En 1967 y 1968, España vivió un momento crucial,
pues fueron años en los que, además del crecimiento económico, la llamada “apertura
política”, iniciada con los gobiernos de 1963 y 1965, alcanzó su máximo grado
de liberalización.
Tras haber superado el Primer Plan de
Desarrollo (1964-1967), el Gobierno aprobó el segundo (1968-1971), con lo cual,
desde el punto de vista productivo España se acercaba con rapidez a los
parámetros de los países desarrollados, aunque respecto a la evolución de sus
instituciones políticas distaba de poder homologarse con los países de su
entorno, a pesar de los avances en el ámbito periodístico y cultural.
Uno de los cambios más perceptibles en
este campo fue la posibilidad de plantear la discusión sobre algunos problemas
nacionales que hasta entonces había tenido lugar en cerrados círculos
intelectuales y en altas instancias del mundo académico, o bien en el exilio.
A pesar de sus limitaciones, la Ley de
Prensa e Imprenta de 1966 permitió a las empresas editoriales ampliar el
catálogo de sus publicaciones con temas que habían estado proscritos y ofrecer
a un número creciente de lectores, tanto aspectos de la historia cercana, teorías
y actuales debates políticos, como una noción de la realidad del país
(económica, política, sociológica y religiosa) que divergía de las ensoñaciones
del Régimen.
De este modo, problemas y debates sobre
temas nacionales e internacionales llegaron a un público más amplio, pero
siempre minoritario, por medio de la prensa y la industria editorial, que
forzando el incierto límite de lo permitido por la ley de Fraga, tendía a ser rebasado
por algunos diarios y revistas, que, claramente o entre líneas -y entre multas-,
abordaban asuntos hasta entonces vetados por el Régimen. Es decir, rompían el
tabú que impedía, primero, conocer y, después, opinar, proponer y debatir. Nada
extraordinario en los países del entorno europeo, pero que, en España, exigía
mucha audacia y arrostrar no pocos riesgos.
Revistas como Destino o Gaceta Ilustrada aportaban información
de actualidad nacional e internacional, y, sobre todo, la primera, temas referidos
al campo artístico y cultural. Otras, más politizadas, como Índice, Cuadernos
para el diálogo, Triunfo, Realidad
(editada en Roma), Cuadernos Ruedo
Ibérico (editada en París) y El
ciervo, fueron obligada referencia de un pensamiento político más abierto, tanto
desde la perspectiva religiosa como civil, cristiana, socialista e incluso
marxista, al difundir una conciencia política moderna y dar cimiento a posiciones
democráticas que hicieron posible el cambio de régimen.
Los años 67 y 68 fueron los años de
máxima apertura, pues a partir de 1969, el Régimen se endureció ante el aumento
de las tensiones sociales, experimentó una involución política y tendió, por la
presión del sector más intransigente, a cerrarse sobre sí mismo.
El movimiento estudiantil, afectado por
el estado de excepción, por la división interna, y desorganizado por la represión
policial, cedió el protagonismo a los movimientos obrero, vecinal y
nacionalista.
Mientras tenía lugar una rearticulación
de la oposición interior con la aparición de nuevas fuerzas políticas más
radicales, que alcanzarían su consolidación en la década siguiente, se
confirmaba la división entre los reformistas del Régimen y los involucionistas,
partidarios de no dar ni un paso atrás y reafirmar los valores originarios;
facción que luego sería conocida como “el búnker”.
Dos asuntos principales estaban en el
centro de estas diferencias, en un debate acuciado por la edad y el estado de salud
de Franco. Uno era la posible evolución del Régimen hacia una democracia atemperada
o la continuidad de un franquismo sin Franco, cuando ocurriera lo que
eufemísticamente se llamaba el “hecho sucesorio”.
El otro asunto era la plena integración
en Europa, es decir, la entrada en el Mercado Común, apetecida por los sectores
más dinámicos del capital. Ambos asuntos estaban emparentados, pues restaurar
un régimen político que fuera homologable con los sistemas europeos era condición
indispensable para que España pudiera ser admitida en el selecto club mercantil
europeo.
Democracia, sí, pero ¿cuál y cuánta?
Partidos políticos, sí, pero ¿cuáles? ¿Hasta dónde permitir la
representación electoral sin facilitar al mismo tiempo la desnaturalización del
Régimen?
Una corriente admitía que, por la izquierda del espectro político, el límite de
la representación popular podía llegar hasta la
socialdemocracia, otra defendía un simple maquillaje, y una tercera postulaba una democracia de élites, con unos partidos
que dieran expresión política “moderna” a las viejas familias del régimen y a algunas
más; en cualquier caso, el comunismo carecería de representación parlamentaria.
Europa provocaba sentimientos
encontrados. Para unos suscitaba admiración, pues suponía la modernización y, además, un mercado
extenso; para otros, rechazo, pues apegados a un españolismo rancio con
nostalgia del viejo imperio, mostraban desdén por la democracia no "orgánica" y devoción por
la monarquía católica y autoritaria.
La década de los sesenta, que empezó en
1959 con el Plan de Estabilización, concluyó en 1970 con el proceso de Burgos. El
punto de inflexión se produjo en 1969, que supuso un retroceso en la etapa
aperturista.
En ese año se pueden señalar los
siguientes hechos importantes: la muerte “accidental” del estudiante Enrique
Ruano, en enero, estando detenido por la policía, seguida de un estado de
excepción de tres meses en todo el territorio nacional; el nombramiento, en el
mes de julio, del príncipe Juan Carlos de Borbón como sucesor de Franco en la
Jefatura del Estado a título de rey, con lo cual, de cara a la sucesión, todo
quedaba, según Franco, “atado y bien atado”, quien contaba con otra pieza
fundamental para la estabilidad del Régimen: el almirante Carrero Blanco en la
Vicepresidencia del Gobierno.
Se destapó el asunto Matesa, un caso de
corrupción política que desató la tensión entre falangistas y tecnócratas del
Opus Dei, generando una crisis que se saldó con la designación de un nuevo Gobierno,
con mayoría de ministros “tecnócratas”.
Se agrandó la separación entre la España
oficial y la España real, con el crecimiento de las fuerzas de oposición, y de
una parte de la Iglesia y el Estado -con la cárcel de Zamora como uno de los
exponentes-, con nuevas tensiones entre la Curia (casos Cirarda y Añoveros) y
el Gobierno. Y finalmente, la instrucción de un juicio militar sumarísimo contra
16 miembros de ETA, que tuvo lugar al año siguiente.
En
medio de la repulsa internacional y de movilizaciones de protesta en el interior,
en diciembre de 1970, comenzó, en Burgos, el proceso contra los 16 encausados,
para los cuales el fiscal solicitó diversas penas de cárcel y nueve penas de
muerte, que luego fueron conmutadas por penas de prisión perpetua.
El año 1970 acabó con un estado de
excepción en todo el territorio nacional, que duraría hasta junio de 1971.
Creyendo tener el futuro “atado y bien
atado”, el régimen franquista se dirigía hacia su ocaso.
https://elobrero.es/opinion/56120-notas-sobre-1968-y-9-final.html
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