Otro factor de erosión de la dictadura
fue la movilización contra el Gobierno emprendida por una porción del bajo
clero, comprometido con la cuestión social y la cuestión nacional.
La actividad opositora de seminaristas y
curas jóvenes revelaba la división en la Iglesia entre una jerarquía vinculada
al Régimen y un sector disidente del clero llano y la feligresía, más sensibles
a los cambios en el mundo y proclives a aceptar las enseñanzas del Concilio
Vaticano II, que en España cayeron como una pedrada, según el cardenal
Tarancón, pues la Curia permanecía uncida a la dictadura y aferrada a los
privilegios obtenidos en la cruzada.
Pero el clero joven, comunidades de base
y un sector minoritario de la Curia en regiones donde crecía el sentimiento
nacionalista se fueron apartando del Régimen y señalando cuál debía ser el
lugar de la Iglesia, que era lejos del poder y cerca de la gente. La jerarquía debía
separarse del Estado dictatorial y acercarse a la sociedad.
Con frecuencia la crítica más radical
desbordaba los propósitos del Concilio y se extendía a la situación de la
Iglesia en el mundo, instalada en el sistema capitalista y cerca del poder
político o económico, despótico o democrático, siempre que le permitiera acomodarse
a su amparo.
La Curia respondía a estas críticas
ejerciendo la autoridad -Roma locuta,
causa finita-, imponiendo silencio, trasladando a los disidentes y
amenazando con la “suspensión a divinis” o la excomunión.
Frente a la poderosa institución -uniformada,
jerárquica, burocrática, intolerante y plenamente integrada en las hechuras del
Régimen- dirigida por la Curia con la misma frialdad que una empresa
multinacional -una multinacional de la fe-, surgía desde abajo una queja que
reclamaba el derecho a expresarse dentro de la Iglesia, trataba de parecerse a
la gente corriente, viviendo y vistiendo como ella -la sustitución de la sotana
por el clergyman (el alzacuellos)
suscitó una gran polémica-, y demandaba sencillez, autenticidad y pobreza
franciscana ante una jerarquía privilegiada y prepotente.
Curas de base y grupos cristianos
fomentaban la vida comunitaria, las liturgias sencillas y participativas, la
misa como asamblea -ecclesia-, más
cercana y espontánea, y ofrecían una visión distinta de la religión -religare, volver a unir, o relegere, volver a leer-, pues frente al
Dios autoritario y justiciero, aliado del poder, mostrado por la Curia, que
justificaba la dictadura en cartas pastorales, homilías, sesiones de catequesis
y obligatorias asignaturas sobre el dogma católico, las comunidades de base
mostraban un Dios misericordioso, justo y liberador, que estaba al lado de los
pobres y los perseguidos, y, sobre todo, un Cristo políticamente rebelde y más
bien tercermundista.
De las bases, como una natural prolongación
política de la caridad y de la compasión, surgía un humanismo socialista o un
ingenuo comunismo cristiano, radical e igualitario, derivado de la tajante
afirmación de que Jesús fue el primer comunista, que espantaba a la jerarquía,
pero acercaba la iglesia militante a la izquierda menos dogmática, creando un
marco propicio para un diálogo entre católicos y comunistas, entre cristianos y
marxistas, que iba aún más allá, al mostrar la relativa facilidad para pasar de
las filas de uno a las del otro, como se pudo comprobar poco después, pues una
sociedad democrática y sin clases estaba más cerca del ideal evangélico que una
sociedad clasista con un gobierno dictatorial.
En este contexto surgió el fenómeno de
los curas obreros, curas de izquierda, algunos de ellos seguidores del
socialismo, el comunismo o los nacionalismos regionales, como Juan Mari
Zulaica, Felipe Izaguirre, Mariano Gamo, Francisco García Salve, Jesús
Fernández Naves, José María Xirinachs, Xabier Amuriza, Francisco Botey, José
María Llanos, Carlos García Huelga, Diamantino García, Pedro Casaldaliga y
Vicente Couce, entre otros muchos, animados por el debate sobre las enseñanzas
del Concilio, suscitado por José María Díez Alegría, José María González Ruíz,
Enrique Miret Magdalena, Jordi Llimona o Josep Dalmau, inspirados, a su vez,
por las interpretaciones conciliares de teólogos como Hans Kung, Yves Congar,
Karl Rahner y Edward Schillebeeckx, entre los más innovadores o, quizá, los más
audaces.
