domingo, 17 de julio de 2016

Entre un bolero y un tango

Gastando tinta. Recuerdos.

Hay un bolero que canta que la distancia es el olvido y un tango que afirma que veinte años no es nada. Y los dos tienen razón, no porque el espacio y el tiempo sean categorías relativas, como sostenía Einstein en su endiablada teoría, ni porque sean formas “a priori” de la sensibilidad humana, como indicaba, de manera no menos endiablada, Manuel Kant, sino porque el tiempo y el espacio se miden en la mente humana con instrumentos volubles.
Olvido y permanencia, recuerdo y amnesia, memoria y desmemoria dependen de los afectos, y los afectos traicionan; envilecen o ennoblecen recuerdos; podan, aumentan, niegan, reducen o exaltan decisiones y relaciones para cumplir el papel fundamental de justificar nuestra existencia, aunque sea posteriormente, a toro pasado o muy pasado. Y así, podemos creer que aquella chica que nos rechazó, tenía tendencia a engordar y un carácter un poco fuerte, con lo cual, ahora, estará echa una vaca y tan gritona como su madre. Entonces, gracias al destino, nos hemos librado de casarnos con la suegra. O aquel empleo que perdimos, que estaba bien de sueldo, no era para nosotros, porque podíamos aspirar a más… aunque luego hayamos ido a menos. Y así, sucesivamente, vamos justificando nuestra vida, entre otras cosas, para hacerla soportable.
Unas cosas han quedado voluntaria o involuntariamente olvidadas y, sin embargo, hay otras que se conservan todavía celosamente guardadas en el desván de la memoria, porque conservan el sabor agridulce de lo apetecido y lo perdido, de lo realizado y de lo que se quedó e intento, formando una mezcla difícil de analizar, porque corresponde a una etapa de la vida en que las cosas no se analizan, sino que simplemente se viven, o porque la corta edad y la escasa sabiduría nos permiten creer que todo es posible y que la ilusión es siempre la antesala de las realidades.  
Una de estas cosas que se resisten al olvido es el “Hogar”, el hogar parroquial de la Asunción de Nuestra Señora, aquella segunda casa (o la primera, por la cantidad de horas que allí pasábamos), de la que se han cumplido este verano 25 años de su reapertura.
Se abrió por primera vez a finales de los años cincuenta, como un tele club, y estuvo dirigido por los hombres de Acción Católica de la parroquia. Su segunda apertura, que es la que nos concierne más, representó un cambio notable con respecto a la etapa anterior: la gestión se hizo por jóvenes, chicos y chicas, y las actividades realizadas cambiaron mucho. Claro, que los tiempos habían cambiado.
Asistíamos al enfrentamiento dentro de la propia Iglesia originado entre los aperturistas -partidarios del “aggiornamento” impulsado por el Concilio Vaticano II- y los aferrados a la tradición. Asistimos a los cambios litúrgicos -a la misa en castellano; en algunas parroquias de comulgaba de pie-, a la aparición de los sacerdotes contestatarios y de los curas obreros, al diálogo entre cristianos y marxistas (que costó el cierre de la revista “Signo”), a los primeros encierros de gente en las iglesias como actos de protesta.
Escuchamos desde lejos, con la sordina que dan la distancia, la ignorancia de los pocos años y la censura de la prensa, que en Barcelona había habido un encierro en el convento de los capuchinos de Sarriá, donde se había fundado el Sindicato Democrático de Estudiantes.
Oíamos hablar, ya con frecuencia, de conflictos colectivos, sobre todo en la minería asturiana, que no eran otra cosa que las luchas sociales que empezaban a aparecer pese a los esfuerzos del Régimen por acallarlos (los “25 años de paz” sonaban demasiado a propaganda).
Fuera de España las cosas también cambiaban rápidamente. Eran tiempos de insumisión, de rebeldía, de contestación, de pelos largos y de barbas (¡qué mal vistas estaban!), de hippies y de modas estrambóticas que llegarían aquí más tarde. Todo iba a crujir en mayo del 68, pero ese ya es otro cantar (otro bolero, o quizá otra canción “pop” o “rock”) y para entonces los momentos de oro de nuestra común experiencia ya habían pasado.
En el “Hogar” prendió, sin darnos cuenta, el espíritu de la época y nosotros lo aplicamos a lo que teníamos entre manos.
Fuimos vanguardia de la democracia. Hubo elecciones, candidaturas, programas y casi campaña, entre otras cosas porque Nicolás era de naturaleza mitinera. Y tuvimos presidente y presidenta -Nicolás Martínez del Pino y Pilar Cano Miret- y un montón de gente trabajando en equipo -chicas y chicos-, sin cuota de participación de mujeres. Quizá porque aquellas mujeres valían más –tanto como los hombres- y se hacían necesarias sin tener que recurrir a la protección de un tanto por ciento. 
Hubo un montón de actividades, y tuvimos prensa periódica, y en ella algunos nos aficionamos a escribir. Y hubo libertad de expresión, aunque con matices, porque dimos con uno de los poderes fácticos (aún recuerdo la bronca del cartel de los ejercicios espirituales, que Nicolás quitó de la pared).
Si entonces nos preguntan qué es un poder fáctico, nos quedamos de piedra sin saber responder. Si nos hubieran preguntado por don Luis de la Sota, el cura párroco, habríamos recordado la frase del Quijote: “Con la Iglesia hemos topado”.
Aun así, y vistos desde hoy, los resultados conseguidos en dos años largos de convivencia, relaciones humanas, aprendizaje de la vida, solidaridad y actividades comunes deben mucho a aquella tensión por superar barreras, por llevar más lejos el tope de lo permitido y convertir lo excepcional en cotidiano.
En todo caso, creo que el “Hogar” fue una escuela; una gran escuela de convivencia. Y un buen umbral para dejar atrás la adolescencia y entrar jubilosa y colectivamente en el mundo de los adultos.

Verano de 1990.

Texto publicado en un número extraordinario de “Juventud” (en fotocopias), el boletín informativo del Hogar parroquial de la Asunción de Nuestra Señora, con la intención de fomentar un encuentro de antiguos asistentes, al cumplirse el 25 aniversario de su apertura.             

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