martes, 6 de diciembre de 2016

Historia constitucional de España

Good morning, Spain, que es different
No han faltado en España personas que se plantearon bien pronto la necesidad de dotar al país de un texto, que, a la luz de los principios de la Ilustración y del primer liberalismo, plasmara en un solemne documento lo que se llamaba la constitución social, la anatomía del país o la organización no escrita del cuerpo de la nación, como uno de los elementos fundamentales para salir políticamente del Antiguo Régimen y entrar en la Modernidad.
Tras la reforma inglesa de 1688, la Constitución norteamericana de 1787, las constituciones de la Francia revolucionaria (1791, 1793, 1795) y las que hubo desde el Consulado al Imperio (1799, 1802, 1804), España se incorpora, en 1810, a la segunda oleada de las revoluciones atlánticas, más moderada que la primera, que producirá su texto fundamental en 1812.
Pero España se suma a esta oleada revolucionaria de forma peculiar, con poca decisión, con morosidad en vez de con prisa, que es el sentimiento que suele alentar los procesos revolucionarios. Como advertía Marx en un artículo en el New York Daily Tribune (1970, 69), en España las revoluciones son lentas, a veces hasta la exasperación: España no ha adoptado nunca la moda francesa, tan al uso en 1848, de empezar y terminar una revolución en tres días. Sus esfuerzos en este terreno son más complejos y más prolongados. De tres años parece ser el plazo más breve a que se constriñe, si bien un ciclo revolucionario abarca a veces hasta nueve años. Así por ejemplo su primera revolución en lo que va de siglo se desarrolló desde 1808 hasta 1814, la segunda de 1820 a 1823 y la tercera de 1834 a 1843. Ni el más agudo político puede predecir cuánto durará la actual ni cuál será su desenlace.
Una burguesía feble y más propensa a avenirse con el clero y la alta nobleza que a enfrentarse decididamente con ambas y con la poderosa institución monárquica ha sido una de las causas determinantes del carácter tan inseguro y moroso de la modernización. El efecto de esta conflictiva relación entre la sociedad estamental y el mundo moderno, donde el súbdito no acaba legalmente de morir y el ciudadano no acaba políticamente de nacer, será un larguísimo e inacabado proceso constituyente, en el que los momentos de acuerdo se alternan con avances de tipo progresista, que duran poco tiempo, y con bruscos saltos hacia atrás, en los que el arcaísmo parece recuperar el terreno perdido frente a la modernidad.
Tampoco se puede afirmar que haya faltado celo reformador, que más bien ha sobrado tanto en un sentido como en otro -para renovar y para conservar-, sino que lo destacado ha sido la inestabilidad política provocada por estos intentos, que ha dado paso a lo que se podría calificar de desazón constituyente.
La Carta de Bayona de 1808, la Constitución de Cádiz de 1812, el Estatuto Real de 1834, la Constitución de 1837, la de 1845, la nonnata Constitución de 1856, los cambios constitucionales entre 1856 y 1868, la Constitución de 1869, el proyecto de Constitución federal de 1873, la Constitución de 1876, los proyectos de Primo de Rivera, la Constitución de 1931, las Leyes Fundamentales de Franco y, luego, la Constitución de 1978 son los jalones de una España necesitada de vertebración política -la orteguiana España invertebrada-, pero en la cual la organización del Estado y la articulación de las diversas corrientes ideológicas no ha podido durar mucho tiempo.
En la historia constitucional de España, los sucesivos procesos constituyentes pueden ser contemplados como si fueran las crestas de las olas que indican el movimiento profundo de las aguas sociales. Desde la limitada perspectiva que ofrecía el año 1836, la observación de esta azarosa existencia ya inspiró a Larra uno de sus ácidos epigramas: Aquí yace el Estatuto. Vivió y murió en un minuto.
Nuestra azarosa trayectoria constitucional puede entenderse con los nombres de otros acontecimientos, pero representa históricamente lo mismo: la entrada del ejército francés, huida de la familia Borbón y refugio en Francia, invasión francesa y guerra de la Independencia, reinado de José Bonaparte, primeras Cortes liberales, fin de la guerra, primera restauración borbónica (Fernando VII) y regreso del absolutismo, trienio constitucional (Riego), nueva restauración absolutista (Cien Mil Hijos de San Luis) y década ominosa, regencia (María Cristina) y guerra carlista, reforma liberal, bienio progresista, década moderada y segunda guerra carlista, revolución de 1854, etapa conservadora isabelina, gloriosa revolución de 1868 y caída de la monarquía (Isabel II, al exilio), nueva guerra carlista, sexenio revolucionario, cambio de dinastía y abdicación de Amadeo de Saboya, Iª República, segunda restauración borbónica (Alfonso XII), agonía del canovismo, dictadura (Primo de Rivera) y dictablanda (Berenguer), Alfonso XIII al exilio, IIª República, guerra civil, dictadura franquista, una transición y tercera restauración borbónica (Juan Carlos I). Y treinta y cinco años después, ante un régimen político exhausto, voces preclaras, y no precisamente extremistas, para alargar la vida de este régimen agónico solicitan cambios en la Constitución, que la derecha se niega por principio a discutir. 
