jueves, 1 de diciembre de 2016

Mitos que matan

Good morning, Spain, que es different 
Anoche asistí a la presentación del libro de Gaizka Fernández Soldevilla “La voluntad del gudari. Génesis y metástasis de la violencia de ETA” (Tecnos, 2016), en el que el autor analiza el relato nacionalista previo a la fundación de ETA y, por supuesto, a la opción terrorista emprendida por una de sus minoritarias pero persistentes facciones.
Frente al discurso que justifica la aparición y permanencia del terrorismo como respuesta a unas (pretendidas) condiciones objetivas previas y específicas del País Vasco (más represión y ensañamiento del franquismo), que en realidad son generales al resto de España y aún más leves (en el País Vasco acabó antes la guerra civil, con lo que hubo menos muertos en la contienda, y la represión posterior fue menor que en otros lugares de España, pues los represaliados en Andalucía o en Extremadura triplican a los ejecutados vascos), Gaizka analiza el discurso que conduce subjetivamente a la decisión de matar; porque privar de la vida a quien no comparte las propias ideas políticas es un acto derivado de la voluntad. La violencia política no alude a actos individuales, como puedan ser los de legítima defensa de las personas cuando están en peligro sus vidas o las de sus allegados, sino que, en el caso de ETA, se debe a una forma preferente de hacer política, adoptada de manera fría y formal en reuniones, que ha sido renovada y mantenida colectivamente a lo largo de cuarenta años, ante no pocas discrepancias internas.
Pero en ETA nunca se ha admitido responsabilidad personal y colectiva alguna en la ejecución de los atentados; los pistoleros han actuado como autómatas, como ciegos instrumentos de la Historia o de la Tierra, o como disciplinados ejecutores de la “voluntad” del pueblo vasco respondiendo a un agravio milenario -el llamado “conflicto”-. El terrorismo etarra se muestra a sus partidarios como una defensa ante una vieja y permanente agresión exterior, con lo cual, para los actos de ETA, el culpable siempre es España o el Estado español por no ceder a sus demandas. En este aspecto, la posición de ETA es cobarde, pues no asume todos los efectos de los actos que promueve, y es además tan infantil como la de un niño sorprendido en falta, que echa la culpa a otro: “yo no he sido, ha sido ese”.   
A pesar del terror inspirado por sus acciones y del matonismo practicado por los escuadristas abertzales, no recuerda la gallardía de Mussolini en la cámara, en enero de 1925, al proclamar la necesidad de llevar aún más lejos y con mayor fuerza “nuestra indómita voluntad totalitaria”. Para Mussolini, la acción fascista es una consecuencia de la voluntad política de llevar adelante un proyecto de total transformación de la sociedad. En ETA, esa voluntad está enmascarada tras un discurso exculpatorio, aunque el objetivo sea igualmente totalitario (pueblo, movimiento, Estado).
Señala Jean Pierre Faye, en “Los lenguajes totalitarios”, aludiendo al nazismo y al fascismo, que el relato prepara el terreno de la acción posterior.
Pues bien, Gaizka se ocupa de desmontar ese discurso, formado por decenas de relatos, previo a la decisión adoptada por el Biltzar Tipia de ETA, el 2 de junio de 1968, de iniciar la vía armada, teorizada en la IV Asamblea (junio de 1965), “ejecutando” a José María Junquera y a Melitón Manzanas, jefes de la Brigada Político Social de Bilbao y San Sebastián.
Esos relatos, presentes en la literatura nacionalista mucho antes de la aparición de ETA, a los que esta organización ha ido añadiendo sus aportes, van conformando el mito -la leyenda escrita- de la arcadia perdida, de la nación próspera y feliz invadida por sus vecinos, y del gudari invencible, el heroico resistente mantenido a lo largo del tiempo bajo unas u otras formas, del que los etarras se sienten herederos.
Para Caro Baroja (“El laberinto vasco”), los hechos ocurridos en el tiempo son algo tan abigarrado y atemporal como un baile con disfraces de distintas épocas. El guerrillero vasco de 1875 va junto al revolucionario ruso de 1917; el “orador” político hace un repaso de la historia en que en cinco minutos aparecen todos los agravios habidos y por haber; desfilarán el cura Santa Cruz, els segadors, los defensores de la ley sálica, etc. Los buenos del drama y los malos, galopando a lo largo de los siglos.
El éxito que ese relato mítico -de mitos que pueden llevar a matar- ha tenido entre la gente joven (y no tan joven), nos habla también de un tipo de mentalidad en el que perviven formas muy arcaicas de pensamiento, que dan por ciertas afirmaciones que chocan con la realidad, que eliminan la duda y rechazan cualquier idea o argumento que no sean concordantes con la propia opinión o con la de la familia o la cuadrilla, y que permiten vivir dentro de una burbuja, configurar una sociedad dentro de la sociedad o habitar un país imaginario.
Hablamos en definitiva, de ignorancia, primero, y de fe, después; de arcaísmo y de resistencia a la modernidad. Por lo cual es ardua la tarea que queda por delante para desterrar tales mitos, si aceptamos la opinión de Cassirer (“El mito del Estado”)  de que destruir los mitos políticos rebasa el poder de la filosofía. Un mito es, en cierto modo, invulnerable. Es impermeable a los argumentos racionales; no puede refutarse mediante silogismos.

Pero algo hay que hacer para que no se repitan.

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