domingo, 11 de diciembre de 2016

Entre el silencio y el ruido

A propósito del "cierre" de Página Abierta, acompaño un artículo que escribí para un suplemento que la revista dedicó a la Transición (P. A. nº 57, enero 1996, pp. 18-21).

El aluvión informativo -verdadero ruido[1] para el que deseaba escuchar otra cosa- que ha rodeado el vigésimo aniversario de la muerte de Franco, y por ende, del inicio de la transición política, ha vuelto a mostrar, una vez más, que el uso social del tiempo y lo que debe ser recordado lo marca la clase o fracción dominante. Artículos en diarios y revistas, fascículos coleccionables, entrevistas, programas de radio y televisión, series, tertulias, una auténtica explosión editorial[2] y dos congresos sobre el tema -uno en Madrid y otro en Roma- han indicado a quien se haya acercado a un medio de comunicación o al escaparate de una librería que ha llegado, de nuevo, la hora de recordar lo que no debe olvidarse.
La ocasión, con el Gobierno del PSOE acosado por la crisis y los casos de corrupción y unas elecciones anticipadas a tres meses vista, ha sido verdaderamente propicia para rememorar el proceso fundacional de este régimen, añorar la perdida inocencia de la etapa infantil del Estado de derecho y oponer el acuerdo en favor de los objetivos generales del Estado -aquel mitificado consenso- al cinismo del actual Gobierno, encastillado en la defensa a ultranza de unos intereses que no son los de la ciudadanía.
Sin embargo, esta fiebre retrospectiva ha servido también para revisar el discurso vigente sobre la transición y tratar de hacer virar un poco más hacia estribor el rumbo de nuestra historia reciente.

1. A la derecha, el ruido
La falta de presión -social e intelectual- desde la izquierda, la actitud desfalleciente del PSOE y el envalentonamiento de la derecha política han permitido que desde diversos puntos haya aparecido un discurso que corrige la versión socialdemócrata de la transición con la que el PSOE -el gran ausente de la lucha antifranquista- legitimó su llegada al poder. Este discurso, satirizado por algunos autores como "la pizarra de Suresnes", vinculaba la victoria electoral de 1982 a la corrección de un análisis político que había previsto, mejor que nadie, el desenlace que habría de tener el régimen franquista poco tiempo después. El propio Alfonso Guerra[3] lo expresaba así: En los primeros años 70, la dirección del PSOE diseñó una estrategia de <salida del franquismo>, en la que se preveían las líneas generales del proceso que habría de desembocar en la instauración de la democracia. Aunque tal vez parezca pretencioso, lo cierto es que los sucesivos escenarios previstos en aquella estrategia se ajustaron con bastante exactitud al desarrollo real de la transición.
Según este discurso, hilvanado al rescoldo de la transición, de la cual se consideraba su último y lógico capítulo, la victoria electoral socialista de 1982 fue consecuencia de dos factores. Por un lado, del papel desempeñado por el PSOE en la lucha contra la dictadura y, por otro, de la latente oposición social al régimen de Franco. Una vez muerto éste, cuando las circunstancias lo hicieron posible, el pueblo recuperó su memoria histórica y entregó mayoritariamente su voto a quien mejor la representaba.
Pero hoy, pasada la euforia del "cambio", desvelada la verdadera dimensión de una reforma que iba a dejar a España "que no la reconocería ni la madre que la parió" y visto a dónde llevaba la "pasada por la izquierda", el discurso socialista sobre la transición ha perdido gas. Con el Gobierno contra las cuerdas y algunos de sus principales ideólogos tocados por la sombra de la corrupción o del terrorismo de Estado, el discurso sobre la transición ha cambiado. El programa de Victoria Prego emitido por la 2ª cadena de RTVE ha dejado en posición poco airosa al PSOE y a Felipe González, en tanto que ha concedido especial relieve -además de al Rey, el gran protagonista de la serie- a personas como Martín Villa, Alfonso Osorio, Utrera Molina o Colón de Carvajal. Adolfo Suárez es otro personaje de la transición hoy rehabilitado y sacado oportunamente a la luz por los medios de comunicación como un gran hombre de Estado, frente a un Felipe González errático y terco.