Los curas obreros, casi un millar, pero
un auténtico revulsivo para la Iglesia y el Régimen, representaban la parte del
clero más cercana a los ciudadanos y, en particular, a la clase obrera, al
movimiento vecinal y a los grupos sociales más desfavorecidos. Afirmaban que su
labor no estaba sólo en los templos, sino, sobre todo, entre la gente, en las
fábricas, las minas y los barrios populares, y que los templos debían estar
abiertos a las necesidades de la gente, por lo cual muchas parroquias dieron
cobijo a la incipiente oposición clandestina.
Los curas obreros fueron parte del
movimiento más activo contra la dictadura, participaron en protestas de todo
tipo, en organizaciones sindicales y partidos políticos clandestinos,
socialistas y comunistas (“Cristianos en el partido, comunistas en la Iglesia”,
afirmaba Alfonso C. Comín), y en los movimientos nacionalistas.
Muchos de ellos, además de medidas
disciplinaras eclesiásticas, recibieron sanciones gubernativas, multas y penas
de cárcel, que debieron cumplir, en virtud del Concordato, en la prisión
provincial de Zamora, apartados de otros presos.
La cárcel concordataria de Zamora, una
penitenciaría para curas, fue una versión española de la ergástula mamertina de
Roma, donde la leyenda dice que fueron encerrados el apóstol Pedro y el propagandista
Pablo de Tarso.
Alberto Gabikagogeastoa fue el primer
“huésped” de la concordataria. Ingresó en julio de 1968, condenado a seis meses
de cárcel y al pago de 10.000 pesetas de multa por una homilía que el TOP
consideró subversiva. Hasta su cierre en 1977, más de un centenar de sacerdotes,
en su mayor parte vascos, pasó por las celdas zamoranas.
Similar escisión se vivía en las
organizaciones llamadas de apostolado seglar, como la Juventud Obrera Católica
(JOC), Juventud Estudiante Católica (JEC), la Hermandad Obrera de Acción
Católica (HOAC) y la Vanguardia Obrera Social (VOS), producida por la
contradicción existente entre la posición de la jerarquía dentro del Régimen y
el contacto directo de estas organizaciones con los sujetos más frágiles de la
sociedad.
La base más activa evolucionó desde los
valores del mensaje evangélico, como la fraternidad, la compasión, la caridad y
la esperanza de obtener, por las penalidades de la vida terrenal, una justa
recompensa en la otra vida, a reclamar derechos laborales y políticos, un
reparto equitativo de la riqueza, mejores salarios y condiciones de trabajo, viviendas
decentes para procurar una vida digna a los trabajadores y sus familias,
escuelas, servicios sanitarios y dotaciones en los barrios populares, crecidos
de forma apresurada en la periferia de las grandes ciudades con el impulso de
la industrialización y la especulación inmobiliaria.
En un mundo, y en un año, en que crecían
por doquier las protestas contra el orden establecido, España debía cambiar más
por la exigencia y la acción de los humildes, que por la hipotética largueza de
los poderosos, amparados en la hipócrita retórica de la jerarquía eclesiástica.
Y un socialismo cooperativo y democrático, sin colectivismo autoritario ni
persecución religiosa, aparecía en el horizonte como alternativa necesaria al
capitalismo explotador y alienante.
Así que no pocos miembros de
organizaciones de apostolado seglar pasaron a hacer apostolado sindical como
miembros o fundadores de asociaciones como las Comisiones Obreras, la Unión
Sindical Obrera, la Asociación Sindical de Trabajadores, la UGT y los sindicatos
de corte nacionalista. Y otros muchos acabaron nutriendo las filas de los
partidos de izquierda y extrema izquierda, que a finales de la década se estaban
gestando.
Una interpretación más radical de lo
dicho, la hicieron los curas guerrilleros, que participaron o dirigieron grupos
armados en América Latina y, en España, se acercaron al nacionalismo violento,
singularmente el vasco.
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