
radiografía de una neumonía, mostró los efectos de la primera bronquitis; que
no era una herida de guerra, sino una modesta y molesta dolencia de “mili”, que
me hizo la puñeta durante años.
El segundo cambio fue de orden laboral.
Nada más volver a casa -a casa de mis padres, claro- me reincorporé a mi
antiguo puesto de trabajo, en el que fui advertido de que la empresa cesaba en
su actividad, por lo que, a partir del mes de agosto, perdería el empleo. De
momento, el mundo de los verdaderos adultos se mostraba más bien disuasorio.
Durante los meses de “mili” me había
carteado con amigos y familiares, leído la prensa cuando podía, pero, sobre
todo las revistas, Índice, Triunfo y Cuadernos para el diálogo, allí difíciles de encontrar.
Había conocido, además, a desventurados
galeotes de otras provincias movidos por inquietudes políticas similares a las
mías, así que estuve informado de lo que ocurría, pero el servicio militar, prestado
en un campamento situado lejos de núcleos urbanos en una de las provincias más
atrasadas del país, no dejaba de formar un mundo aparte y llegado a mi
escenario habitual quise ansiosamente ponerme al día.
Lo que sigue no es tanto un relato de
mis modestas peripecias vitales, cuanto una reconstrucción de lo acaecido en ese
célebre año, efectuada con apoyo de lecturas posteriores para ayudar a la
memoria y facilitar la reflexión, pues uno vive inmerso en los hechos, influido
por el espíritu de la época y por el clima de opinión del momento, sobre todo
de los círculos más cercanos, pero sin pensar demasiado sobre ellos, en
particular, si los hechos son muchos e importantes, como los de aquel año lo
fueron, sobre todo fuera de España.
Es después, cuando se conoce el
desenlace de procesos cuyo curso estaba entonces por definir y se percibe la
verdadera dimensión de lo ocurrido, cuando llega la reflexión.
Y lo sucedido en el mundo, aquel año,
requería mucha reflexión, pero también lo acaecido en España, menos
espectacular, que, como país subalterno, quedó oscurecido por los
acontecimientos de los países punteros en producir noticias.
Pero ya lo había advertido el sagaz
Fraga, desde el Ministerio de Información y Turismo: Spain is different.
Y, en efecto, la Spain de Franco era bastante different.
Vera, 3 de agosto de 2020.
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