Mientras tanto, la figura de Franco se ha ido ablandando, los tintes más sombríos de su largo reinado se pierden, el contenido de clase de su política está olvidado, los dramas humanos sobre los que levantó y mantuvo su régimen hasta el final se perdonan y su figura se humaniza (produce estupor e irritación comprobar el escaso conocimiento que los jóvenes tienen del dictador), en tanto que, de su amplia base social, de la extensa red de apoyos y colaboradores, estas visiones retrospectivas conservan lo más caricaturesco -el búnker-, pero ¿y los otros, las fracciones, las clases sociales cuyos intereses representó? Queda la idea de que Franco estaba solo -él, su familia y la camarilla de El Pardo (la vieja tesis de Santiago Carrillo)-; de que su poder no precisaba del soporte de una clase; de que su régimen no representaba intereses y aspiraciones socialmente más amplios. Y, por otro lado, sus indecisiones y su estrechez de miras se presentan como aciertos de un gran estadista -su figura se agiganta con la historia, dijo en su día Cambio 16- y parece como si todo lo que ha venido después de su muerte estuviera ya contenido en su obra, como si lo que hubiera dejado "atado y bien atado" fuera un sistema democrático (que aborrecía y contra el que se levantó en armas) limitado e imperfecto y no la prolongación de su régimen.
Así, este discurso no contempla el franquismo como un régimen totalitario, propio de la brutal reacción de las viejas clases dominantes ante las incipientes reformas de la II República y las apremiantes demandas de las clases trabajadoras, sino como un régimen predemocrático, que, pese a todo, contenía en sí mismo el germen de la modernización política, puesto que ya había abordado la modernización económica y social, cuya mejor expresión era la aparición de una clase media, que nos asemejaba a los países neocapitalistas del entorno europeo. Con ello, este discurso busca la continuidad con el pasado, y la pequeña fisura que fue la Transición, en lo que tuvo de limitada movilización social, de efímero y localizado protagonismo de las gentes subalternas, tiende a rellenarse con el hilo de la continuidad legal, del acuerdo entre la vieja élite autoritaria y la nueva élite democrática, de la pactada sustitución de legitimidades y con el funcionamiento ordinario de las instituciones del Estado, con el que no hubo ruptura. Es más, destaca el papel prodemocrático que se asigna a las Cortes de la última legislatura franquista, la serenidad del ejército ante la reforma mientras era atacado por el terrorismo de ETA, la colaboración de la Iglesia en la reconciliación y la función oscura pero decisiva de algunos grandes hombres del franquismo laborando en la sombra a favor del cambio democrático.
En este precocinado discurso cuesta reconocer lo que fueron los últimos años de la dictadura, pues parece como si la muerte de Franco hubiera dejado, por fin, el paso libre a unas fuerzas democráticas contenidas a duras penas en los aparatos de su propio régimen.