En Estados Unidos, que para tantas cosas es el modelo predilecto de la derecha española, la Constitución de 1787 sigue vigente, pero reformada, claro está, por sucesivas enmiendas, doce de ellas en el siglo XX y la última aprobada en 1992. En España, en los 64 años que transcurren 1812 a 1876, sin contar el Estatuto de Bayona, el Estatuto Real de 1834, la non nata Constitución de 1856 y la abortada Constitución federal, hemos tenido cinco constituciones con plena vigencia (1812, 1837, 1845, 1869 y 1876). Y en el siglo XX, hemos aprobado dos constituciones, la de 1931 y la de 1978, sin contar las leyes del Directorio militar de Primo de Rivera ni las Leyes Fundamentales de la dictadura franquista.
Observando cómo se suceden los auges y las crisis, las luces, más bien cortas, y las sombras, más bien largas, en la historia del constitucionalismo español y, por ende, los altibajos en la modernización del Estado y de la sociedad civil, se extrae la idea de un permanente retorno o la impresión de hallarnos, como si se tratase del inalterable volteo de una incansable y consecuente noria, en un país donde no acaban de casar la democracia política con el desarrollo económico, ni la modernización con la tradición. Se percibe el drama de un país políticamente inestable, desgarrado por tensiones sociales que conducen a desplazamientos pendulares, en los cuales, los movimientos auténticamente fuertes han sido los movimientos de reacción, de restauración; las respuestas -en muchos casos  brutales- de las fuerzas sociales que representaban el arcaísmo y la tradición, frente a los movimientos progresistas o innovadores; es decir, el vigor de lo existente ante lo posible; de lo viejo (la España eterna) frente a lo nuevo (la España moderna), que ha sido débil e inseguro y no ha encontrado tiempo ni ocasión para afianzarse y mucho menos para madurar y dar sus frutos.
Otra de las enseñanzas que se extrae es el papel distorsionador de la monarquía, que, lejos de proporcionar estabilidad política por la mecánica sucesoria que pregonan sus partidarios -a rey muerto, rey puesto; el rey ha muerto, viva el (nuevo) rey-, ha sido motivo de graves tensiones sociales y de guerras civiles.
Hay que recordar que la dinastía reinante, la Casa de Borbón, se implantó en  España tras un conflicto bélico -la guerra de Sucesión-, algunos de cuyos efectos aún nos afectan en Cataluña, Gibraltar y el País Vasco; que mediante los pactos de familia enredó a España en los problemas de Francia, y que ha proporcionado buenas muestras de reyes ineptos y el peor ejemplo posible de rey felón en la figura de Fernando VII, cuyo reinado marca una de las etapas más sórdidas de nuestra historia, y su confuso desenlace propició tres guerras civiles entre los partidarios de su hija Isabel y los partidarios de su hermano Carlos. Tampoco nos fue mejor con sus sucesores, cuyo exilio casi parecía el obligado final de su reinado. Pero aun así, la Casa de Borbón nos parece destinada per seculam seculorum, como si existiera un contrato laboral permanente del pueblo español con esta dinastía de origen francés, pues, cada caída de la monarquía por la defección de sus partidarios parece tener asegurada una restauración años más tarde, promovida por una conspiración palaciega y llevada a cabo por un militar.
Respecto a nuestra azarosa historia constitucional, se pueden percibir claramente en ella dos lógicas, que han actuado de modo inexorable. La primera indica que las constituciones conservadoras son las que tienen una vigencia más larga, mientras que las constituciones progresistas duran poco tiempo.
Las que, en Códigos y constituciones. 1808-1978, Tomás y Valiente denomina constituciones efímeras y constituciones duraderas responden a las dos líneas divergentes que les sirven de inspiración: la del liberalismo radical, surgido en las circunstancias de las Cortes de Cádiz, que hace hincapié en la libertad y los derechos del individuo, y la del aristocrático moderantismo español (Martínez de la Rosa, Alcalá Galiano, Donoso Cortés y Cánovas del Castillo), que influido por los doctrinarios franceses (Royer-Collard, Guizot), defiende, en teoría, la libertad con orden, pero sobre todo el orden con poca libertad, establecido por un régimen fundado en la protección de la propiedad privada, el magisterio de la Iglesia y la marginación de las masas trabajadoras respecto al poder político. 
La segunda lógica indica que las constituciones españolas rara vez se reforman; como las crestas de las olas de los movimientos políticos que las acompañan, las constituciones se agotan, se abolen o se reemplazan por otras nuevas, que niegan las que estaba vigentes. Como los regímenes políticos que las alumbran. Y por los vientos que soplan, la de 1978 no va a escapar a ese fatal designio.
A pesar de que lo aconseja el deterioro de las instituciones y las circunstancias sociales y políticas ya descritas, de la intención de los partidos nacionalistas y de diversos partidos de la izquierda de abrir un nuevo proceso constituyente, por las dificultades técnicas que conlleva su reforma, por el moderado interés del PSOE, pero, sobre todo, por la negativa del Partido Popular a hablar del asunto, la  Constitución vigente más parece destinada a pudrirse que a reformarse. 

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