Good morning, Spain, que es different
Anoche
asistí a la presentación del libro de Gaizka Fernández Soldevilla “La voluntad
del gudari. Génesis y metástasis de la violencia de ETA” (Tecnos, 2016), en el
que el autor analiza el relato nacionalista previo a la fundación de ETA y, por
supuesto, a la opción terrorista emprendida por una de sus minoritarias pero
persistentes facciones.
Frente
al discurso que justifica la aparición y permanencia del terrorismo como
respuesta a unas (pretendidas) condiciones objetivas previas y específicas del
País Vasco (más represión y ensañamiento del franquismo), que en realidad son
generales al resto de España y aún más leves (en el País Vasco acabó antes la
guerra civil, con lo que hubo menos muertos en la contienda, y la represión
posterior fue menor que en otros lugares de España, pues los represaliados en
Andalucía o en Extremadura triplican a los ejecutados vascos), Gaizka analiza
el discurso que conduce subjetivamente a la decisión de matar; porque privar de
la vida a quien no comparte las propias ideas políticas es un acto derivado de
la voluntad. La violencia política no alude a actos individuales, como puedan
ser los de legítima defensa de las personas cuando están en peligro sus vidas o
las de sus allegados, sino que, en el caso de ETA, se debe a una forma
preferente de hacer política, adoptada de manera fría y formal en reuniones, que
ha sido renovada y mantenida colectivamente a lo largo de cuarenta años, ante
no pocas discrepancias internas.
Pero
en ETA nunca se ha admitido responsabilidad personal y colectiva alguna en la
ejecución de los atentados; los pistoleros han actuado como autómatas, como
ciegos instrumentos de la Historia o de la Tierra, o como disciplinados
ejecutores de la “voluntad” del pueblo vasco respondiendo a un agravio
milenario -el llamado “conflicto”-. El terrorismo etarra se muestra a sus
partidarios como una defensa ante una vieja y permanente agresión exterior, con
lo cual, para los actos de ETA, el culpable siempre es España o el Estado
español por no ceder a sus demandas. En este aspecto, la posición de ETA es
cobarde, pues no asume todos los efectos de los actos que promueve, y es además
tan infantil como la de un niño sorprendido en falta, que echa la culpa a otro:
“yo no he sido, ha sido ese”.
A
pesar del terror inspirado por sus acciones y del matonismo practicado por los
escuadristas abertzales, no recuerda la gallardía de Mussolini en la cámara, en
enero de 1925, al proclamar la necesidad de llevar aún más lejos y con mayor
fuerza “nuestra indómita voluntad totalitaria”. Para Mussolini, la acción
fascista es una consecuencia de la voluntad política de llevar adelante un
proyecto de total transformación de la sociedad. En ETA, esa voluntad está
enmascarada tras un discurso exculpatorio, aunque el objetivo sea igualmente
totalitario (pueblo, movimiento, Estado).
Señala
Jean Pierre Faye, en “Los lenguajes totalitarios”, aludiendo al nazismo y al
fascismo, que el relato prepara el terreno de la acción posterior.
Pues
bien, Gaizka se ocupa de desmontar ese discurso, formado por decenas de
relatos, previo a la decisión adoptada por el Biltzar Tipia de ETA, el 2 de
junio de 1968, de iniciar la vía armada, teorizada en la IV Asamblea (junio de
1965), “ejecutando” a José María Junquera y a Melitón Manzanas, jefes de la
Brigada Político Social de Bilbao y San Sebastián.
Esos
relatos, presentes en la literatura nacionalista mucho antes de la aparición de
ETA, a los que esta organización ha ido añadiendo sus aportes, van conformando
el mito -la leyenda escrita- de la arcadia perdida, de la nación próspera y
feliz invadida por sus vecinos, y del gudari invencible, el heroico resistente
mantenido a lo largo del tiempo bajo unas u otras formas, del que los etarras
se sienten herederos.
Para
Caro Baroja (“El laberinto vasco”), los hechos ocurridos en el tiempo son
algo tan abigarrado y atemporal como un baile con disfraces de distintas
épocas. El guerrillero vasco de 1875 va junto al revolucionario ruso de 1917;
el “orador” político hace un repaso de la historia en que en cinco minutos
aparecen todos los agravios habidos y por haber; desfilarán el cura Santa Cruz,
els segadors, los defensores de la ley sálica, etc. Los buenos del drama y los
malos, galopando a lo largo de los siglos.
El
éxito que ese relato mítico -de mitos que pueden llevar a matar- ha tenido
entre la gente joven (y no tan joven), nos habla también de un tipo de
mentalidad en el que perviven formas muy arcaicas de pensamiento, que dan por
ciertas afirmaciones que chocan con la realidad, que eliminan la duda y
rechazan cualquier idea o argumento que no sean concordantes con la propia
opinión o con la de la familia o la cuadrilla, y que permiten vivir dentro de
una burbuja, configurar una sociedad dentro de la sociedad o habitar un país
imaginario.
Hablamos en definitiva, de ignorancia, primero,
y de fe, después; de arcaísmo y de resistencia a la modernidad. Por lo cual es
ardua la tarea que queda por delante para desterrar tales mitos, si aceptamos la opinión
de Cassirer (“El mito del Estado”) de
que destruir los mitos políticos
rebasa el poder de la filosofía. Un mito es, en cierto modo, invulnerable. Es
impermeable a los argumentos racionales; no puede refutarse mediante silogismos.
Pero algo hay que hacer para
que no se repitan.
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