2. A la izquierda, el silencio
Frente a la frondosidad informativa generada por el discurso conservador (del orden entonces instaurado) sobre la Transición, destaca el silencio desde la izquierda. Ni siquiera en estas fechas el PCE ha dicho algo distinto sobre aquella interesada colaboración en la que puso tanto y de la que recibió tan poco, aunque se perciben voces interiores que pueden ir en tal sentido. Si bien es cierto que los medios de comunicación de masas han servido de vehículo a la interpretación dominante y, en general y salvo pequeñas parcelas, han rechazado otros discursos -además de soporte, los media son elaboradores del discurso dominante; intelectuales casi orgánicos-, también lo es que, salvo honrosas excepciones (algunas publicaciones de escasa circulación y en fugaces apariciones en los grandes medios -columnas de opinión- y alguna obra sobre el tema), en lo tocante a un discurso medianamente crítico con la Transición el panorama es más bien desolador. Pero esta carencia viene de lejos, porque, en líneas generales, los grupos políticos que en su día formaron el ala izquierda del comunismo y adoptaron las posiciones críticas más acerbas con el rumbo del posfranquismo no dejaron otros análisis sobre la Transición que aquellos que fueron haciendo al hilo de unos acontecimientos sobre los que pretendían influir, pero, al margen de estos dictámenes políticos hechos sobre la marcha, faltó, en la mayoría de los casos, una reflexión posterior, en buena parte porque muchas de las organizaciones se disolvieron sin volver a recapacitar sobre ese tema y en otros casos porque retomar un pasado cuyos hechos habían supuesto el fracaso de la mayoría de las expectativas era demasiado doloroso. Y así, entre la aflicción del inmediato pasado, la confusión sobre el orden presente y el desconcierto[4] ante el futuro, se extendió entre la izquierda que sobrevivió al naufragio un silencio balsámico que dura hasta hoy, pues sin negar que existen reflexiones parciales, se echa en falta, sobre todo, una reconsideración global sobre lo que representó la transición para aquellas organizaciones que formaron una extrema izquierda sociológica, puesto que, por encima de las diferencias que acremente se exhibían en la mal avenida familia radical, se compartían muchos presupuestos teóricos y políticos[5].
Es curioso que después de muerto Franco y según se extendía el ejercicio de derechos fundamentales como la libertad de expresión, la izquierda radical fuera callando. Perdió progresivamente la voz; parecía que todo lo hubiera dicho gritando en las manifestaciones contra el régimen franquista o lo hubiera escrito ya en millares de panfletos o en la prensa clandestina. Llegado el momento de pensar en voz alta, de analizar libremente, de recapitular en conjunto venciendo el viejo sectarismo, calló. Cada una de las organizaciones del extenso universo de la izquierda radical había nacido para ganar, para transformar el mundo revolucionariamente en su particular guerra de clases, parecía incapaz de asimilar la primera derrota que fue la transición.
En líneas generales, la izquierda radical había previsto un corte abrupto con el régimen anterior y no fue así. Y en este país de extremos -somos o don Quijote o Sancho, pero no una mezcla de ambos- pasó del sarampión político al desencanto y de un discurso que pretendía tener el secreto de la evolución de las sociedades y la capacidad para arbitrar todo tipo de soluciones pasó en muy poco tiempo al más absoluto desconcierto y al mutismo público, cuando no al más oportuno pragmatismo.
Publicaciones no de partidos, aunque partidarias, como Triunfo, La calle, Cuadernos para el diálogo, Transición, El viejo topo, El cárabo o el diario Liberación, entre otras muchas, que podían haber ejercido de tribuna compartida, desaparecieron cuando más prometedor parecía el momento y eran más necesarias tribunas que facilitaran la reflexión conjunta. Se produjeron así, en el pequeño cosmos de la extrema izquierda, diversas reacciones: desde la negación de la propia derrota, la afirmación de la validez de los instrumentos de análisis y la espera de la pronta recuperación del movimiento obrero, hasta la búsqueda del impulso en nuevos agentes sociales o el retroceso hacia la subjetividad, el lirismo, la resistencia personal, el mutismo, la autoflagelación, la amnesia reconfortante, las fugas en diversas direcciones o intentos de retorno al fundamentalismo, pero nada que permitiera una reflexión en conjunto sobre la derrota común. Así, pues, mientras la crítica al régimen posfranquista desde una posición radical de izquierda languidecía, Franco, como un personaje cada día más lozano, regresaba una y otra vez (a los diez años de su muerte, en el centenario de su nacimiento, con ocasión de la muerte del padre del Rey o a los veinte años de su deceso), pero sobre los aspectos más terribles de su mandato se corría un tupido velo. Franco, el hombre, el estadista, el caudillo, el militar, salía de la tumba para gusto de la derecha y lucro de francófilos, con ello la historia reciente volvía a ser la de siempre: la historia de los reyes o de los grandes hombres y sus validos intrigando en la sombra -Torcuato Fernández Miranda influyendo sobre el Rey y sobre Suárez, Sainz Rodríguez haciendo lo mismo con su padre y con Franco (la tesis de Anson) y otros tantos personajes ejerciendo entre bambalinas el celestinaje político y la tercería democrática para bien de los ciudadanos-.
El aluvión de interesados libros de memorias y desmemorias ha reforzado esta idea, y a tenor de lo que cuentan, frente a la mediocridad de los gobernantes de primera fila, la trastienda política de este país aparece poblada de grandes pensadores, geniales estrategas y notorios estadistas que han logrado decisiones prodigiosas de aquellas primeras e inanes figuras a las que decían servir.  
Esta interpretación es la guinda del pastel del discurso que describe la transición como un proceso de negociación entre una élite autoritaria y una élite democrática que, renunciando ambas a cuotas sustanciales de su programa, consiguen un acuerdo que es satisfactorio para todos, lo que sucede es que en la versión palaciega se reduce el papel de las élites civiles y se acentúa el protagonismo del Rey y de sus consejeros. Una interpretación extrema y paradójica de esta versión reduciría la transición a una semana: el tiempo que transcurre entre la muerte del dictador, ocurrida el 20 de noviembre de 1975, y la proclamación de un rey demócrata, en las Cortes franquistas, el día 27 del mismo mes.
Ambos discursos tienen en común el haber sacado del escenario al principal protagonista de la erosión del franquismo y aquel en cuyo nombre hablan: el pueblo o la ciudadanía, o más exactamente, los sectores más activos de ella, sin cuya decisiva intervención la transición es impensable, pues por mucho talante europeísta, mucha actitud tecnocrática y mucha voluntad criptodemocrática que tuvieran los reformistas del Régimen, si no es por el desgaste que supuso la movilización popular en el franquismo tardío y una vez fallecido el dictador, el cambio de régimen hubiera sido impensable.
Lo que, ante sus propios ciudadanos y el resto del mundo occidental, convirtió al Régimen en impopular, en grotescamente anacrónico, en sanguinariamente represivo, en revanchista e incivil y en una supervivencia del pasado incapaz de evolucionar mientras Franco viviera, fueron las minoritarias demandas de sectores de la cultura y las localizadas y decisivas movilizaciones populares, que, con un elevado coste de muertos, heridos, detenidos, encarcelados y represaliados, constituyeron el principal factor de desgaste de la dictadura, el gran elemento deslegitimador del franquismo y, paradójicamente, el gran ausente del proceso constituyente del nuevo régimen.
De poco sirven los discursos que, en un intento por adjudicar méritos por igual a la clase política y a la ciudadanía[6] agradecen al pueblo, por medio de consabidas muletillas como "el pueblo español", "el conjunto de los pueblos de España", "todos los ciudadanos", etc, etc, su pasividad y su papel ratificante en aquel proceso. Los obstáculos a la iniciativa popular para promover refrendos o cambios de gobierno (la casi imposible moción de censura), el papel concedido a los partidos políticos en la Constitución, la expresa prohibición del mandato imperativo sobre los representantes o la ley electoral con las listas cerradas y bloqueadas a la intervención del pueblo soberano son parte del legado de aquel cambio, que confinó a la ciudadanía al lugar pasivo y políticamente impotente en el que se encuentra.
Urge, pues, hacer memoria y colocar en el recuerdo público a quienes desempeñaron oscuramente durante la transición una labor no reconocida pero esencial, y con ello devolver a la historia su carácter de obra colectiva, de resultado del hacer social.

3. Recuperar la memoria... y la voz
Aunque existen fragmentos dispersos[7] está pendiente de escribir la historia social de la Transición; la historia de los grandes y pequeños movimientos sociales, de las huelgas, de las luchas de los barrios, de las reclamaciones ciudadanas, de los medianos y pequeños dirigentes, de las personalidades locales y de los héroes anónimos, y junto con esta historia de la subjetividad subalterna o paralelamente a ella, falta la historia de quienes estuvieron incardinados en tales acciones, entre los cuales figuran las organizaciones comunistas, con el PCE, en primer lugar, y luego los grupos que a su izquierda trataron de disputarle la dirección de los movimientos, porque al igual que en Europa occidental, la izquierda radical surgió en España como una doble reacción contra el capitalismo como sistema económico y social -y su expresión política, el régimen franquista- y contra la burocratización de su adversario, el comunismo.
Ante la inanidad revolucionaria del PCE, que hegemonizaba la oposición al régimen de Franco, los grupos de extrema izquierda nacieron para ofrecer un programa revolucionario a las masas. Su gran desafío residió en concretar dichos programas y en hacerlos verosímiles a los trabajadores y a las clases populares. Es decir, que en origen, el problema que estas organizaciones se plantearon fue vincular un programa, elaborado por una vanguardia intelectual, destinado a cambiar la sociedad de manera revolucionaria, con los agentes sociales que debían realizar dicha transformación.
Este planteamiento partía del supuesto de que si la clase obrera hallaba dificultades para cumplir su papel de fuerza dirigente del proceso revolucionario, se debía a que, en el mejor de los casos, estaba influida por el reformismo del PCE y de su filial catalana, el PSUC, y, en el peor, alienada por la ideología dominante en la sociedad capitalista, que el franquismo políticamente representaba. Pero la prometeica tarea asumida por la izquierda radical de llevar la llama de la revolución a las masas obreras para que cumplieran el destino que la historia les tenía reservado se saldó con un notorio fracaso, de ahí viene la necesidad de reconstruir y evaluar el pasado, pues, por muy doloroso que sea este ejercicio, en el pasado residen las claves de la situación en que se halla la izquierda en el presente.

Aunque es cierto que se han realizado ya evaluaciones parciales, si este ejercicio de retrospección se hace colectivamente tanto mejor, porque se trata de analizar las causas por las que una serie de programas políticos -no uno o varios, sino todos-, orientados sinceramente a la drástica liberación de las masas, fracasaron de forma estrepitosa en tanto que otros, montados sobre el más urgente de los oportunismos para mantener el orden existente dentro de límites homologables a países del entorno, hallaron un amplio respaldo social. El asunto es más grave si se estima que la transición -por la concentración temporal de los acontecimientos, por la importancia que alcanzó la política en la vida cotidiana, por los niveles de movilización social, por su grado de incertidumbre, por la aparición de nuevas élites políticas, por la emergencia de nuevos agentes sociales y de la subjetividad de la población subalterna y, en definitiva, por la importancia de lo que se dirimía- es la batalla más importante de la moderna lucha social después de la guerra civil, y esta batalla se salda con el fracaso de todas las propuestas que solicitan cambios profundos en la sociedad española, incluso la oferta más moderada de las que nos ocupan, que es la del PCE, encuentra sólo un respaldo minoritario.
Hay que reconocer que la transición colocó a la izquierda radical ante una situación que no estaba preparada para afrontar, pero los sujetos -individuales o sociales- deben ser medidos por los retos que voluntariamente han aceptado. La extrema juventud de sus componentes, la falta de experiencia política y hasta vital, el idealismo y la impaciencia juvenil junto con elevadas dosis de sectarismo y de dogmatismo no fueron la preparación más adecuada para lo que se avecinaba.
Podría decirse sin mucho rubor que la muerte de Franco coge a la izquierda radical en pañales, en una etapa infantil o, si se quiere, mágica (la revolución puede ser cierta porque está escrito o basta con contar con los instrumentos adecuados), con escaso conocimiento de la sociedad real y del Estado, eminentemente opaco, y en donde prevalece la discusión doctrinal. Es una etapa eminentemente hermenéutica, en la que se busca la solución de los problemas reales en la interpretación de los textos considerados clásicos (¿sagrados?) y en la que se fomenta la lectura acrítica (¿devota?) de la obra de determinados autores buscando en sus textos las claves que conduzcan al triunfo y junto con él a la hegemonía del grupo, lo cual genera una serie de escuelas de seguidores incondicionales que mantienen entre sí relaciones muy sectarias. Es una etapa en la que las organizaciones profesan una fe ciega en alcanzar los objetivos finales y donde la defensa de unos principios, muy extensos e innegociables, conduce a posturas de gran rigidez. Todo ello no prepara para enfrentarse a una etapa eminentemente política, en la que se ventila, sobre todo, la cuestión de los medios (una cuestión de madurez), donde los acontecimientos se suceden con enorme rapidez, donde la realidad cotidiana obliga continuamente a someterse al terreno de los hechos y donde, y esto es lo más importante, son los adversarios quienes marcan las reglas del juego. Frente a lo cual, la izquierda radical está teóricamente mal armada, pero posee, en cambio, un gran voluntarismo.
El fracaso del proyecto radical, que no hay que dudar de calificarlo de colosal, no fue sólo político, sino particularmente teórico. En líneas generales, sobraron dogmatismo y fe del carbonero, y faltaron capacidad intelectual, originalidad, conocimiento teórico, experiencia en la prospección de la realidad social -que es esencialmente opaca, en particular en una dictadura- y un adecuado aparato metodológico. Es decir, madurez.

Pero, pensando en muchos de los que defendieron el proyecto radical, asumieron su fracaso como propio y se abandonaron al desencanto y, sobre todo, pensando en las generaciones más jóvenes, es posible, y necesario, hacer del pasado algo valioso y convertir una experiencia dolorosa en una información estable y dotada de sentido, pues la memoria o bien se codifica en un discurso y se plasma en un soporte físico o como tradición oral acaba perdiéndose. El soporte, en una sociedad sobreinformada, tiene que ser adecuado y asequible, porque miles de octavillas dispersas, de boletines y revistas de escasa tirada archivados aquí y allá, o libros ya agotados, tienen escaso valor para la función social de conocer, interpretar, conservar y transmitir esta parte del pasado que se nos quiere hurtar, porque "perder el pasado es perderse" escribía, no hace mucho tiempo, Eugenio del Río en un número de Exodo, y eso es terrible teniendo en cuenta la actitud eminentemente exploratoria[8] del futuro que caracteriza a la izquierda.
Todo ello plantea, a los veinte años de la muerte de Franco,  una serie de tareas que suponen, de alguna manera, el cierre razonado de toda una época. Labor que debiera ser abordada por protagonistas de aquellos eventos, aunque puede haber quien piense que la izquierda sólo debe mirar hacia adelante y que el trabajo de rata de biblioteca debe reservarse a algún anglosajón que dentro de unos años ofrezca, en una tesis doctoral, una visión académica de lo que pretendía y pudo hacer la izquierda radical durante la transición española.

Madrid, diciembre de 1995






[1] Para los teóricos de la comunicación, ruido es el mensaje que procede de una fuente indeseada. Un mensaje bien articulado en sus códigos, es decir inteligible, puede ser ruido para el que se esfuerza por descifrar los códigos que conforman el mensaje procedente de otra fuente. Por lo tanto, los mensajes procedentes de varias fuentes no deseadas aumentan el ruido. Para el lenguaje documental, ruido es la aparición de información no solicitada, en tanto que el silencio es la carencia o desaparición de la información deseada.
[2] Cerca de 30 títulos, algunos de los cuales son: Nosotros, la transición (J. Navarro), Lo que el Rey me ha pedido (P. y A. Fernández-Miranda), Así se hizo la transición (V. Prego), Manos sucias. El poder contra la justicia (J. Navarro), La sombra del Rey (S. Fernández Campo), Conversaciones sobre el Rey (T. Burns), Quien es quien en la democracia española (A. Sánchez), Lo que nos queda de Franco  (F. Jáuregui & M.A. Menéndez), Militares, civiles y democracia. La España postfranquista en perspectiva comparada (F. Agüero), Neonazis en España. De las audiciones wagnerianas a los skinheads. 1966-1995 (X. Casals), Jamaica o muerte (J. Ortiz), Juan Carlos I. La restauración de la Monarquía (J. Tusell), La memoria histórica de la guerra civil: un proceso de aprendizaje político (P. Aguilar), Reaccionarios y golpistas. La extrema derecha en España del tardofranquismo a la consolidación de la democracia (J.L. Rodríguez).
[3] A. Guerra, "Encuesta sobre la transición democrática en España", Sistema nº 68/69, noviembre, 1985, p. 219).
[4] En El proyecto radical. Auge y declive de la izquierda revolucionaria en España (1964-1992) sostengo que la izquierda radical atraviesa por varias etapas: 1964-1970: etapa de gestación; 1970-1975: etapa de consolidación programática; 1975- 1979: etapa de auge; 1979-1982: etapa de declive; 1982-1992: etapa de desconcierto.
[5] Entre las obras de publicación más reciente sobre las señas de identidad de la izquierda radical véanse el ya citado El proyecto radical. Auge y declive de la izquierda revolucionaria en España (1964-1992) y La lucha final. Los partidos de la izquierda radical durante la transición española (C. Láiz, Madrid, Los libros de la catarata, 1995).
[6] Véase, por ejemplo, el artículo de F. Tomás y Valiente "A vueltas con la transición" (El País, 31-X-1995, p. 11), en donde afirma: la hicimos entre todos (…), la transición fue una sinfonía coral sin partitura, que se interpretó en un concierto sin espectadores, porque nadie se quedó fuera del  escenario...  Aunque al final se ve obligado a reconocer que si la transición fue una obra colectiva no equivale a pensar, ni por un momento, que todos cumpliéramos el mismo papel.
[7] Además del material disperso en la prensa -legal o clandestina-recuerdo los libros del equipo de I. Fernández de Castro editados por Querejeta en los años 1976-1978 (Prueba de fuerza entre el reformismo y la ruptura, La clase obrera, protagonista del cambio), el último volumen de Crónica del antifranquismo, de F. Jáuregui y P. Vega, algunos números de la revista Ruedo Ibérico de aquellos años, en algunos folletos de Ediciones de la Torre, en los primeros números de Materiales y de Teoría y Práctica también se encuentran cosas y en la tesis doctoral (inédita, creo) de Ramón Adell "La transición en la calle". Sobre el movimiento obrero y de publicación reciente, pueden consultarse la Historia de Comisiones Obreras (1958-1988), dirigida por David Ruiz (Siglo XXI, Madrid, 1993) y El movimiento sindical en España (H.D. Köhler, Madrid, Fundamentos, 1995)
[8] Los personajes de las películas del Oeste ofrecen un modelo que ayuda a explicar la posición subjetiva de la izquierda. En tanto que el colono es un personaje sedentario, apegado a la tierra -al rancho o a la granja-, a la administración y defensa de sus bienes y al gobierno de las incipientes poblaciones, el explorador es un personaje viajero que necesita un territorio sin límites para cumplir su labor descubridora. La izquierda, y en particular, la revolucionaria, puede estar representada por el explorador, que siempre va más lejos buscando el horizonte, el confín, la frontera. Si la izquierda, por su sentido crítico debe ir más lejos que la derecha, y con frecuencia ha sido empujada por la fuerza de los hechos a ir más allá, también es cierto que en sus presupuestos hay una buena dosis de desprecio por el más acá; por la colonización, por la administración y la defensa del territorio descubierto, al dejar demasiadas cosas abandonadas a la gestión de los colonos, que sin duda van a imprimir un sello utilitario a su función roturadora del presente". (Roca, J.M. "Revolución: política y mito", Iniciativa Socialista nº 23, febrero, 1993, p. 68).

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